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Teología

jueves, 30 de abril de 2015

ANTONIO FERNANDEZ GIL

ANTONIO FERNANDEZ GIL



Señor concejal de cultura y amigos todos:
Tenemos delante un hombre que pertenece a esa generación privilegiada que pasó por nuestro Colegio Seráfico de Cehegín. Privilegiada, entre otras cosas, porque, desde su infancia, aquí aprendió y cultivó dos grandes amores: el de la Virgen de las Maravillas y el del arte y cultura universales. Cinco o seis años consecutivos, en este nidal franciscano, adquiriendo las sólidas bases de una formación cuyo indeleble sello se manifestará en todo proyecto posterior.
Este es el caso de Antonio Fernández Gil, nuestro conferenciante de esta noche. Periodista insigne, prolífico ensayista, cultivador de la poesía y de la novela, hoy se nos presenta con un tema de por sí atrayente: CEHEGÍN, VIDA Y LITERATURA. Muchos de vosotros tenéis en las manos un currículum  suyo, que da muestra de su culta personalidad. Permitidme que yo añada una faceta suya, apenas nombrada: la de la música. Profundo conocedor de la más espiritual de las artes, ha dado innumerables recitales de piano y diversas conferencias didácticas sobre la música del mayor compositor de la historia, Juan Sebastián Bach. Hasta yo tuve la suerte de cantar acompañado por la destreza de sus manos sobre teclado de iglesia.
Pues bien, amigos, les dejo con nuestro orador de esta noche. Me pidió que fuera breve, y lamento que, en aras de la brevedad, no haya hecho justicia a la rica personalidad de Antonio Fernández Gil.  



Alfonso Gil González

A BERNARDO DEL AMOR

A NUESTRO AMADO ORGANISTA
(Bullas, 8 noviembre 2011)

*

Cielo y tierra en Bullas se juntaron, 
en plegaria de amor agradecida. 
Cielo y tierra cantaron la partida, 
la llegada, más bien, de quien amaron.

Cielo y tierra sus cantos entonaron 
en un Requiem de luz amanecida, 
y la mano de Paco bendecida 
 voces bendijo que por él cantaron.

A este funeral, por él llamados,
vinieron con Fauré, Chopin, Victoria, 
y Haydn, por Bernardo acompañados.

Fue tal acto entrada de la Gloria, 
a que todos estamos convocados. 
¡Y sírvale a su nieto de Memoria!







Alfonso Gil González
Coro Ciudad de Cehegín

IGLESIA: REFORMA Y CONTRARREFORMA

La Iglesia en que creo
(IV)


El siglo XV trajo consigo un fuerte cambio en la forma de vida y en el concepto que el hombre tenía de sí mismo. Este cambio en la historia recibe el nombre de Renacimiento. Se puede hablar del comienzo de una nueva era que rompe con la Edad Media, aunque tiene en ella sus raíces. Cuando los papas volvieron a residir en Roma (no les dije antes que algunos papas, en el siglo XIV, residieron en la ciudad francesa de Avignon), cambiaron su antigua estancia del palacio de Letrán por la del Vaticano. La primera mitad del  siglo XV la dedicaron a preservar a la Iglesia de la amenaza turca y de las herejías. Y, la segunda mitad, actuaron como auténticos príncipes italianos, preocupándose excesivamente de sus intereses temporales. Se diría que el papado había perdido el rumbo de la historia eclesial. El cambio de valores y la crisis intelectual y moral que trajo consigo el Renacimiento encontraron una Iglesia cuya autoridad estaba desprestigiada y debilitada.
Empezaron a surgir voces críticas entre las masas descontentas. Voces precursoras de lo que, luego, supuso el hecho de la Reforma luterana. Entre esas voces estaba la de Juan Viklef, Juan Huss y Jerónimo Savonarola. Se había producido una nueva visión del hombre cristiano, de su mensaje y de su relación con Dios. Porque, antes, en la Edad Media, la vida cristiana se había alimentado de una serie de prácticas externas en las que contaba más la costumbre social que el compromiso personal. Un tiempo, en realidad, muy parecido al nuestro. De modo que, como ahora también se intenta, hubo un retorno a las fuentes, a la Biblia y a los santos Padres, al tiempo que se depositaba una gran confianza en el hombre concreto, en sus posibilidades y en su libertad.
Se temía, pues, una ruptura, y esta vino protagonizada por Martín Lutero, cuya figura no podemos comprender sin tener en cuenta su historia y su personalidad. Alemán, hijo de minero, entró en la orden de los agustinos, distinguiéndose en ella por su piedad y vida austera. Está obsesionado por la pregunta sobre cómo estar seguro de la salvación, y, estudiando la carta de san Pablo a los Romanos, piensa que ha encontrado la respuesta: Dios nos justifica, nos salva por pura gracia, sin mérito de nuestra parte. Basta la fe que acoge la salvación que viene de Dios. Con esa seguridad, arremete contra la Iglesia de Roma denunciando tres cosas que le parecen inadmisibles: la distinción entre clérigos y laicos, la pretensión de los primeros de reservarse la interpretación de la Sagrada Escritura y la pretensión del Papa de ser el único que tiene derecho de convocar el Concilio general.
A Lutero, en Alemania, le siguen Zwinglio y Calvino, en Suiza. Los tres tienen un punto común: el pecado original ha pervertido al hombre en su misma naturaleza. Por lo demás, la fisonomía protestante es muy variada, y se hace difícil meter a todas las iglesias cristianas de la Reforma en el mismo saco. Si a ello añadimos el anglicanismo, de origen netamente político y oportunista, nos daremos cuenta de la torpeza en que caería toda simplificación a este respecto.
Ahora bien, no es lógico pensar que el despertar de la Iglesia se debió únicamente a Lutero. Toda la Iglesia suscitaba reformadores por doquier, y no se debe aceptar el término “contrarreforma” a los que partían del campo, digamos, católico: Cisneros, Ignacio de Loyola –con su abandono de las estructuras monásticas para dedicarse al apostolado-, Teresa de Jesús y Juan de la Cruz –reformadores del Carmelo-, o la reforma franciscana motivada por un deseo de volver a las fuentes de vida evangélica. Ni siquiera la vuelta al tomismo, propiciada por la universidad de Salamanca, debiera llamarse “contrarreforma”. Bien es verdad que el Concilio de Trento (1545) era una respuesta oficial de la Iglesia, mas no sólo respuesta, también impulso de renovación interna de la Iglesia en la que creo. Sus decisiones fueron determinantes para la historia eclesial hasta el Vaticano II.
Pero, desgraciadamente, el siglo XVI consumó la división de los cristianos. Lo más curioso es que estamos separados por el cómo a la respuesta de la pregunta sobre la salvación –aunque yo, personalmente, no lo pienso así-, porque unos y otros estamos de acuerdo absolutamente en que la salvación viene únicamente de Dios por medio de Cristo. Es Dios quien nos salva. No nos salvamos por nuestro esfuerzo, sino por gracia de Dios. Mas no es sólo el problema de la salvación el que nos separa, sino también el concepto de Iglesia. Nosotros creemos que el encuentro con Cristo no se produce sólo a través de la Sagrada Escritura, sino también de la misma comunidad que es el cuerpo que encarna su  vida.
Mientras, la expansión misionera de franciscanos y dominicos abarcaba la redondez de la tierra. Tanto en América como en Asia, los misioneros se encontraron con el lógico problema de cómo llevar la palabra del Evangelio a hombres de culturas totalmente diferentes. Ellos eran, y lo siguen siendo, el aspecto más bello de la vida de la Iglesia.
(continuará)

Alfonso Gil González

LA IGLESIA DEL SIGLO V AL XII

La Iglesia en que creo
(III)


Durante el siglo V, el Imperio Romano estaba en franca decadencia. Los cristianos vimos cómo se resquebrajaba la unidad política y religiosa conseguida en el siglo anterior. El fracaso del Imperio hizo que todas las miradas se volvieran hacia la Iglesia en que creo, y la figura del Papa cobró relieve como signo y garantía de unidad. Una delicada situación, ante la que la Iglesia se propuso la doble tarea de evangelizar a los nuevos pueblos e intentar restaurar la unidad política. Precisamente, porque los cristianos no vivimos fuera de la polis=ciudad. Si ese esfuerzo evangelizador se dirigía a la cabeza de la tribu, ciertamente las “conversiones” eran masivas, pero la praxis le indicó a la Iglesia cuán lenta resultaba la verdadera evangelización. Y hubo que echar mano de los monasterios.
Al tiempo que se llevaba a cabo esa evangelización europea, la invasión musulmana produjo un fuerte retroceso. El cristianismo pagó muy caro su identificación con lo grecorromano. No obstante, en España las relaciones con el Islam tenían un cariz muy peculiar. Esa invasión musulmana coexistió con fuertes núcleos de población cristiana, llamada mozárabe. 
Pero en Oriente se iba a producir una ruptura eclesial, el llamado “cisma de oriente” (1054). El papa de Roma y el patriarca de Constantinopla se excomulgaron mutuamente. Ya que no me es posible detenerme demasiado en cómo se llegó a tan vergonzosa situación –la Iglesia en la que creo es santa y pecadora a un tiempo-, señalaré como causas concomitantes: la diferencia de lengua y de cultura, la disputa sobre la preeminencia en la Iglesia, la importancia que fue adquiriendo el papado en Occidente, la diferente manera de entender las relaciones entre la Iglesia y el Poder civil y las luchas iconoclastas de los siglos VIII y IX. Lo cierto y verdad es que Miguel Cerulario mandó cerrar los monasterios latinos que había en Oriente, no aceptando la delegación papal para resolver el conflicto creado. Afortunadamente, y tras 910 años, se produjo el encuentro del papa Pablo VI con Atenágoras, patriarca de Jerusalén, y las excomuniones fueron levantadas.
En aquel entonces, lo que ahora es Europa estaba sometido a un régimen feudal. El papado caía en manos de familias nobles de Roma. Del triunfo de unas u otras dependía la sucesión papal. Por otro lado, los reyes se apoyaban en los obispos; éstos eran nombrados e investidos por el poder temporal y se convertían, así, en señores feudales. El siglo X, el “siglo de hierro” fue la época negra para la Iglesia. Hasta que el pueblo romano aclamara como Papa a un monje. Era Gregorio VII. Se propuso sacar a la Iglesia de su dependencia del poder civil y llevarla a una profunda reforma interna.
Recordemos que la Iglesia es todo el pueblo cristiano que trata de vivir su fe según las exigencias del Evangelio. Por eso, también en la Edad Media surgieron grandes santos y abundantes instituciones que, en contacto con el pueblo, mantuvieron vivo el ideal cristiano. Ya en el 529, san Benito había fundado el primer monasterio en Montecasino. Sus monjes, los benedictinos, fueron los que, en los agitados tiempos del medioevo conservaron las artes y las ciencias. Surgieron, después, las Ordenes mendicantes. Llamadas así porque, como no poseían nada propio, ni individual ni colectivamente, se veían obligados sus frailes a vivir de la caridad de los fieles que eran por ellos evangelizados. Destaquemos dos figuras estelares: san Francisco de Asís, fundador de los franciscanos (1209), y santo Domingo de Guzmán, fundador de los dominicos (1215).
Capítulo aparte merece el esfuerzo de la misma Iglesia por frenar la violencia y el ímpetu guerrero de la época. Y la creación de hospitales y universidades, hasta el punto de que la caridad y la enseñanza, desde entonces, son casi monopolio de la Iglesia. Y el resurgir de aquellos movimientos penitenciales y de cofradías, que sustentaban el entramado social.
Y, sin embargo, aquellos siglos XI y XII de la reforma gregoriana lo son también de herejías, de cruzadas y de Inquisición. Y es que no parecían ser suficientes las predicaciones de los santos monjes y frailes. Y se cayó en la tentación de reprimir al enemigo interno con la Inquisición y al enemigo externo con las Cruzadas. 
(continuará)

Alfonso Gil González

LA IGLESIA DE LOS SIGLOS IV Y V

La Iglesia en que creo
(II)


Como apuntaba anteriormente, el segundo encuentro de la Iglesia en la que creo se produjo con el Imperio Romano. La razón de su conflicto con Roma es que los cristianos nunca aceptaron la práctica del culto romano. Si, en un principio, se persigue a los cristianos confundiéndolos con judíos y sus pretensiones mesiánicas, ahora aparecen a los ojos del pueblo como seres extraños, aislados de la sociedad por sus costumbres. Y es que aquella primera Iglesia era un fuerte obstáculo, no sólo por no aceptar el culto al emperador, por ejemplo, sino porque propugnaba la igualdad de todos los hombres y el deber de compartir los bienes. Ahora bien, la persecución imperial, que la obliga a la clandestinidad, dio fuerza a esta Iglesia en la que creo.
Eso explica el cambio radical que se produce en el año 313 con el Edicto de Milán. Entra en juego la política, y ya no interesa al emperador Constantino gobernar de espaldas a esa realidad cristiana que se ha impuesto a pesar de las persecuciones de sus predecesores. Así, protegido políticamente con ayudas económicas y legales, el cristianismo se hace protagonista en las estructuras y en las leyes de la sociedad. Y, aunque esta situación privilegiada le acarreará a la Iglesia nuevos problemas, ella va a tratar de cristianizar una sociedad de costumbres poco éticas, introduciendo criterios evangélicos de defensa del pobre y del débil. Tan es así, que es en esta época privilegiada socialmente cuando surge el monacato, destacándose dos tipos de monjes: los anacoretas, que vivían solitarios, dedicados a la oración, a la ascesis y al trabajo manual; y los cenobitas, que buscaban el ideal evangélico de la comunidad. Estamos en el siglo IV.
Pero el crecimiento y masificación de la Iglesia, y la influencia del modelo de la sociedad civil, la obliga a una mayor organización, con un doble objetivo: asegurar la unidad entre los cristianos y garantizar la fidelidad al mensaje del Evangelio. Y empiezan a organizarse las comunidades en torno al obispo, asistido, a su vez, por presbíteros y diáconos. Cuando aparecía algún problema en la vida de la Iglesia, los obispos de las diversas comunidades se reunían en concilios o sínodos y tomaban determinaciones en común. Se consolidaba, poco a poco, una jerarquización eclesial que partía de las necesidades mismas de la comunidad cristiana. 
Comunidad ésta a la que se accedía por el Bautismo que, por sí, suponía un compromiso con el Evangelio y con la misma comunidad. Lo que implicaba un proceso de conversión, de instrucción y de candidatura, que culminaban en la vigilia pascual, en la que el neófito era bautizado y recibía una vestidura blanca para llevarla toda esa semana de Pascua. Al domingo siguiente –Dominica in Albis- soltaba ese vestido y se incorporaba de pleno derecho a la comunidad. Centro de la misma era la Eucaristía. Si se rompía o resquebrajaba ese compromiso bautismal, se celebraba el sacramento de la reconciliación, o de la Penitencia, que era pública y se concedía tras un largo período de expiación que, a veces, duraba toda la vida.
Con la vida de esta Iglesia, en la que creo, nace el pensamiento cristiano y, como consecuencia, la teología cristiana. Ya no había apóstoles de Jesús en el siglo II, pero la Iglesia tiene que afrontar los problemas que se le presentan: la organización y la autoridad, la polémica contra las calumnias y ataques de los paganos, el razonamiento contra las herejías, la situación de aquellos que, por miedo al martirio, había renegado de su fe y querían volver a la Iglesia, la catequesis… Todo ello iba configurando el proceso intelectual de la fe cristiana que, ya en el siglo III, tiene dos grandes focos de reflexión teológica, en Cartago y en Alejandría.
A lo largo de los siglos IV y V, esta Iglesia en la que creo vivió un período de dura polémica con la cuestión suscitada por la doctrina de Arrio, párroco de Alejandría, sobre la divinidad de Jesucristo, que el concilio de Nicea (325) zanjó de modo definitivo. Ahora hay por ahí algunos arrianos con el nombre de “testigos de Jehová”, pues creen que el Hijo es inferior al Padre y que el Verbo es una criatura del Padre. Pero la Iglesia, en la que creo, afirma, desde Nicea, que el Verbo no es creado, sino engendrado; de la misma naturaleza o sustancia del Padre; por tanto, Dios de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero. Luego, el primer concilio de Constantinopla (381) así lo ratificó, dando lugar a nuestro Credo actual, que recitamos en Misa. 
De esa verdad teológica sobre la divinidad de Cristo, nacía la no menos cierta sobre la maternidad divina de María. Pero el concilio de Efeso (431) hubo de condenar a Nestorio, entonces patriarca de Constantinopla. Y veinte años más tarde, el concilio de Calcedonia (451) dejó definitivamente fijada la confesión de fe cristiana sobre Cristo, al afirmar que éste tenía dos naturalezas, la humana y la divina, y no como decía el monje Eutiques: que su naturaleza divina anuló la humana. 
Y empezaba, así, la edad de oro de los llamados Padres de la Iglesia, tanto en Oriente (Atanasio, Basilio de Cesarea, Juan Crisóstomo) como en Occidente (Jerónimo, Ambrosio, Agustín). 
(continuará)

Alfonso Gil González

ANTONIA FERNANDEZ

Antonia Fernández


Tenía el Coro Ciudad de Cehegín una soprano ejemplar. Desde sus inicios, Antonia Fernández aportó a la Coral ceheginera su puntualidad y constancia a los ensayos, su prudente sencillez, su permanente disponibilidad. ¿Cómo iba a pensar ella, ni tampoco Paco Alfonso, que nuestro décimo aniversario seria anunciado por ellos en el propio coro de los ángeles? ¿Cómo iba a pensar el Coro Ciudad de Cehegín que la alegría de sus celebraciones estaría contrapunteada por las lágrimas de estas inesperadas despedidas?
Sí, Antonia, tú te has ido, como antes Paco Alfonso,  con la misma sencillez con que venías a compartir estos cantos. Y, si te somos sinceros, nos alegramos por ti. Al fin de cuentas, tú has ascendido de este coro terrenal a ese otro coro del Cielo, donde se canta sin partituras, porque la música brota inefable de Aquél a quien cantarás eternamente. Dichosa tú, Antonia, que fuiste portaviático de tantos enfermos e impedidos. Les llevabas la música callada, para que también ellos fueran ensayando, domingo a domingo, la eterna Eucaristía, la solemne Misa que todos habremos de vivir.
Recibe, Antonia, la gratitud de tu Coro Ciudad de Cehegín. Gracias.

Alfonso Gil González  

EXISTENCIA Y EXISTENCIALES

Existencia y Existenciales


Lo que preocupa al pensamiento humano no es el problema que plantea la aparición del “homo sapiens”, sino el problema que tiene el homo sapiens y que se podría formular de esta manera: ¿Qué significa ser hombre? ¿Cómo existe el hombre? ¿En qué consiste ser hombre auténticamente? ¿Tiene algún sentido la vida humana? Veía yo a mis alumnos con cara de extrañeza. Les intentaba adentrar en la filosofía más honda, la que nace de nuestra propia existencia, pues debían reconocer que el hombre se encuentra consigo mismo existiendo. Y les recordaba la diferencia que hay entre saber en qué consiste la existencia auténtica y el vivir auténticamente. ¡Cómo se les abrían los ojos! Y es que la teoría no puede separarse completamente de la práctica. De modo, les decía, que si Sócrates nos dejó aquello de “Conócete a ti mismo”, eso equivalía a “Sé tú mismo”.
Pero cualquiera que sea la respuesta a la pregunta por el hombre, hemos de partir de esta evidencia: los hombres estamos aquí, en medio de nuestro mundo. Porque “estamos”, somos capaces de pensar y conocer lo demás. Somos, desde ahí, como la conciencia del universo. Tenemos que proyectarnos y realizarnos, sí, pero somos los únicos que existimos a sabiendas. Ello nos obliga a entender de nosotros mismos, incluso cuando nos desentendemos. Nos obliga a la autenticidad, es decir, a enfrentarnos con el problema de la existencia. Y la forma más auténtica de “estar” en el mundo es la de ser uno mismo para los otros. Si no, simplemente somos gente. 
Vi que se inquietaban y añadí: Mirad, cuando hablamos de la gente, nos referimos a los demás, ¿verdad? Pero todos somos gente, porque somos los demás de los demás. No apreciamos que, entre la gente, cada uno es el otro de los demás. Y nos supone una gran limitación que hay que asumir. Ahora bien –les dije- no sufráis por ello, porque uno es gente y nada más que eso cuando se desentiende de sí mismo hasta convertirse en uno cualquiera. De ahí que si consideramos a una persona como auténtica por serlo para consigo misma y para con los otros, la gente es la misma inautenticidad.
-Pero, ¿qué es en realidad lo auténtico? Se había puesto de pie una chica a la que todos miraban con cierta expectación. Y se sentó.
- Algo es auténtico cuando es realmente lo que aparenta. Sólo el ser humano puede ser auténtico o inauténtico. Ahora bien, como el hombre, más que ser, es un tener que ser, será auténtico cuando esté plenamente realizado… 
Y me vi obligado a hablarles de los existenciales, que son como modos de ser o de hallarse el hombre en el mundo, concreciones de la existencia en general. Por ejemplo, la preocupación que os supone ser vosotros mismos, viviendo responsablemente. Hay que llevar cuidado con ella para que no nos haga evadirnos de la realidad. Ya sabéis que existir es siempre coexistir. Sobre la base de coexistencia, podemos estar en soledad o en compañía, según las relaciones que mantengamos con los otros. Aunque seáis jóvenes, he de deciros que uno sólo está radicalmente ante la muerte. De ahí que si el morir no fuera dar la vida enteramente al Otro, que llamamos Dios, ¿qué sentido tendría la soledad de la muerte?
Ahora puede entenderse que hay otros “existenciales”, otras formas de estar en el mundo, como la solicitud o cuidado por los demás, o su contrario: la indiferencia. Y también están el miedo  y la angustia. Es difícil explicar qué sea el miedo a quien no lo ha experimentado. El miedo se pone en marcha cuando algo o alguien se cierne como una amenaza sobre nuestra existencia. Todos los miedos que pasamos, en realidad, encubren el miedo en que vivimos. No temeríamos nada si la propia vida no fuera ya un sobresalto. La “angustia” responde al agobio de la existencia. Caminamos entre la angustia y la esperanza. La esperanza no la suprime, pero ayuda a soportarla.
La realización de todos esos existenciales en nuestra vida se llama “actividad humana”. Cuando el ser humano vive en el aburrimiento o en el ocio, debería preguntarse si en realidad vive. La única alternativa a ambos es la responsabilidad, o sea, la apertura del espíritu y del corazón, la capacidad de asombro y de amor. Cuando volváis a vuestras casas os vais a tener que cuestionar por el sentido de vuestras vidas, Pero ya tenéis las claves para afrontar un tema que, sin duda, nos sobrepasa. Pero lo abordaremos.

Alfonso Gil González

SECRETOS DE UN ARZOBISPO

Secretos de un arzobispo


Con el amanecer de un año nuevo, este de 2011, ha llegado a mis manos un libro coloquial, enviado por el propio protagonista a mi buena esposa, amiga suya de años pretéritos, cuando ella, en su juventud madrileña, dedicaba el tiempo libre, es decir, el no propiamente laboral, a cuidar la formación humana y cristiana de algunos gitanillos de aquellos suburbios de la capital, ajena, entonces, al destino que Dios le deparaba. El libro lleva una dedicatoria manuscrita que le sirve al arzobispo para, de paso, felicitarle la Navidad y Año Nuevo. 
Editado por Ciudad Nueva, en la sección “en diálogo cultura y sociedad”, impreso a mediados del pasado año, el libro “SECRETOS DE UN ARZOBISPO” es fruto y compendio del coloquio mantenido con la periodista Teresa Gutiérrez de Cabiedes, que prologa la periodista papal, Paloma Gómez Borrero. Dos citas, una de Tolstoi, relacionando luz y corazón, y otra de Teresa de Calcuta, animando a que la pluma vehicule el mensaje amoroso y compasivo de Jesucristo, dan paso a 275 páginas que revelan los secretos de un hombre de Iglesia, enamorado por igual de ésta y del mundo. 
Ciencia y fe, luz y libertad, pobreza y esperanza, sufrimiento y perdón, paz y amor… son referencias de la experiencia humana que dan pie a que el diálogo entre la joven periodista y el pastor pamplonés resulte fascinante y atractivo, dejando en el alma del lector una prueba más de Aquello que añoramos en lo más íntimo del ser, de Aquello que, en realidad, nos define y en cuya consecución no basta una vida. 
Lejos de la ñoñería en que ciertos escritos piadosos suelen caer, este libro es un bocado tan duro como provechoso, hablado y escrito con la naturalidad con que suelen expresarse algunos privilegiados de entre los humanos. Atrae, por ello, a incrédulos y creyentes. Porque no es un libro de preguntas y respuestas, aunque lo parezca, sino que unas y otras lanzan destellos luminosos de lo que nos pasa, de lo que nos preocupa, de lo que nos interesa allá en lo hondo. Eso sí, no es una conversación al uso diario. Hoy, desgraciadamente, apenas se dialoga. A lo más, se discute, que es lo más contrario al diálogo con ser lo más parecido. En fin, no es poco si, con él, uno sigue aprendiendo el arte de la escucha y de la contemplación.

Alfonso Gil González

CONDUCTA Y PALABRA

Conducta y palabra


Dice la antropología social que los grupos humanos aparecen siempre internamente jerarquizados y que las relaciones externas de los distintos grupos son relaciones de desigualdad. Esto, en los animales, se debe normalmente a prevalencias físicas de unos individuos sobre otros. ¿Cómo se jerarquizan, entonces, los colectivos humanos? Pues por las desiguales posibilidades de acceso a los recursos, la organización y los modos de producción, engendrando, así, las diferencias de poder que de ello se derivan. Pero, ¿cómo se impone la autoridad y se regula la conducta humana?
Se ha observado que la primera conducta humana es la ritual. Los ritos son actos realizados según una forma adoptada por la colectividad o por una autoridad. Las manifestaciones rituales son siempre convencionales. Los ritos simbólicos de la conducta humana van transmitiendo valores e ideas que diversifican el comportamiento de grupos y pueblos entre sí, lo cual es base de sus diferentes culturas o tradiciones. Ahora bien, no es lo mismo, conducta ritual que magia. La magia es una actuación simbólica que busca el disponer del poder divino. Pues bien, la actuación y el pensamiento mágicos señalan la etapa de racionalización de la conducta humana. Magia y tabúes juegan en la conducta humana un importante papel:  el de primera respuesta a una llamada o atracción vinculante con lo “indeterminado”.
Ahora entra en juego la libertad. ¿Qué lugar darle? Muchos a lo largo de la historia no la han reconocido y, aun hoy día, hay quienes siguen negándola o poniéndola en cuestión. ¿Existe el comportamiento libre? ¿Tiene el hombre auténtica libertad? Para los sociólogos optimistas, el hombre es libre absolutamente hablando. El hombre puede hacerse consciente de todo cuanto le rodea y le condiciona; sólo que esto tiene un reverso negativo: el miedo a la libertad, o la incapacidad de muchos  para ser ellos mismos, para vivir su auténtica identidad. Incluso los psicólogos dicen que la humanidad va saliendo progresivamente de un estado indiferenciado con el mundo para llegar a una madurez o autonomía que es la conciencia de sí. 
Y entramos, así, en la clave del asunto: la relación del hombre con su medio, que es el mundo. Esta relación tiene una estructura lingüística, es decir, por medio del lenguaje. Por el lenguaje interpreta el hombre la realidad de lo que pasa, de lo que existe. Aprender a hablar es captar la realidad del mundo. Conocer es saber hablar, y experimentar es saber decir. Pues en el lenguaje quedan recogidos la experiencia y el pensamiento de los antepasados, de suerte que nadie tiene que comenzar de nuevo, ya que todos encontramos transmitida en el lenguaje la herencia de la historia. Es por ello que podemos definir al hombre como “animal que habla”. Esa definición abarca todas las facultades humanas, y nada sería posible sin una conducta comprensiva y significativa. Todo acto humano, para ser tal, precisa de la palabra. Por lo mismo, la palabra es algo más que un medio de comunicación. 
Si la palabra es un término que encierra un contenido, ella desempeña una función lógica, o sea, informa de lo que se sabe. Por otra parte, la palabra humana es, también, una llamada, una apelación a un tú para provocar en él una respuesta. La palabra tiene, por tanto, un poder de convocatoria. Pero es que, además, la palabra del hombre puede ser expresión o manifestación de la propia intimidad. En cualquier caso, la palabra es siempre interpersonal: hablamos del mundo, pero lo hacemos a otro ser humano.
Esto nos lleva a adentrarnos con cierta valentía en la propia existencia humana, pero dejaremos para otra ocasión un tema tan trascendental.

Alfonso Gil González

LA ESPECIE HUMANA

La especie humana


Me cuestionaba, hace años, cómo hablar del hombre en general a sabiendas de las enormes diferencias de raza, de cultura, de épocas; aspectos todos ellos a tener en cuenta si queremos hablar del hombre real y no de una simple abstracción de lo humano. Claro que, a pesar de todas las diferencias, descubrimos en todos los hombres un algo que los hace ser, precisamente, hombres. Y de eso quiero tratar, si ustedes me lo permiten.
Las teorías evolucionistas presentan como evidente que el universo no es algo estático, sino en continuo cambio o transformación. Esto ya ha sido aceptado como científicamente cierto y demostrado. Por otra parte, ha tiempo que los filósofos mantenían la convicción de que era posible la generación espontánea, o sea, que la materia inorgánica tenía capacidad de producir, per se, seres vivos. Pero esta idea ha sido rebatida permanentemente. Por su parte, la teoría mecanicista sostiene que la naturaleza es como una enorme máquina cuya actuación se explica por modelos físicos y matemáticos. Algunos, tras la insatisfacción de las teorías anteriores, abogaron por el “principio vital” o alma como factor explicativo de los fenómenos de la vida. Otros, entre los siglos XVII y XIX, creyeron demostrar que todo ser vivo sólo podía proceder de otro ser vivo preexistente. Hubo que esperar al siglo XX para que la bioquímica pudiera constatar la visión evolutiva dentro de un proceso unitario y gradual de todos los seres.
Es de toda evidencia que, en los períodos de transformación que sufrió la tierra, se fue llevando a cabo un desarrollo de los diferentes grupos de organismos hacia una mayor complejidad. Y es, a esa luz, como se deduce que la aparición del hombre supone la última fase de ese proceso histórico de la tierra. El problema surge en determinar cuándo acontece ese momento. Los paleontólogos descubren que, tras un larguísimo proceso de hominización, aparece el “homo habilis” y, sucesivamente, el “homo erectus” y el “homo sapiens”. Es este homo sapiens el que logra la supervivencia de la especie humana, no por su capacidad genética, solamente, sino por la educación en el seno del grupo, es decir, por su evolución cultural, pues con ella la humanidad alcanza un dominio, cada vez mayor, de los recursos de la naturaleza.
Todos los hombres actuales pertenecemos a esa única especie del “homo sapiens”, sean del color que sean, pues la pigmentación de la piel se debe a la adaptación al medio y, lógicamente, es hereditaria. Junto a la evolución cultural se ha producido la conducta humana en sus distintas formas de comportamiento, incluida la agresividad. La etología, la psicología, la biología y la sociología estudian ese fenómeno humano que es su conducta. Para Freud, por ejemplo, hay en el hombre una tendencia natural a la destrucción y a la muerte. En explicación de Heiss y Mitscherlich, las tensiones impulsivas movilizan los procesos afectivos, y éstos hacen actuar a los mecanismos pulsionales. Todos ellos nos dejan la grave incógnita de si el hombre está condenado irremediablemente a la agresividad. Pero este es un tema que abordaré otro día.

Alfonso Gil González

VUELTA CORISTA A FRANCIA

Vuelta corista a Francia


Invitado por la Casa de España de Castres y por el Instituto Cervantes de Toulouse, el Coro Ciudad de Cehegín intervino en ambas ciudades francesas el pasado fin de semana. Había salido de Cehegín, en autobús, a las 0´00 horas del día 3 de este mes. Tras quince horas de viaje, y teniendo en cuenta las obligadas paradas, arribó en Castres, donde fue recibido por la delegada municipal para encuentros internacionales. Una tal Cristine que, hasta el regreso del Coro ceheginero, no lo dejó ni a sol ni a sombra, volcándose en mil atenciones, al igual que el resto de la Casa de España. Inmediatamente, llevó el conjunto coral al Museo de Goya, frente a la catedral, donde  pudo apreciar diversas obras del pintor de Fuendetodos y de otros autores hispanos, dando, después, un breve recorrido por el centro de la ciudad, hasta la hora de la cena y del merecido descanso.



Al día siguiente, sábado, el Coro tenía una agenda muy apretada. Desayuno en el restaurante que utiliza la Casa de España, visita al mercado de Castres, donde uno de los vendedores alabó, a voz en grito, la belleza de las mujeres españolas. Comida posterior en el citado restaurante y Concierto en la Catedral. Esta estaba repleta de gente que ansiaba escuchar las voces cehegineras, a sabiendas de que su canto estaba al servicio de la campaña francesa del Teletón a favor de los niños con miopatías congénitas y demás enfermedades de difícil curación. El éxito fue total. Un concierto iniciado por la tuna de la Casa de España que, al término de la actuación ceheginera, se unió al Ciudad de Cehegín en dos villancicos imperecederos, Noche de Paz y Campana sobre Campana, que resultaron ser los bises postreros. Música española, popular y de zarzuela, cantó la coral de Cehegín con emocionado acento. Los solistas, Ana Fernández y Juan Ibernón, interpretaron magníficamente sendas canciones francesas que levantaron al numeroso público, cerrando con fortísimo aplauso un Concierto que resultará inolvidable.



Al día siguiente, domingo, el Ciudad de Cehegín hubo de ir a Toulouse. Allí, en la Basílica de Nuestra Señora de la Dorada, el coro ceheginero repitió el Concierto de Castres. Como algún miembro del Instituto Cervantes, en él presente, era de nuestra querida Bullas, el Ciudad de Cehegín le dedicó el Bolero a Murcia. Ya pueden ustedes imaginar cómo la emoción asomaba en sus rostros en forma de lágrimas. Luego, en honoir de la Patrona toulousana, se entonó el Ave María de Tomás Luis de Victoria. “Es lo mejor que me ha sucedido –dijo el director del Instituto Cervantes-. Ha sido providencial que la huelga de controladores me impidiera volar a Madrid.”
Capítulo importantísimo de esta vuelta corista a Francia, que se prolongará el próximo año con actuaciones del de Cehegín en Lyon, fue el intercambio de obsequios y recuerdos turísticoculturales. Tanto en Castres como en Toulouse, hubo entrega de libros, banderas y cruces de Cehegín, y las letras de su alcalde, José Soria, a los distintos organismos que acogieron tan fraterna y efusivamente a la coral ceheginera. Y hubo un agradecimiento especial a María Sánchez Alfaro, que fue el alma y puente de esta gira cultural que, sin duda, ha elevado al Ciudad de Cehegín y, con él, a todos los cehegineros, al podio que las nubes ofrecen a los inmortales. Visitar, luego, las ciudades de Albí y de Carcassone, regalo de la empresa contratada para el flamante viaje, trocase en broche de oro a un periplo por el Midi francés, que dejó enmudecido por el embargo extático a un Coro que canta como los ángeles.

Alfonso Gil González

AL CRISTO DE LA PAZ

Al Cristo de la Paz


La paz que llevas Tú, y que Tú eres,
guardada en el sagrario de tu pecho,
la muestras a Cehegín, oh feliz hecho,
la noche vesperal del santo jueves.

Paseas tu silencio, nos conmueves,
dormido como vas en ese lecho
de brazos del amor en Ti deshecho,
cual es el de los hombres por quien mueres.

Y el latido cordial hace una pausa,
que preludia tu entrada al templo añejo,
escuchando la música latente,

seguros de lo hermoso de tu causa.
Y vamos junto a Ti por lo más viejo
del casco de este pueblo penitente.

Alfonso Gil González
Madrid, 1997

LA IGLESIA EN QUE CREO

La Iglesia en que creo



He de decir, para comenzar estos escritos míos,  personalísimos, que me produce cierto vahído la lejanía en la que, hoy, algunos se hallan respecto a toda trascendencia. He de confesar, además, que me aflige no poco ver a tanta multitud de personas, jóvenes y no tan jóvenes, sin la menor inquietud o preocupación por el tema religioso. Cuando considero que ese creciente número de, digamos, “descreídos” está formado por hombres y mujeres bautizados en la fe cristiana, no sé cómo expresar la pena que me embarga. Por eso, lo que a continuación escribiré no es otra cosa que la confesión pública de mi fe, con la esperanza de que algunos puedan replantear la suya, aunque de ella sólo quede ese pábilo vacilante que nadie tiene derecho a apagar.  
“La Iglesia en que creo” tiene doble significación. Por una parte, hay un reconocimiento a que, si creo, se lo debo a la Iglesia, es decir, a aquellos cristianos, anteriores a mí, que me hablaron de Jesús de Nazareth, cuya vida y mensaje fue la más bella y buena noticia que puede escuchar un ser humano. Por otra parte, reconozco que la fe cristiana no se puede vivir por libre, como buey suelto del que solemos decir que bien se lame, sino con otros que también conviven el seguimiento a Jesús, con los demás hermanos, porque todo hombre, por su contexto vital y esencial está hecho para los otros. Sin los otros no seríamos nosotros. Un cristiano aislado equivale a ninguno. Esto aclarado, paso a deciros qué es lo que realmente pienso, sé y creo de y en la Iglesia.
Creo en la Iglesia como comunidad de aquellos que conocieron y siguieron a Jesús, en aquella primera Iglesia que fundamenta su vida en Jesucristo, conocida para nosotros a través de las cartas de san Pablo y del libro neotestamentario de los Hechos de los Apóstoles. Dichos escritos no pretenden narrar una historia o una biografía, tal como hoy entendemos el lenguaje histórico y el estilo biográfico, aunque hay que reconocer que, a través de tales escritos, sus relatos nos indican cómo fueron las primeras comunidades, la primera Iglesia.
Creo, además, que aquella Iglesia´, movida por el Espíritu de Jesús, se presentó, primero, al judaísmo y, luego, al mundo grecorromano, con la buena noticia o evangelio expresado en escueto y sencillo mensaje: Jesús murió por nuestros pecados; Dios lo resucitó; nosotros –los apóstoles- somos testigos de tal hecho; creer esto nos salva. Así de simple. ¿Qué hay implícito en dicho mensaje, en esa primera predicación o catequesis? No otra cosa que el amor de Dios. Por tanto, aceptarlo nos obliga a cambiar y a amar a los demás. Y creo que aquellos primeros cristianos expresaron la conversión y la convivencia amorosa en lo que el mismo libro de los Hechos nos relata: Eran constantes en escuchar las enseñanzas de los apóstoles, en la vida común –no habiendo nadie que pasara necesidad-, en la fracción del pan o eucaristía y en la oración comunitaria. Ideal que, a trancas y barrancas, siempre ha mantenido y vivido esta Iglesia en la que creo.
Creo, por tanto, que una Iglesia, así, es y debe ser misionera, sin pararse ante los problemas y dificultades que una vida, como aquella, plantea a la propia Iglesia y al mundo. Esa misión la llevó, primero, al mundo judaizante y judaizado, propenso a mantener sus tradiciones, con sus leyes y costumbres, y cuya reacción primera fue la persecución. Persecución que abrió a la Iglesia al mundo griego y romano, entonces conocido.
Creo, finalmente, que de la complejidad externa e interna de la Iglesia surgieron los ministerios o servicios en la comunidad como auténticos carismas otorgados por el Espíritu, y no como obstáculos a la unidad de la misma. Pues a nadie se le da un don para el mero lucimiento personal, sino para la edificación eficaz del cuerpo social y eclesial. De ahí que, por encima de todos esos carismas o cualidades, está el amor que todo lo unifica. Naturalmente, en aquel entonces, los principales servicios a la comunidad creyente eran el de la Palabra y el de atender, desde la autoridad que preside, las necesidades materiales y espirituales. En el primer servicio destacan los apóstoles; en el segundo, Pedro.


Alfonso Gil González 

MEMORIA HISTÓRICA FAMILIAR

Memoria histórica familiar



Por la amabilidad de Aurelio, uno de los seis hijos vivos de Abraham Ruiz Jiménez, llega a mis manos el opúsculo que éste, cronista oficial de Cehegín, ha publicado para honrar la memoria de los suyos, al cumplirse el 75 aniversario de la incomprensible muerte de su padre. No hay el menor rencor hacia aquellos bárbaros del Frente Popular que segaron la vida de un culto maestro, incapaces de entender que su republicanismo fuera compatible con su fe católica. Ni hacia aquellos otros que eliminaron, así creían, a su pariente sacerdote, Pedro Alcántara. Ambos datos martirológicos están contados con sencillez franciscana.
Abraham Ruiz Jiménez, que ha escrito de todo y que tanto ha influido en la cultura de nuestro pueblo, va desgranando en esta obrita de 80 páginas, que él llama Crónica breve de una familia extensa, los nombres, fechas e hitos biográficos de los suyos. Familiares todos a los que les une, amén de la sangre, la inquietud cultural, la religiosidad y una solidaria caridad. Notas muy específicas, pienso yo, en la persona del autor que, a sus ochenta y tantos años, mira hacia atrás con el recuerdo cariñoso y agradecido a cuantos componen el árbol genealógico familiar, cuyas ramas, extensas dentro y fuera de nuestra geografía, se tornan intensas en frutos humanos. De todos ellos sale alguna fotografía.
Como bien apunta, en el prólogo, el sacerdote Francisco Candel Crespo, citando a un primo suyo, “nadie muere del todo mientras es recordado. Nadie perece totalmente en tanto existan personas que conservan en la memoria el nombre, el rostro, la voz o el gesto cotidiano de quien desapareció del mundo de los vivos”. Pero es el propio Abraham Ruiz Jiménez el que razona su último escrito: “Si he trazado las biografías de tantos cehegineros, si he recordado a sus paisanos las virtudes del obispo Caparrós, la santidad de Maravillas Pidal y Chico de Guzmán, las acciones nobles de los Condes de Campillos y de la Real Piedad, la generosidad de Alvarez Castellanos y de don Amancio Marín de Cuenca… ¿Cómo no voy a recordar a mis familiares y a los de Rosario, mi esposa?”
Abraham se torna poeta al hablar de la Virgen de las Maravillas, “que cuida de sus hijos de Cehegín”, y tiene especial mención a la Ermita de Vejete, donde los nietos han sido bautizados, oratorio familiar y  cofre celeste que guarda lágrimas y oraciones preñadas de esperanza: esperanza de eternidad.

Alfonso Gil González

LA QUINTA DE SHOSTAKOVICH

CONCIERTOS ALFONSINOS

La Quinta de Shostakovich



Hace unos diez años me colé, como quien dice, virtualmente, en la Sala de Conciertos de Colonia. Era impresionante el lugar, y aún más el inmenso gentío que abarrotaba todos los espacios de aquel bello, moderno y funcional Auditorio. Se iba a interpretar la Sinfonía n. 5, en do menor, op. 47, que Dimitri Shostakovich escribiera en 1937, cuando los españoles se daban mandobles por todas partes, y nadie podía pensar que había un ruso, nacido en San Petersburgo un 25 de septiembre de 1906, que, unas veces criticado, y las más ensalzado, iba a hacer compatible su genialidad con un estado soviético que no siempre le apoyó, pero que siempre reconoció su indiscutible valía.
La intérprete de esta famosa obra era la Orquesta Sinfónica de Colonia al mando de Semyon Bychkov, otro ruso que, en esta ocasión, tuvo que emigrar de la Unión Soviética, refugiándose en Austria con 100 dólares en el bolsillo. Hombre corpulento, así me pareció a mí, pues le veía de lejos, con abundante pelo negro y un tanto rizado. Ya había sido director en su país natal, y de los buenos, pero no tuvo la suerte de Shostakovich. Dirigió a la Sinfónica de Colonia durante 12 temporadas seguidas, cosechando con ella los mayores éxitos por sus interpretaciones, como la de en esta ocasión, con la Quinta de su compatriota. Y, sin embargo, no está en ese escalafón de los famosísimos, a pesar de haberse nacionalizado como norteamericano.
Shostakovich, que había llegado a componer 15 sinfonías, se valió de ésta para tapar las bocas de los más duros críticos del Soviet Supremo, al que él también pertenecía. Su música, en general, tiene la influencia de Mahler, Mussorgsky y Stravinsky, considerándosele, como bien prueba esta Sinfonía, un romántico tardío. La Sinfonía, dividida en cuatro movimientos –moderato, allegretto, largo assai y allegro non troppo- tiene un no sé qué sobrecogedor, con una exquisita y humilde presencia del piano, del xilofón y del arpa, y una exaltación de metales y percusión, a todos los cuales nubla un tanto el lucimiento sentimental de las cuerdas en el tercero de los aires sinfónicos.

Alfonso Gil González




miércoles, 29 de abril de 2015

ANÁLISIS DE LAS ESTRUCTURAS POLÍTICAS

Aportación creyente al compromiso con la ciudadanía


Donde se decide la organización de la vida pública es en las estructuras e instituciones políticas; en consecuencia, los cristianos deben comprometerse en la vida pública, teniendo en cuenta que es un compromiso difícil y con riesgos, en el que nunca deben perder su propia identidad. Pero no es posible tal compromiso sin conocer adecuadamente las estructuras políticas. De ahí que voy a exponer brevemente los distintos significados de política, los regímenes políticos, la democracia y los partidos políticos.
I
En los medios de comunicación y en las conversaciones de la vida cotidiana oímos muchas veces expresiones en las que aparece la palabra política: la vida política nacional, la política económica, los partidos políticos, abandonar la política, la politización del deporte, tener una actitud política, etc… Enseguida nos damos cuenta de que el término política se emplea con distintos significados. Etimológicamente tiene su origen en la palabra griega polis, que significaba ciudad. Las antiguas ciudades griegas eran ciudades-estados y, en consecuencia, la política es todo lo que haga referencia a la vida en la ciudad, o sea, a la vida social. Dentro de esta concepción genérica de la política existen unos sentidos más específicos que expresan distintas dimensiones de la política, como, por ejemplo: la política como forma de ejercer el poder, gobernando la sociedad y dirigiendo un Estado; la política como forma de presión sobre quienes gobiernan, a través de la difusión teórica y práctica de determinadas ideologías; la política como militancia en algunos de los partidos que luchan por conquistar el poder e implantar un determinado modelo sociedad. Es decir, que la política abarca el conjunto de la vida social, pero centrándose en dos dimensiones: una más personal y subjetiva (el comportamiento político), y otra más social y objetiva (las estructuras políticas).
II
Una de las dimensiones más específicas de la política es la estructura y funcionamiento del poder. A lo largo de la historia se han producido distintas formas de legitimar y ejercer el poder. Ateniéndonos al presente, podemos agrupar los distintos regímenes en torno a tres modelos: el totalitarismo, el autoritarismo o dictadura y la democracia. Los regímenes fascistas y comunistas de los siglos XX y XXI pertenecen al modelo totalitario. Las llamadas democracias orgánicas (régimen franquista y algunas dictaduras de países latinoamericanos y afroasiáticos) son, con distintos grados, formas autoritarias de gobierno. Los regímenes democráticos nunca alcanzan el verdadero ideal democrático y, desgraciadamente, en algunas ocasiones, caen en defectos típicos de los autoritarismos y los totalitarismos.
III
Los conflictos son inevitables en toda sociedad de hombres libres, pues los intereses de unas personas y grupos chocan con los de otras personas y otros grupos. Los antagonismos generan el avance de la historia, pero también pueden convertirse en fuerzas destructoras. Para regular los conflictos se han empleado, y se siguen empleando, desgraciadamente, dos formas de violencia: la física (guerras) y la estructural (dictaduras). La democracia es, por tanto, la única forma pacífica de regular los conflictos sociales. Para que un régimen político merezca ser llamado democracia debe sustentarse sobre los siguientes pilares fundamentales:
- Reconocimiento efectivo de la soberanía popular, es decir, de que el poder se legitima en la voluntad mayoritaria del pueblo, expresada en un sistema de elecciones libres.
- Libertad real para difundir y conocer todas las opiniones, ideas y creencias.
- Existencia de alternativas a la fuerza política que ejerce el poder en cada momento concreto.
- Separación de los tres poderes del Estado: legislativo, ejecutivo y judicial. Y
- Cumplimiento efectivo de los derechos humanos fundamentales.
Hemos de tener en cuenta que la democracia se construye con demócratas. Por tanto, un régimen democrático se sustenta sobre una sociedad de mujeres y hombres que han asumido, de forma personal, los principios de libertad, tolerancia, igualdad y solidaridad.
IV
La democracia, aunque no necesariamente, necesita los partidos políticos en cuanto medios para canalizar las distintas opciones políticas que pretenden acceder al poder. Por otra parte, los partidos políticos sólo pueden desarrollarse adecuadamente en el seno de un régimen democrático. 
Los partidos políticos son agrupaciones de personas que se unen en torno a unos objetivos e intereses sociales y, para llevarlos a la práctica, intentan conseguir la adhesión del mayor número posible de ciudadanos y la conquista democrática del poder. La diferencia entre los partidos políticos y otros grupos de presión (económicos, culturales, religiosos…) está en que los partidos buscan el acceso al poder para gobernar, y los grupos de presión sólo intentan influir en quienes gobiernan. 
Pero conviene distinguir dos aspectos en los partidos políticos: la organización interna y la ideología. Según su organización interna, se distinguen tres clases:
- Partidos de cuadros. Están formados por pocos miembros, pero muy influyentes. Se desarrollaron sobre todo en épocas en que sólo tenían derecho al voto quienes poseían un determinado poder económico y social. Ese sufragio se llama censitario.
- Partidos de masas. Surgen cuando el derecho al voto se extiende a todos los ciudadanos mayores de edad (sufragio universal). Tienen una organización y estructura más rígida que los partidos de cuadros. Su ideología está también más definida. Su financiación se sustenta, en parte, por la cuota que pagan los militantes, aunque cuentan con importantes subvenciones estatales. Tienen gran dinamismo y su actividad no se limita a las campañas electorales.
- Partidos de fieles. En los momentos de crisis de militancia, los partidos de masas reducen su número de afiliados y se convierten en partidos de fieles. Estos partidos se sustentan sobre la fidelidad basada en tradiciones familiares de un determinado número de afiliados.
En cambio, según la ideología –hay que tener en cuenta que durante los siglos XIX y XX existía una clara definición de loas ideologías políticas de izquierdas y de derechas-, todos los posibles partidos, aún los llamados de centro, se alinean así:
- Los de izquierdas, que tiene como objetivo cambiar el sistema libre de mercado (capitalismo) por el sistema de planificación centralizada (socialismo real). La extrema izquierda pretende conseguir este objetivo por medio de la revolución. La izquierda reformista persigue el mismo objetivo a través de métodos democráticos y respetando las libertades públicas.
- Los de derechas, que tienen como objetivo conservar el sistema capitalista. La extrema derecha se propone este objetivo a través de la implantación de un régimen absolutista. La derecha moderada pretende conservar el capitalismo dentro de un régimen democrático.
Hay que tener en cuenta que, en las últimas décadas han tenido lugar importantes acontecimientos históricos y políticos que han cambiado, de forma significativa, el cuadro de ideologías de derechas e izquierdas, generándose una integración de los partidos comunistas en los regímenes democráticos de occidente. Y, lo que es más importante, se ha producido una nueva situación política internacional y, concretamente, europea.
V
Ante lo expuesto, la Iglesia siempre ha exhortado a los cristianos a participar en la vida pública, sin inhibiciones de la vida social. Participación que debe estar guiada por los siguientes principios básicos:
- Inspirarse en el seguimiento de Jesucristo y en el estilo de vida propuesto en las Bienaventuranzas y en el llamado Sermón de la Montaña. No se trata de imponer por la fuerza la concepción cristiana de la vida, sino respetar las distintas opciones y propuestas que existan en la sociedad, aunque sin dejar de criticar y oponerse, con espíritu evangélico, a cuanto vaya contra los valores básicos de la persona.
- Colaborar con las personas e instituciones que pretenden regir legítimamente la sociedad humana, pero manteniendo la libertad evangélica para denunciar las personas y estructuras que utilicen medios o formas injustas de gobierno.


Alfonso Gil González

ALMERÍA

ALMERÍA



Concluido el año de pastoral de Madrid, se me trasladó, como coadjutor, a la parroquia de San Agustín, en Almería, 1968-1969. De ese tiempo no he dejado nada escrito, que yo recuerde, o lo tendré extraviado. Llegué a esa ciudad, seguramente, reclamado por el P. Juan Pedro Sánchez Hortelano, caravaqueño, que me tenía en gran aprecio y había sido mi predicador misacantano. Y para cubrir la vacante del anterior coadjutor, que había marchado a tierras granadinas.
Era obispo, entonces, de Almería Angel Suquía, que llegaría a ser cardenal y arzobispo de Madrid, y presidente de la Conferencia Episcopal. Almería era una ciudad blanca. Tenía alcazaba o castillo árabe. La parroquia antedicha se encuentra en la zona alta, cerca de la plaza de toros y del barrio gitano. Olía a humedad y pobreza. No tardé en adaptarme a la situación sociológica. La misa, en el barrio gitano, se celebraba en una cueva a la que acudían unas cincuenta personas.
La parroquia tenía mucha actividad pastoral, impulsada por el párroco, hombre inquieto y pulcro, que se ganaba a la gente con su simpatía. Incluso había un servicio gratuito de farmacia en los mismos salones parroquiales. El templo era limpio y amplio, casi de estilo colonial. Pero, sin duda, la afabilidad y disponibilidad de sus feligreses era la mejor garantía de éxito. Gente sencilla, alegre, dispuesta y cariñosa. Ese mi primer destino no podía ser de mejor augurio.
En el mismo recinto conventual había un colegio de niños. Los maestros eran competentes y muy comprometidos. La juventud, sana. Al llegar la Navidad, con el regreso de los que estudiaban en Granada o Murcia, la parroquia era un continuo bullicio juvenil. Sus familias también mantenían con nosotros fuertes lazos de colaboración. 
El curso que pasé en Almería está plagado de anécdotas de todo género, que conseguirían llevarme de allí un recuerdo indeleble y la convicción de que mi trabajo entre ellos había valido la pena. Como el cine de verano estaba dentro del distrito parroquial, se nos invitó a ver la película de estreno Un hombre para la eternidad.  Ya saben ustedes, la vida de aquel santo y humanista inglés que se llamó Tomás Moro. Me gustó tanto, que la vi cinco veces seguidas. Los amantes del cine sabrán que mi gusto, en ese caso, estaba en lo certero. Aparte del extraordinario elenco de actores, Tomás Moro es el prototipo del político libre que defiende sus profundas convicciones hasta la propia inmolación. Ahora los políticos inmolan sus convicciones para mantenerse en la política.
De mi participación en mi primer cursillo de cristiandad, celebrado en Aguadulce, guardo foto testimonial. No así de tantos otros quehaceres pastorales, fuera y dentro de la ciudad. Aún conservo en mi retina, como si acabara de suceder, el accidente de algunos que me acompañaban para atender a enfermos de la zona del Ejido. Regresábamos a Almería, ya caída la tarde. En una de las muchas y peligrosas curvas de la carretera, la moto de dos de ellos tropezó con el pretil del acantilado, lanzando sus cuerpos al vacío. Paramos el tráfico y, tras interminables minutos, pudimos conseguir subirlos a tierra firme, sin que, milagrosamente, sus vidas se apagaran, restableciéndose muy pronto de sus múltiples golpes y fracturas. Nadie se explicó cómo no cayeron al mar. 
Como la feligresía era en gran parte escasa de recursos, muchos participaban como extras en las películas que los americanos rodaban en el desierto almeriense, cobrando cinco mil pesetas diarias, lo que significaba un capitalazo en el 68-69. La mayoría pertenecía a la clase media y sólo unos pocos gozaban de salud económica. Pero éstos, muy al contrario de lo que he visto en otras ciudades, se sentían solidarios con los más pobres, creándose un ambiente fraterno que se traducía en compartir gozosamente la abundancia y la penuria. Gente sencilla, servicial y alegre con que llegabas a creer que un mundo mejor era posible.  

Alfonso Gil González

AL FINAL DE LOS TIEMPOS

AL FINAL DE LOS TIEMPOS


Acabo de leer, de punta a rabo, el libro de Juan José Gil González, “Al final de los tiempos”, con un indicador subtítulo, “un viaje al futuro”. 265 páginas dedicadas a las profecías bíblicas sobre el final del mundo; tema éste que nunca pasa de moda, porque la locura humana y el miedo a desaparecer son constantes en el devenir de los hombres. Si el mundo ha tenido principio, cosa evidente, ha de tener fin. Al menos, esta forma del ser del mundo. Ni siquiera nosotros, individualmente, somos los mismos de hace un tiempo. No conservamos ni una célula anterior. Todo se renueva y, precisamente, esta renovación, es la motriz de la supervivencia. Supervivencia de la que somos conscientes a través de la memoria, pues nos vamos acordando de cómo éramos antes.
El texto en cuestión consta de 30 capítulos, en cada uno de los cuales el autor, creyente y pastor cristiano, hace sustanciosas reflexiones sobre la experiencia humana, que considero muy válidas como notas de aviso y constatación de la vivencia histórica. No son, sin embargo, capítulos elaborados científicamente, en el sentido teológico-bíblico, aunque estoy seguro que él no participará de esta opinión personal. Sí son una explanación o exégesis de los textos bíblicos citados, vistos desde una óptica escatológica, a pesar de que algunas profecías ya tuvieron su cumplimiento, e incluso se escribieran tras la experiencia vivida por los primeros discípulos de Jesús, como –por ejemplo- la destrucción de Jerusalén y del Templo en la época romana.
El libro, sin duda, es interesante, incluyendo las citas que remite al final del mismo, algunas muy elocuentes. Y se deduce de su lectura el amor a Jesucristo que tiene el autor, así como su deseo de que los lectores, al menos, vivan la vida proyectándola hacia esa segunda venida de Cristo o hacia esa nueva Jerusalén, que supondrán el punto y final de la historia de los hombres. Todo ello, con un lenguaje sencillo y atractivo, como si se tratara de una novela apocalíptica, si bien es verdad que nada más lejos del autor.
Me resulta extraño, no obstante, que las únicas ediciones bíblicas que nombra sean la de “Reina Valera” y la de “Dios habla hoy”. Con ser buenas, hubiera sido más convincente al lector católico  aludir a textos de Biblias católicas. Pero, sin duda, esto no tiene mayor importancia. Sí, en cambio, el que no cite a grandes teólogos y biblistas de su campo evangélico, como, por ejemplo, y sólo como ejemplo, a Dietrich Bonhoefer, Kart Barth, Rudolf Bultmann, etc… respetados, incluso, en las demás iglesias cristianas. Puede que estén incluidos en el término “maestros” que, de vez en cuando, nombra. Por cierto, Juan José Gil debe conocer al eminente biblista Joachim Jeremias. Decía este extraordinario exegeta protestante que hay una cosa que se nos presenta clara: LA CERTEZA DE LA ESCATOLOGÍA QUE SE REALIZA. Que la hora del cumplimiento ha llegado. Que el fuerte está desarmado, las fuerzas del mal tienen que ceder, el médico viene a los enfermos, los leprosos quedan limpios, la gran deuda es perdonada, la oveja perdida es conducida a casa, la puerta de la casa paterna está abierta, los pobres y los mendigos son llamados al banquete, un señor de una bondad muy profunda paga el jornal completo, la gran alegría domina los corazones. Ha comenzado el año de gracia de Dios, pues ha aparecido Aquel cuya oculta majestad centellea tras cada palabra y tras cada parábola: el Salvador.
Por tanto, hermano Juan Pepe, si el tiempo final se inaugura con Jesucristo, su resurrección es la garantía definitiva para esta humanidad, de hoy, de ayer y de siempre, que, a pesar del pecado, de guerras, muertes y cataclismos, camina esperanzada hacia el pleroma de Cristo en los hombres y en el universo todo. Gracias por tu libro.

Alfonso Gil González 

JORNADAS SOBRE LA FIGURA DEL PADRE FERMÍN

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EVOCACIÓN EN EL TIEMPO
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11 septiembre 2012 
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Casa de Cultura de Bullas
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Muy buenas noches.
He de empezar dando las gracias al Rvdo. Don Juan Sánchez Pérez por haberme solicitado esta humilde participación mía en el merecidísimo homenaje al Padre Fermín. Gratitud que hago extensiva a Doña Francisca Caballero que, en nombre del Excmo. Ayuntamiento de Bullas, ratificó que un servidor, junto con mi compañero y amigo Manuel Gea Rovira, abriera estas Jornadas sobre la figura del Padre Fermín.
Dicho esto, quiero decirles que me siento muy cómodo aquí, entre vosotros, hombres y mujeres de Bullas, a quienes agradezco vivamente vuestra presencia, si bien lamento de antemano no estar a la altura de las circunstancias, pues Bullas y el llorado Padre Fermín merecen un orador más eximio.
Mis primeros recuerdos del Padre Fermín se remontan a principios de los 50 del pasado siglo XX. Yo era un niño que acababa de hacer la Primera Comunión. Estaba de monaguillo en el Convento de los Padres Franciscanos de Cehegín. Se celebraban, por entonces, aquellas famosas Misiones Populares, en que vuestro ilustre paisano participaba junto a otros grandes misioneros, como el famoso jesuita Padre Rodríguez, natural de Moratalla, o el también franciscano José María Navarro. Aquellas emotivas predicaciones, aquellos rosarios de la aurora, aquellas masivas confesiones calaron en mi infancia profundamente. 
Para poderle emular, yo seguiría sus pasos ingresando en el Colegio Seráfico y tomando el hábito franciscano en el Monasterio de Santa Ana de Jumilla. Recuerdo que, en este alcantarino cenobio franciscano, los novicios cantamos un solemne funeral que el Padre Fermín presidió. Interpretamos la Misa de Requiem de Perosi. Seguramente para estimularnos, comentó el Padre Fermín que le hubiese gustado ser el muerto a quien tan bello “requiem” se cantaba. Pero con el tiempo entendí que nunca le hubiese gustado ser el muerto, pues la muerte le impresionaba de manera especial.
Mi tercer recuerdo ferminiano procede del curso 1963-1964, en que los frailes hacíamos la Teología en el Convento de Orihuela. El Padre Fermín era nuestro rector. ¿Sería justo decir que yo me llevaba especialmente bien con él? ¿Es de esta época cuando empezó a llamarme “su sobrino”? No viene al caso. Mas quiero resaltar dos anécdotas personales. Estábamos hablando con él sobre la teología mística, sobre la importancia del despego de las cosas, y él, viendo que yo insistía sobre la importancia de la “santa indiferencia”, va y me dice: “Pero eso en ti ¿es santa indiferencia o santa estupidez?”. Solía tener salidas de este tipo. Otra anécdota se refiere al apoyo que me prestó en el campo musical. Fuimos él y yo, en Orihuela, a visitar a un sacerdote enfermo, que era amigo suyo. Este sacerdote tenía en su casa un viejo violín, que me regaló al instante. Pues bien, el Padre Fermín no sólo aceptó que yo tuviera ese violín, sino que pagó las primeras clases que me impartiría en la portería del convento un profesor de violín de la Orquesta Sinfónica de Murcia. 25 pesetas costaba cada lección de violín. Para mis compañeros de curso y, desde luego, para mí, aquello fue algo que demostraba la apertura de corazón y el amor a la música y al arte en general del Padre Fermín. No en vano, en el Noviciado de Jumilla había unas palabras suyas, escritas en la pared, que decían: “Hemos renunciado a todo, menos a todo lo bello. Sólo es alma franciscana la que alberga el universo”.
Como mi curso marchó a Teruel a terminar la Teología, pues allí nos unirían con los de la Provincia Seráfica de Valencia, perdí la pista del Padre Fermín hasta el curso 1967-1968. Hacíamos en los Jesuitas de Madrid el Curso de Pastoral, aunque nosotros residíamos en San Francisco el Grande. Por aquel entonces ya empezaba a poderse cambiar el hábito o sayal por el traje negro del “cleryman”. Pues bien, recuerdo acompañar al Padre Fermín a una sastrería próxima a la Puerta del Sol, donde él y yo nos compramos, sombreros incluidos, los primeros trajes que usarían los frailes de esta Provincia Seráfica de Cartagena. Él se hospedaba en el convento de San Fermín de los Navarros de Madrid. Lugar que volví a visitar con el siguiente motivo.
Un día de verano estábamos tomando el fresco en el balcón pasadizo que comunicaba el viejo convento de Cehegín con el flamante nuevo Colegio. Yo me dedicaba al reclutamiento de niños para el Colegio Seráfico y disponía, para ello, de un coche sencillo para mis desplazamientos. El Padre Fermín quería que le llevara, como alguna otra vez hice, a su residencia de Madrid, donde él ampliaba estudios teológicos. Como digo, estábamos varios frailes tomando el fresco en ese balcón del convento de Cehegín. Yo tenía que marchar a Baza, y me era imposible acompañarle a Madrid. Cosa a lo que se ofreció el Padre Juan de Dios. En ese momento se me ocurrió decirles: “¿Veis el cementerio allá lejos? Acordaos de él cuando hagáis el viaje.” No sé por qué lo dije, esa es la verdad. Pero a la vuelta de aquel viaje en que se llevó a Madrid al Padre Fermín, el fraile que le hizo de chófer en un 600, moriría a la vuelta, en un triste accidente entre la Venta del Olivo y Calasparra. El Padre Fermín se refugió en su celda de San Fermín de los Navarros y, como pueden suponer, no quería ni verme, creyendo que yo, “su sobrino”, era un ave de mal agüero. De modo que tuve que subir a Madrid a consolarle y explicarle.
Otro de mis recuerdos del Padre Fermín gira sobre el empeño que él tenía de que su obra “Murieron los lobos” fuese representada. Nunca pude darle esa satisfacción. Pero su confianza en mí era ilimitada. Resultó que mi traslado a la Parroquia de San Antonio, en Alicante, en los años 70, coincidía con su marcha a Centroamérica. Alguien le había regalado un Seat 850 Coupé de color rojo, que él se resistía a llevar por considerarlo algo llamativo, y me lo dejó para ver si yo le daba giro en la capital levantina. Cosa que hice lo antes que pude, vendiéndoselo a un feligrés por 25.000 pesetas, cuyo importe habría de ir, por deseo del Padre Fermín,  a los pobres más necesitados. 
Cuando el Padre Fermín regresa de América, yo ya había tomado la decisión de contraer santo matrimonio, dicho sea de paso, con una santa mujer aquí presente. No solamente lo comprendió –él que me había sobrenombrado el Don Juan de las Almas-, sino que se alegraba enormemente cuando mi esposa y yo le visitamos en Cehegín, teniendo la deferencia de acompañarnos a la finca de Rompealbardas, donde fue nuestro confidente.  Ese día, y otros muchos, hablé con él sobre la Iglesia, sobre el franciscanismo, sobre las vocaciones, sobre el ambiente social en España, etc… Sólo les puedo decir que eran las suyas palabras clarividentes. Y me di cuenta que mi nueva situación jurídica nunca le fue obstáculo para seguir creyendo en este pobre hombre que les habla. Así, hasta pocos días antes de su muerte, en que me confiaba que editara las obras literarias aún pendientes de imprimirse, y el de ser enterrado, como me recordaría Don Juan Sánchez, en el cementerio de Bullas, este su pueblo natal que ahora quiere reconocerlo como uno de sus hijos predilectos. No fue posible cumplir por mi parte esos últimos deseos suyos, pero abrigo la esperanza de que todo se conseguirá, y, algún día, sus restos mortales volverán a esta tierra, tan próxima a la de la Virgen de las Maravillas de la que fue su loco cantor. 

Alfonso Gil González

ADIÓS A PEDRO LÓPEZ 


   Esa misma mañana, la de su óbito, tenía que juntarme con él y otro amigo para ensayar unos cantos. El amigo venía de Granada. Íbamos a cantar con motivo de un encuentro de compañeros de seminario. 
- ¿Cómo?, ¿que Pedro López ha muerto?
- Sí, amigo, falleció esta misma mañana, antes de amanecer. 
   Ese día fue un ir y venir, un llamar incesante anunciando la triste noticia: Pedro López ha muerto.
   Quienes hemos tenido la dicha de conocer -¡tantos años!- al maestro Pedro, ahora no hallamos palabras adecuadas para su panegírico. Nos falta el verbo de Demóstenes, de Bossuet, de Castelar, y todo cuanto podamos decir será injusto por breve o por prosaico. A la elocuencia que tal panegírico merece habría que unir la poesía de aquellos vates que él tan ávidamente leyó.
   ¡Oh dolor, éste mío, de no saber agradecer bastante lo que tanto nos legó don Pedro López! ¡O triste soledad la de este pueblo, que ya no lo verá andarse quedo, con un auricular en el oído, escuchando la más selecta música, o, simplemente, la transmisión de un partido! Mirada inteligente, humilde porte, a los demás atento, el respeto anunciaba y despedía su presencia. Hombre culto, cual ya no se ven por nuestras tierras.. Amaba la música y el pensamiento. Biblioteca andante. Organista de la Virgen. Impulsor de coros. Adalid teológico sin caer en la herejía. Se resistía a dejar la juventud y consiguió que nadie supiera los años que tenía. Ahora sabemos que cumplió setenta y cinco, como su mártir compañero y paisano Salvador Fernández, que se le adelantó tres días en su caminar por los cielos.
   Dichosos nosotros, los de Cehegín, que lo hemos visto, conocido y tratado. “Pedro, no fumes y no serás fumado”. Y él, cuya actitud servicial, como la de Salva, era evangelio viviente, te respondía con una sonrisa: “Yo me moriré por haber fumado, y tú te morirás a pesar de no fumar”. Y tenías que sonreír con él. Eso sí, en sus exequias, hubo de escuchar, desde el balcón de los ángeles, cómo el P. Emilio, su párroco, hablaba de la Pascua como una Sinfonía, y nuestros aplausos se humedecieron de lágrimas al darle un “¡hasta luego!” en el atrio conventual de su sempiterna infancia.

Alfonso Gil González 

Una necesaria y deseada visita

 UNA NECESARIA Y DESEADA VISITA


El primer fin de semana de este mes de noviembre, España recibió la visita de Su Santidad el Papa Benedicto XVI. Era una visita pastoral, es decir, como propia del Pastor que viene a compartir con la Iglesia española un doble acontecimiento: el jubileo jacobeo y la dedicación del templo de la Sagrada Familia como basílica menor. No era la visita oficial de un Jefe de Estado, porque es evidente que no fue invitado por el nuestro, ni su presencia parece fuera deseada por el gobierno socialista. Sí que es verdad que Papado de la Iglesia y Jefatura del Estado Vaticano se unen en una sola persona, pero, como digo, vino como Pastor y no, digamos, como Príncipe. Si los Príncipes le recibieron en Santiago y los Reyes en Barcelona, ello prueba, amén de corteses y bien educados, que se sentían orgullosos de pertenecer a la misma Iglesia de Benedicto XVI, al tiempo de representar a la España católica de a pie, que no podía, evidentemente, hacerse presente sino a través de la Radio y de la Televisión. Los reyes de España son conscientes de que, todavía, la inmensa mayoría del pueblo español está bautizada en la Iglesia Católica, incluido el presidente Zapatero, y de que ésta se siente Madre y Maestra de todos ellos, incluso de los que se jactan de apostatar o renegar de su fe.
Dicho esto, y perdóneme el lector(a) tan largo párrafo, el Papa es consciente de que España, desde que nos desgobierna el Gobierno, se ve abocada a un proceso de laicismo institucional y legal sólo comparable con aquel otro de la II República que, desgraciadamente, advino en guerra incivil. Era, por tanto, necesario que los católicos españoles notaran la cercanía, el apoyo y el estímulo de quien en la Iglesia es el sucesor de Pedro y, por tanto, el vicario de Cristo. Ni más ni menos. Cosa muy natural, si tenemos en cuenta los desvelos que le llevan a los buenos padres de familia el proteger a sus hijos de las malas compañías o de las perniciosas influencias de un ambiente poco recomendable. Quien negara esto, además de ignorante, sería estúpido.
Dijo el Papa que venía como peregrino a Compostela, porque él también quería hacer ese camino que, siglo tras siglo, han hecho y hacen los cristianos europeos –también la mayoría-, como medio de renovar la fe cabe el sepulcro del Apóstol que, curiosamente, se transformó en cuna de la propia Europa. Máxime, cuando él percibe, como casi todo el mundo, que algunos están empeñados en que el viejo Continente olvide sus raíces cristianas. Olvido loco y propiciado por insensatos, en su sentido gramatical, que olvidan que la Iglesia está implantada antes que ninguna otra institución humana, aparte la familiar, y que no hay excavación arqueológica en la que no aparezcan señales que prueban nuestra cultura cristiana desde hace veinte siglos. De manera que, cuando alguien escribe por ahí que la Iglesia es una “entidad privada”, dan ganas de echarse a llorar, al comprobar que quien tal escribe también es su hijo. Los hijos no dejan de serlo aunque se vayan de la casa paterna.
Seguidamente, el Papa se trasladó a Barcelona. Algunos grupos de sospechoso cariz intentaron boicotear su llegada. Los tales ya habían caído, previamente, en las redes gubernamentales, aceptando la designación de “cónyuge A y cónyuge B”, en lugar de esposo o esposa, o de “progenitor A y progenitor B”, suplantando al de padre o madre. Es decir, ya habían aceptado ese peligrosísimo paso de la ley para hacer desaparecer la familia. Aberrante intromisión estatal en una institución muy anterior al Estado mismo. Pero el Papa no venía a polemizar, sino a elevar a basílica una obra cumbre del genio y religiosidad de Antonio Gaudí; la Sagrada Familia de Barcelona. Un templo levantado a expensas de los católicos catalanes, que va a redundar en beneficio material y espiritual de todos, también de los no católicos.
Y esto me lleva a un tercer aspecto que hay que aclarar de una vez por todas. ¿Se han parado a pensar qué pasaría si la Iglesia dejara de atender las necesidades sociales y culturales de nuestro pueblo? No tendríamos crisis, no; tendríamos la más absoluta desolación y ruina que pudieran contemplar los siglos. Ella fue la que hubo de suplir al Imperio Romano con todas sus consecuencias. Ella, la que elevó la categoría del ser humano a su más alta dignidad. Ella, la que lo defiende contra todos los totalitarismos y esclavitudes. Ella, la que proclama la Verdad contra todo viento y tempestad. Ella, la que, a pesar de los fallos propios de sus representantes y apóstoles, orienta al mundo hacia la luz de la fraternidad, de la igualdad y de la libertad, y no esa pancarta histórica de la Revolución Francesa y de todas las demás revoluciones que han surgido del odio y para el odio entre los hombres.
Por eso ha venido el Papa Benedicto XVI y, por eso también, volverá en agosto de 2011, a ver si reacciona evangélicamente esta nuestra juventud, a la que la política quiere ganar con los ajos y cebollas de la más deprimente náusea.


Alfonso Gil González