Desde mi celda doméstica
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Nace la Fé

El nacer a la fe

Cristo de la Fe. Procesiona el Sábado Santo en Murcia. Foto cedida por Ricardo López Rubio

   A pesar de la diversidad de razas y situación económica distinta, podríamos afirmar que todos los hombres nacemos biológicamente iguales, del mismo modo. Las diferencias posibles son siempre accidentales.
   Así, con el nacer en la fe o a la fe. El “mecanismo” por el que despertamos a la vida creyente suele tener pareja condición en los seres humanos. Bastará ver cómo un hombre llega a la respuesta de su fe, para percatarnos de que esa manera es la única. También aquí las diferencias son puramente accidentales.
   Leyendo a Lucas 1, 5-25, uno tiene el modelo del nacer a la fe. Se puede ser bueno, honrado, cumplidor de las normas, incluso “religioso” o sacerdote, como Zacarías, pero no haber hallado la fe verdadera. Él la encontró por el único camino posible. Antes, era un hombre experimentado en la esterilidad de todo lo demás. Años y años ejerciendo una de las tareas más hermosas que un hombre puede realizar, pero totalmente débil e inmaduro para una intervención de Dios, siempre sorprendente, cuyo primer efecto, paradójicamente, es la misma incredulidad: “¿Cómo puedo estar seguro de eso?”
   ¡Qué verdad es que “la fe entra por el oído”! No se trata de que Dios me conceda lo que le pido, ni de que me dé pruebas incontestables o científicas, para saciar mi engreída racionalidad. Es algo tan simple como dar crédito a las palabras, a la Palabra de Dios en este caso.
   El ser humano pone su impotencia, su amarga experiencia, su deseo más profundo, su hambre... Pero viene Dios, y no porque le hayas llamado, y se presenta trastocando tus cálculos, saciando en demasía lo que tan raquíticamente anhelabas, aunque por otro medio, y te quedas “mudo”. Y ya el resto de la vida es una “espera”, no una ilusión, a que el dador de tal “don” vaya haciendo, a su manera, que la incipiente vida de la fe inquebrantable se desarrolle en medio de los que aún seguirán con otras “esperas” y con otros cálculos.
   Al final, “Juan es su nombre”. No vale el que los demás digan quién eres, o cómo debes mostrarte. La fe te lleva a ser tú mismo, es decir, lo que Dios proyectó que fueras desde toda la eternidad de su amor. Y del ser saldrá el hacer, del ser verdadero el hacer verdadero. Que lo demás es otra cosa. Cuando el esfuerzo humano se siente baldío, la intervención de Dios nos viene a recordar que suya es la iniciativa, que “no le buscaríamos, si no le hubiéramos encontrado” (San Agustín). Nacemos a la fe, cuando nuestro espíritu se percata de que su identidad se halla en el Espíritu de Dios, único, universal, origen y plenitud de todas nuestras ansias y de todas nuestras posibilidades de Bien.

Alfonso Gil González

 
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