Desde mi celda doméstica
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miércoles, 29 de abril de 2015

A la capital

A la capital



Estamos en 1967. Desde mi ordenación presbiteral, había recorrido conventos, residencias y pueblos en una labor pastoral digna de mención. Así, Teruel, Cehegín, Caravaca, La Almudema –donde hice mis primeros bautizos-, La Encarnación, Alcantarilla, Patiño, Ribera de Molina, Lorquí, Albacete, Hellín, Molina, Abarán, Cieza, Calasparra, Llanos de Molina, Bullas, Orihuela, Puebla de Don Fadrique, Castril y sus aldeas…  fueron lugares de mi preocupación, bautizando, casando, enterrando, predicando y celebrando la santa Misa. Y también estuve en Madrid, Vitoria, Burgos y Pamplona. En esta última, participando en la I Semana Nacional de Vocaciones.
Pasadas las fiestas patronales en mi pueblo, desde allí marché a Madrid, 18 de septiembre, a la Basílica de san Francisco el Grande, donde permanecería el curso 1967-1968. En Madrid iba a hacer un curso de pastoral en la sede de los Jesuitas de la calle Serrano, organizado por la CONFER. Desde la capital de España tuve la ocasión de salir de excursión al Valle de los Caídos, a Toledo, a Silos, etc… El director de ese instituto de pastoral me había nombrado bibliotecario. A veces, diferentes ponentes o profesores nos instruían en temas diversos, como familia o cine. Ese estudio intentaba compaginarlo con la labor de capellanía en algunos colegios religiosos –Jesús María, Hijas de la Caridad y Sagrado Corazón-. Aquellas niñas, hoy mujeres maduras, siguen reuniéndose anualmente para compartir la experiencia de los años.
En Madrid adquirí algunos libros que aún conservo, como el Vocabulario de teología bíblica, el Diccionario de textos sociales pontificios, y el libro de Pemán: Lo que María guardaba en su corazón, regalo éste de mi amigo y paisano Romera Molina, y un curso de inglés, por correspondencia, que impartía el Instituto INTER. Ellos perpetúan el recuerdo de mi primera estancia madrileña, y me traen a la memoria cuando RNE me grabó el Ángelus para emitirlo periódicamente a las doce de mediodía, o cuando comenté la Misa del 12 de octubre, con que la Guardia Civil celebraba a su maña Patrona, o cuando tuve la oportunidad de saludar al, entonces, Jefe del Estado y a su señora, dos días más tarde.
El Madrid de hace 40 años lo era para mí de autobuses y metros. Demasiada ciudad para recorrerla a pie. Pero, sin necesidad de tomar medio locomotor, podía fácilmente caminar hacia  la Plaza de Oriente, hacia la Puerta de Toledo o, de frente, hacia el barrio de La Latina. Cuanto rodeaba al cenobio franciscano era monumental y bello. En realidad, tras visitar las más importantes ciudades de España, he de reconocer que Madrid posee un atractivo especial. Toda ella es como un enorme museo, cuyas azafatas, sus gentes, poseen tal capacidad de atención y acogida que, como bien se sabe, nadie se siente extraño en la que, además, y por ese motivo también, es la capital de España.
No obstante el frecuente correo, recibido y enviado, y las innumerables visitas atendidas en el locutorio conventual, reconozco que mi trabajo más gratificante lo ejercí en el templo mismo de San Francisco el Grande desde el 1 de noviembre. De una de esas visitas salió el que, vísperas de Semana Santa del 68, tuviera que regresar a Teruel para predicar el Quinario a Ntro. P. Jesús. No salí nada satisfecho de aquellas prédicas, pero iniciaron mis primeros contactos con el mundo cofrade semanasantero. También acabé sin pena ni gloria el curso de pastoral. De modo que, no habiendo posibilidad de seguir en Madrid, al no cuajar el nombramiento de responsable de la JUFRA, me vine para estas tierras del sureste donde me esperaba todo un mundo de experiencias maravillosas.
Alfonso Gil González
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