Desde mi celda doméstica
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miércoles, 29 de abril de 2015

ADIÓS A PEDRO LÓPEZ 


   Esa misma mañana, la de su óbito, tenía que juntarme con él y otro amigo para ensayar unos cantos. El amigo venía de Granada. Íbamos a cantar con motivo de un encuentro de compañeros de seminario. 
- ¿Cómo?, ¿que Pedro López ha muerto?
- Sí, amigo, falleció esta misma mañana, antes de amanecer. 
   Ese día fue un ir y venir, un llamar incesante anunciando la triste noticia: Pedro López ha muerto.
   Quienes hemos tenido la dicha de conocer -¡tantos años!- al maestro Pedro, ahora no hallamos palabras adecuadas para su panegírico. Nos falta el verbo de Demóstenes, de Bossuet, de Castelar, y todo cuanto podamos decir será injusto por breve o por prosaico. A la elocuencia que tal panegírico merece habría que unir la poesía de aquellos vates que él tan ávidamente leyó.
   ¡Oh dolor, éste mío, de no saber agradecer bastante lo que tanto nos legó don Pedro López! ¡O triste soledad la de este pueblo, que ya no lo verá andarse quedo, con un auricular en el oído, escuchando la más selecta música, o, simplemente, la transmisión de un partido! Mirada inteligente, humilde porte, a los demás atento, el respeto anunciaba y despedía su presencia. Hombre culto, cual ya no se ven por nuestras tierras.. Amaba la música y el pensamiento. Biblioteca andante. Organista de la Virgen. Impulsor de coros. Adalid teológico sin caer en la herejía. Se resistía a dejar la juventud y consiguió que nadie supiera los años que tenía. Ahora sabemos que cumplió setenta y cinco, como su mártir compañero y paisano Salvador Fernández, que se le adelantó tres días en su caminar por los cielos.
   Dichosos nosotros, los de Cehegín, que lo hemos visto, conocido y tratado. “Pedro, no fumes y no serás fumado”. Y él, cuya actitud servicial, como la de Salva, era evangelio viviente, te respondía con una sonrisa: “Yo me moriré por haber fumado, y tú te morirás a pesar de no fumar”. Y tenías que sonreír con él. Eso sí, en sus exequias, hubo de escuchar, desde el balcón de los ángeles, cómo el P. Emilio, su párroco, hablaba de la Pascua como una Sinfonía, y nuestros aplausos se humedecieron de lágrimas al darle un “¡hasta luego!” en el atrio conventual de su sempiterna infancia.

Alfonso Gil González 

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