Desde mi celda doméstica
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jueves, 30 de abril de 2015

LA IGLESIA DE LOS SIGLOS IV Y V

La Iglesia en que creo
(II)


Como apuntaba anteriormente, el segundo encuentro de la Iglesia en la que creo se produjo con el Imperio Romano. La razón de su conflicto con Roma es que los cristianos nunca aceptaron la práctica del culto romano. Si, en un principio, se persigue a los cristianos confundiéndolos con judíos y sus pretensiones mesiánicas, ahora aparecen a los ojos del pueblo como seres extraños, aislados de la sociedad por sus costumbres. Y es que aquella primera Iglesia era un fuerte obstáculo, no sólo por no aceptar el culto al emperador, por ejemplo, sino porque propugnaba la igualdad de todos los hombres y el deber de compartir los bienes. Ahora bien, la persecución imperial, que la obliga a la clandestinidad, dio fuerza a esta Iglesia en la que creo.
Eso explica el cambio radical que se produce en el año 313 con el Edicto de Milán. Entra en juego la política, y ya no interesa al emperador Constantino gobernar de espaldas a esa realidad cristiana que se ha impuesto a pesar de las persecuciones de sus predecesores. Así, protegido políticamente con ayudas económicas y legales, el cristianismo se hace protagonista en las estructuras y en las leyes de la sociedad. Y, aunque esta situación privilegiada le acarreará a la Iglesia nuevos problemas, ella va a tratar de cristianizar una sociedad de costumbres poco éticas, introduciendo criterios evangélicos de defensa del pobre y del débil. Tan es así, que es en esta época privilegiada socialmente cuando surge el monacato, destacándose dos tipos de monjes: los anacoretas, que vivían solitarios, dedicados a la oración, a la ascesis y al trabajo manual; y los cenobitas, que buscaban el ideal evangélico de la comunidad. Estamos en el siglo IV.
Pero el crecimiento y masificación de la Iglesia, y la influencia del modelo de la sociedad civil, la obliga a una mayor organización, con un doble objetivo: asegurar la unidad entre los cristianos y garantizar la fidelidad al mensaje del Evangelio. Y empiezan a organizarse las comunidades en torno al obispo, asistido, a su vez, por presbíteros y diáconos. Cuando aparecía algún problema en la vida de la Iglesia, los obispos de las diversas comunidades se reunían en concilios o sínodos y tomaban determinaciones en común. Se consolidaba, poco a poco, una jerarquización eclesial que partía de las necesidades mismas de la comunidad cristiana. 
Comunidad ésta a la que se accedía por el Bautismo que, por sí, suponía un compromiso con el Evangelio y con la misma comunidad. Lo que implicaba un proceso de conversión, de instrucción y de candidatura, que culminaban en la vigilia pascual, en la que el neófito era bautizado y recibía una vestidura blanca para llevarla toda esa semana de Pascua. Al domingo siguiente –Dominica in Albis- soltaba ese vestido y se incorporaba de pleno derecho a la comunidad. Centro de la misma era la Eucaristía. Si se rompía o resquebrajaba ese compromiso bautismal, se celebraba el sacramento de la reconciliación, o de la Penitencia, que era pública y se concedía tras un largo período de expiación que, a veces, duraba toda la vida.
Con la vida de esta Iglesia, en la que creo, nace el pensamiento cristiano y, como consecuencia, la teología cristiana. Ya no había apóstoles de Jesús en el siglo II, pero la Iglesia tiene que afrontar los problemas que se le presentan: la organización y la autoridad, la polémica contra las calumnias y ataques de los paganos, el razonamiento contra las herejías, la situación de aquellos que, por miedo al martirio, había renegado de su fe y querían volver a la Iglesia, la catequesis… Todo ello iba configurando el proceso intelectual de la fe cristiana que, ya en el siglo III, tiene dos grandes focos de reflexión teológica, en Cartago y en Alejandría.
A lo largo de los siglos IV y V, esta Iglesia en la que creo vivió un período de dura polémica con la cuestión suscitada por la doctrina de Arrio, párroco de Alejandría, sobre la divinidad de Jesucristo, que el concilio de Nicea (325) zanjó de modo definitivo. Ahora hay por ahí algunos arrianos con el nombre de “testigos de Jehová”, pues creen que el Hijo es inferior al Padre y que el Verbo es una criatura del Padre. Pero la Iglesia, en la que creo, afirma, desde Nicea, que el Verbo no es creado, sino engendrado; de la misma naturaleza o sustancia del Padre; por tanto, Dios de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero. Luego, el primer concilio de Constantinopla (381) así lo ratificó, dando lugar a nuestro Credo actual, que recitamos en Misa. 
De esa verdad teológica sobre la divinidad de Cristo, nacía la no menos cierta sobre la maternidad divina de María. Pero el concilio de Efeso (431) hubo de condenar a Nestorio, entonces patriarca de Constantinopla. Y veinte años más tarde, el concilio de Calcedonia (451) dejó definitivamente fijada la confesión de fe cristiana sobre Cristo, al afirmar que éste tenía dos naturalezas, la humana y la divina, y no como decía el monje Eutiques: que su naturaleza divina anuló la humana. 
Y empezaba, así, la edad de oro de los llamados Padres de la Iglesia, tanto en Oriente (Atanasio, Basilio de Cesarea, Juan Crisóstomo) como en Occidente (Jerónimo, Ambrosio, Agustín). 
(continuará)

Alfonso Gil González

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