JORNADAS SOBRE LA FIGURA DEL PADRE FERMÍN
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EVOCACIÓN EN EL TIEMPO
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11 septiembre 2012
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Casa de Cultura de Bullas
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Muy buenas noches.
He de empezar dando las gracias al Rvdo. Don Juan Sánchez Pérez por haberme solicitado esta humilde participación mía en el merecidísimo homenaje al Padre Fermín. Gratitud que hago extensiva a Doña Francisca Caballero que, en nombre del Excmo. Ayuntamiento de Bullas, ratificó que un servidor, junto con mi compañero y amigo Manuel Gea Rovira, abriera estas Jornadas sobre la figura del Padre Fermín.
Dicho esto, quiero decirles que me siento muy cómodo aquí, entre vosotros, hombres y mujeres de Bullas, a quienes agradezco vivamente vuestra presencia, si bien lamento de antemano no estar a la altura de las circunstancias, pues Bullas y el llorado Padre Fermín merecen un orador más eximio.
Mis primeros recuerdos del Padre Fermín se remontan a principios de los 50 del pasado siglo XX. Yo era un niño que acababa de hacer la Primera Comunión. Estaba de monaguillo en el Convento de los Padres Franciscanos de Cehegín. Se celebraban, por entonces, aquellas famosas Misiones Populares, en que vuestro ilustre paisano participaba junto a otros grandes misioneros, como el famoso jesuita Padre Rodríguez, natural de Moratalla, o el también franciscano José María Navarro. Aquellas emotivas predicaciones, aquellos rosarios de la aurora, aquellas masivas confesiones calaron en mi infancia profundamente.
Para poderle emular, yo seguiría sus pasos ingresando en el Colegio Seráfico y tomando el hábito franciscano en el Monasterio de Santa Ana de Jumilla. Recuerdo que, en este alcantarino cenobio franciscano, los novicios cantamos un solemne funeral que el Padre Fermín presidió. Interpretamos la Misa de Requiem de Perosi. Seguramente para estimularnos, comentó el Padre Fermín que le hubiese gustado ser el muerto a quien tan bello “requiem” se cantaba. Pero con el tiempo entendí que nunca le hubiese gustado ser el muerto, pues la muerte le impresionaba de manera especial.
Mi tercer recuerdo ferminiano procede del curso 1963-1964, en que los frailes hacíamos la Teología en el Convento de Orihuela. El Padre Fermín era nuestro rector. ¿Sería justo decir que yo me llevaba especialmente bien con él? ¿Es de esta época cuando empezó a llamarme “su sobrino”? No viene al caso. Mas quiero resaltar dos anécdotas personales. Estábamos hablando con él sobre la teología mística, sobre la importancia del despego de las cosas, y él, viendo que yo insistía sobre la importancia de la “santa indiferencia”, va y me dice: “Pero eso en ti ¿es santa indiferencia o santa estupidez?”. Solía tener salidas de este tipo. Otra anécdota se refiere al apoyo que me prestó en el campo musical. Fuimos él y yo, en Orihuela, a visitar a un sacerdote enfermo, que era amigo suyo. Este sacerdote tenía en su casa un viejo violín, que me regaló al instante. Pues bien, el Padre Fermín no sólo aceptó que yo tuviera ese violín, sino que pagó las primeras clases que me impartiría en la portería del convento un profesor de violín de la Orquesta Sinfónica de Murcia. 25 pesetas costaba cada lección de violín. Para mis compañeros de curso y, desde luego, para mí, aquello fue algo que demostraba la apertura de corazón y el amor a la música y al arte en general del Padre Fermín. No en vano, en el Noviciado de Jumilla había unas palabras suyas, escritas en la pared, que decían: “Hemos renunciado a todo, menos a todo lo bello. Sólo es alma franciscana la que alberga el universo”.
Como mi curso marchó a Teruel a terminar la Teología, pues allí nos unirían con los de la Provincia Seráfica de Valencia, perdí la pista del Padre Fermín hasta el curso 1967-1968. Hacíamos en los Jesuitas de Madrid el Curso de Pastoral, aunque nosotros residíamos en San Francisco el Grande. Por aquel entonces ya empezaba a poderse cambiar el hábito o sayal por el traje negro del “cleryman”. Pues bien, recuerdo acompañar al Padre Fermín a una sastrería próxima a la Puerta del Sol, donde él y yo nos compramos, sombreros incluidos, los primeros trajes que usarían los frailes de esta Provincia Seráfica de Cartagena. Él se hospedaba en el convento de San Fermín de los Navarros de Madrid. Lugar que volví a visitar con el siguiente motivo.
Un día de verano estábamos tomando el fresco en el balcón pasadizo que comunicaba el viejo convento de Cehegín con el flamante nuevo Colegio. Yo me dedicaba al reclutamiento de niños para el Colegio Seráfico y disponía, para ello, de un coche sencillo para mis desplazamientos. El Padre Fermín quería que le llevara, como alguna otra vez hice, a su residencia de Madrid, donde él ampliaba estudios teológicos. Como digo, estábamos varios frailes tomando el fresco en ese balcón del convento de Cehegín. Yo tenía que marchar a Baza, y me era imposible acompañarle a Madrid. Cosa a lo que se ofreció el Padre Juan de Dios. En ese momento se me ocurrió decirles: “¿Veis el cementerio allá lejos? Acordaos de él cuando hagáis el viaje.” No sé por qué lo dije, esa es la verdad. Pero a la vuelta de aquel viaje en que se llevó a Madrid al Padre Fermín, el fraile que le hizo de chófer en un 600, moriría a la vuelta, en un triste accidente entre la Venta del Olivo y Calasparra. El Padre Fermín se refugió en su celda de San Fermín de los Navarros y, como pueden suponer, no quería ni verme, creyendo que yo, “su sobrino”, era un ave de mal agüero. De modo que tuve que subir a Madrid a consolarle y explicarle.
Otro de mis recuerdos del Padre Fermín gira sobre el empeño que él tenía de que su obra “Murieron los lobos” fuese representada. Nunca pude darle esa satisfacción. Pero su confianza en mí era ilimitada. Resultó que mi traslado a la Parroquia de San Antonio, en Alicante, en los años 70, coincidía con su marcha a Centroamérica. Alguien le había regalado un Seat 850 Coupé de color rojo, que él se resistía a llevar por considerarlo algo llamativo, y me lo dejó para ver si yo le daba giro en la capital levantina. Cosa que hice lo antes que pude, vendiéndoselo a un feligrés por 25.000 pesetas, cuyo importe habría de ir, por deseo del Padre Fermín, a los pobres más necesitados.
Cuando el Padre Fermín regresa de América, yo ya había tomado la decisión de contraer santo matrimonio, dicho sea de paso, con una santa mujer aquí presente. No solamente lo comprendió –él que me había sobrenombrado el Don Juan de las Almas-, sino que se alegraba enormemente cuando mi esposa y yo le visitamos en Cehegín, teniendo la deferencia de acompañarnos a la finca de Rompealbardas, donde fue nuestro confidente. Ese día, y otros muchos, hablé con él sobre la Iglesia, sobre el franciscanismo, sobre las vocaciones, sobre el ambiente social en España, etc… Sólo les puedo decir que eran las suyas palabras clarividentes. Y me di cuenta que mi nueva situación jurídica nunca le fue obstáculo para seguir creyendo en este pobre hombre que les habla. Así, hasta pocos días antes de su muerte, en que me confiaba que editara las obras literarias aún pendientes de imprimirse, y el de ser enterrado, como me recordaría Don Juan Sánchez, en el cementerio de Bullas, este su pueblo natal que ahora quiere reconocerlo como uno de sus hijos predilectos. No fue posible cumplir por mi parte esos últimos deseos suyos, pero abrigo la esperanza de que todo se conseguirá, y, algún día, sus restos mortales volverán a esta tierra, tan próxima a la de la Virgen de las Maravillas de la que fue su loco cantor.
Alfonso Gil González