UNA NECESARIA Y DESEADA VISITA
El
primer fin de semana de este mes de noviembre, España recibió la visita de Su
Santidad el Papa Benedicto XVI. Era una visita pastoral, es decir, como propia
del Pastor que viene a compartir con la Iglesia española un doble acontecimiento: el
jubileo jacobeo y la dedicación del templo de la Sagrada Familia como basílica
menor. No era la visita oficial de un Jefe de Estado, porque es evidente que no
fue invitado por el nuestro, ni su presencia parece fuera deseada por el
gobierno socialista. Sí que es verdad que Papado de la Iglesia y Jefatura del
Estado Vaticano se unen en una sola persona, pero, como digo, vino como Pastor
y no, digamos, como Príncipe. Si los Príncipes le recibieron en Santiago y los
Reyes en Barcelona, ello prueba, amén de corteses y bien educados, que se
sentían orgullosos de pertenecer a la misma Iglesia de Benedicto XVI, al tiempo
de representar a la España
católica de a pie, que no podía, evidentemente, hacerse presente sino a través
de la Radio y
de la Televisión. Los
reyes de España son conscientes de que, todavía, la inmensa mayoría del pueblo
español está bautizada en la Iglesia
Católica , incluido el presidente Zapatero, y de que ésta se
siente Madre y Maestra de todos ellos, incluso de los que se jactan de
apostatar o renegar de su fe.
Dicho
esto, y perdóneme el lector(a) tan largo párrafo, el Papa es consciente de que
España, desde que nos desgobierna el Gobierno, se ve abocada a un proceso de
laicismo institucional y legal sólo comparable con aquel otro de la
II República que, desgraciadamente, advino
en guerra incivil. Era, por tanto, necesario que los católicos españoles
notaran la cercanía, el apoyo y el estímulo de quien en la Iglesia es el sucesor de
Pedro y, por tanto, el vicario de Cristo. Ni más ni menos. Cosa muy natural, si
tenemos en cuenta los desvelos que le llevan a los buenos padres de familia el
proteger a sus hijos de las malas compañías o de las perniciosas influencias de
un ambiente poco recomendable. Quien negara esto, además de ignorante, sería
estúpido.
Dijo
el Papa que venía como peregrino a Compostela, porque él también quería hacer
ese camino que, siglo tras siglo, han hecho y hacen los cristianos europeos
–también la mayoría-, como medio de renovar la fe cabe el sepulcro del Apóstol
que, curiosamente, se transformó en cuna de la propia Europa. Máxime, cuando él
percibe, como casi todo el mundo, que algunos están empeñados en que el viejo
Continente olvide sus raíces cristianas. Olvido loco y propiciado por insensatos,
en su sentido gramatical, que olvidan que la Iglesia está implantada antes que ninguna otra
institución humana, aparte la familiar, y que no hay excavación arqueológica en
la que no aparezcan señales que prueban nuestra cultura cristiana desde hace
veinte siglos. De manera que, cuando alguien escribe por ahí que la Iglesia es una “entidad
privada”, dan ganas de echarse a llorar, al comprobar que quien tal escribe
también es su hijo. Los hijos no dejan de serlo aunque se vayan de la casa
paterna.
Seguidamente,
el Papa se trasladó a Barcelona. Algunos grupos de sospechoso cariz intentaron
boicotear su llegada. Los tales ya habían caído, previamente, en las redes
gubernamentales, aceptando la designación de “cónyuge A y cónyuge B”, en lugar
de esposo o esposa, o de “progenitor A y progenitor B”, suplantando al de padre
o madre. Es decir, ya habían aceptado ese peligrosísimo paso de la ley para
hacer desaparecer la familia. Aberrante intromisión estatal en una institución
muy anterior al Estado mismo. Pero el Papa no venía a polemizar, sino a elevar
a basílica una obra cumbre del genio y religiosidad de Antonio Gaudí; la Sagrada Familia de Barcelona.
Un templo levantado a expensas de los católicos catalanes, que va a redundar en
beneficio material y espiritual de todos, también de los no católicos.
Y
esto me lleva a un tercer aspecto que hay que aclarar de una vez por todas. ¿Se
han parado a pensar qué pasaría si la Iglesia dejara de atender las necesidades
sociales y culturales de nuestro pueblo? No tendríamos crisis, no; tendríamos
la más absoluta desolación y ruina que pudieran contemplar los siglos. Ella fue
la que hubo de suplir al Imperio Romano con todas sus consecuencias. Ella, la
que elevó la categoría del ser humano a su más alta dignidad. Ella, la que lo
defiende contra todos los totalitarismos y esclavitudes. Ella, la que proclama la Verdad contra todo viento y
tempestad. Ella, la que, a pesar de los fallos propios de sus representantes y
apóstoles, orienta al mundo hacia la luz de la fraternidad, de la igualdad y de
la libertad, y no esa pancarta histórica de la Revolución Francesa
y de todas las demás revoluciones que han surgido del odio y para el odio entre
los hombres.
Por
eso ha venido el Papa Benedicto XVI y, por eso también, volverá en agosto de 2011, a ver si reacciona
evangélicamente esta nuestra juventud, a la que la política quiere ganar con
los ajos y cebollas de la más deprimente náusea.
Alfonso Gil González