Desde mi celda doméstica
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miércoles, 6 de junio de 2018

MIS APUNTES PATRIOS... 98

La España decadente

Me gustaría escribir sobre este tema con paz en mi corazón y en mi ánimo. Y, desde ahí, poder decir que no me gusta cómo va España.
No voy a repetir lo de la corrupción política o económica, que todos saben y que todos -supongo- denuncian.
No voy a insistir en la ridiculez democrática, porque todo el mundo sabe a qué se puede llegar cuando la ambición es superior a la dignidad.
Ni siquiera voy a hablar sobre los independentistas catalanes que, como todo el mundo sabe, no son más que hijos pródigos que quieren marcharse de la casa paterna con la vana ilusión de que la felicidad les será garantizada fuera del amor y solidaridad con el resto de la familia patria.
Naturalmente, tampoco voy a hablar sobre el peligro que todo lo anterior conlleva, situando a nuestro Ejército, que es, entre otras cosas, garante de la unidad de la Patria, en una posición muy comprometida, dado que habrá de elegir si apoya a los traidores o si está de parte de la inmensa mayoría del pueblo español cuyo esfuerzo histórico ha conseguido para España la unidad, la grandeza y la libertad.
Voy a hablar de que mi Patria, que se llama España, está paulatinamente perdiendo su alma católica, que la configuró, que la hizo capaz de reconquistarse a sí misma y de aportar a la Historia humana un Mundo Nuevo, al que educó, como a sí misma, en los valores emanados del Evangelio y que, aún, son muy superiores a cualquier otro valor, pues no hay valor humano que no quede incluido en el anuncio evangélico.
Nada más dar el paso a la "democracia", se puso en cuestión la presencia de los crucifijos en las instituciones varias, como si el ejemplo de Aquel que dio su vida por todos -como diría Tierno Galván- fuera un peligro ni siquiera para uno solo. Después se cuestionó la asignatura de religión católica, porque se pensó que estudiar nuestras profundas raíces culturales y espirituales podría invadir la libertad de los descreídos que cada día iban en aumento. Luego se suplantó el juramento por el "prometo", como si una promesa sin fe tuviera más calidad que aquella que te compromete el alma toda...
Poco a poco, como queriendo ratificar las palabras infaustas de Azaña de que España había dejado ser católica, se procedió a dar paso al laicismo estatal, regional y municipal, y las autoridades de todos empezaron a avergonzarse de asistir a los actos religiosos propios del pueblo español. Y éste, a su vez, como quien despierta de una pesadilla, fue alejándose con sus autoridades de aquellos lugares y de aquellas prácticas que no  tienen otra misión que la de convocar a los hombres a la celebración de lo más espiritual y solidario del corazón humano.
Aquella España espiritual y festiva de nuestros mayores va haciéndose, por la triste indolencia de muchos de sus hijos, una España materialista y triste, en la que nuestros hijos, sus hijos, ya no maman de la alegre noticia que da la salvación integral del hombre, sino que lo hacen de la pereza y desidia, del hedonismo, de las drogas y del embrutecimiento intelectual, moral y espiritual. Una España que ya no sabe qué aportar, pues carente del Bien que le era propio, le falta la credibilidad necesaria para darlo a los demás. Y lo más triste, la Escuela y la Familia van de la mano para conseguir que a ningún español le quede, en poco tiempo, la más mínima esencia de su personalidad individual, social e histórica.
¿Cómo nos vamos a extrañar del abismo a que nos vemos abocados en lo político, en lo social, en lo educativo y en lo económico? Pero España tiene un alma que la hizo y la hace inmortal. Y es esta alma la que debemos mimar para no destruirnos, para no contemplar cómo se viene abajo un esfuerzo titánico de siglos, para no dilapidar la feliz herencia de nuestro Siglo de Oro, para no perder la hermosa armonía de una convivencia en la que todo lo bueno se torna posible, no cayendo en el error de la desintegración territorial, social, cultural y espiritual en la que todo lo malo anida y crece como elementos naturales del páramo seguro a que caminamos.

Alfonso Gil

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