JESÚS Y LA IGLESIA
Al buscar los orígenes de la Iglesia nos encontramos, en primer lugar, con Jesús de Nazaret. En Jesucristo está el fundamento y el sentido de la Iglesia, aunque la organización de las comunidades cristianas surja con posterioridad a su muerte y resurrección.
Uno de los datos más significativos recogidos en los evangelios es que la predicación de Jesús se centra en el anuncio del “reino de Dios”. Jesús no se limita a hablar de Dios, o de sí mismo, sino que el tema principal de sus enseñanzas es el “reino de Dios”.
La concepción de Dios como rey aparece ya en el Antiguo Testamento. Con ella se pretende expresar la relación entre Dios e Israel, una vez que el pueblo se ha establecido en la tierra prometida. Así podemos leerlo en el libro de los Jueces 8, 22-23. Esta misma concepción aparece también en los Salmos y en los Profetas (Salmos 11; 24; 47; 93; 95; e Isaías 6, 1-5 y Jeremías 10,10).
Las múltiples formas de esperanza que surgen entre los judíos, en el período anterior a la venida de Cristo, giran en torno a tres ejes fundamentales: “el mesianismo nacionalista”, “la visión cósmica y apocalíptica de la salvación” y “el restablecimiento del verdadero reino por el fiel cumplimiento de la ley”.
Ante la sorpresa de sus contemporáneos, Jesús anuncia la cercanía del reino esperado, pero la presenta con unas características tan radicales que no coincide con las esperanzas del pueblo. Estas características del reino que Jesús anuncia son fundamentalmente las siguientes:
· Frente a los “nacionalistas” que anhelaban un Mesías que los liberase del poder romano, Jesús anuncia la irrupción de un orden nuevo. Este nuevo estilo de vida supone la liberación de los pobres y marginados y una forma nueva de relación entre los hombres donde es posible amar incluso a los enemigos.
· Frente a la visión “apocalíptica” de Dios como Juez, Jesús presenta a Dios como padre misericordioso que ofrece siempre su perdón. En las enseñanzas de Jesús se nos revela constantemente el rostro compasivo de Dios, que quiere liberar a los hombres de sus pecados y esclavitudes.
· Frente a la pretensión de los “fariseos” de conseguir el reino por la estricta observancia de la ley, presenta un reino que es, sobre todo, don y gracia de Dios. El reino no lo podemos conquistar por nuestros méritos ni construirlo con nuestras propias fuerzas, sino que es preciso acogerlo y dejarlo crecer. Sólo podrá surgir el orden nuevo si los hombres aceptamos los valores del reino de Dios, cuyo eje consiste en la implantación de la soberanía del amor de Dios tanto en la vida de cada persona como en las formas de relacionarnos.
Alfonso Gil González