Capítulo IV
El año de Noviciado
Cumplidos los años de Bachillerato en el Colegio Seráfico, pasé con mis compañeros de curso al convento franciscano de Santa Ana del Monte, en Jumilla, para hacer el año de Noviciado, previo a la profesión religiosa. Dichos compañeros eran, apenas, media docena. La estancia en Cehegín fue la criba de un curso numeroso. Con ellos iniciaría, a mis 16 años de edad, el tiempo más feliz de mi vida: 1959-1960. El 27 de septiembre, a las 10 de la mañana, con toda solemnidad, se celebró la santa Misa, oficiada por el Padre Provincial. En ella tomaron el santo hábito: José Antonio Fernández Martínez, Alfonso Gil González, Pedro Rabadán España, Cayetano Ros Dólera, Francisco Torres Monreal, José Martínez Cano y José Luis Martínez Rodríguez. El Padre Provincial nos dirigió una fervorosa plática, estando presentes los familiares de los nuevos novicios. Esa tarde, ya casi de noche, se desencadenó una fuerte tormenta con gran aparato de truenos y relámpagos, según el cronista del Convento.
El convento en que hice el Noviciado es de estilo alcantarino, con celdas muy reducidas en las que sólo había lo imprescindible: una cama, una mesa y una silla. En ese convento-monasterio vivió san Pascual Baylón, cuya celda aún se conserva. También moraron en él hombres de tanta virtud como el beato Andrés Ibernón, el padre Juan Mancebón o Fray Cándido Albert. Este último, tan santo o más que los anteriores, residía en dicho convento cuando yo hice el Noviciado. Hermano lego, murió como vivió: santamente. Es difícil imaginar a alguien con más perfección o madurez cristiana.
En nada se parecía la vida del Noviciado a los años en Cehegín, ni a los posteriores a 1960. El convento, la iglesia y todo aquel entorno de montes y pinares invitaban continuamente al recogimiento, a la oración, a la sencillez, a la pobreza y a la alegría franciscana. Por eso, vuelvo a repetir, el año de mi Noviciado fue el mejor de mi vida.
Despreocupados de los estudios académicos, los novicios se dedicaban al estudio y vivencia de la Regla y de las Constituciones franciscanas. Madrugaban, rezaban en el coro, cantaban en la Eucaristía, ayudaban en algunos trabajos de la huerta, se “disciplinaban” lunes, miércoles y viernes y, a medianoche, interrumpiendo el primero y mejor de los sueños, se levantaban para cantar Maitines, para volverse a acostar posteriormente.
Todos los pasillos del convento estaban llenos de poesía orante, escrita en sus paredes, A mí me afectaba aquella que decía:
Serás perfecto novicio
de este santo noviciado,
viviendo en él no-viciado
y siendo en todo no-vicio.
Pero había otras de gran belleza y profundidad teológica. Amante de todo lo bello, me encantaba vivir allí. En realidad, aquel lugar es especial. Hasta el refectorio, que parece de película, donde hay una inscripción que atestigua cómo, un día, estando los frailes en el refectorio, se les apareció nuestro Señor y fue abrazándolos uno a uno.
El huerto es grande. En él se criaba de todo lo comestible. Dentro del mismo hay edificadas unas pequeñas ermitas, de diversa planta, donde los antiguos frailes se solazaban con el éxtasis de la oración y con el trato con Dios y sus ángeles. Se conserva en dicho huerto un ciprés, plantado por san Pascual, y una zarza que no tiene espinas. Y hay una fuente y una balsa para el riego. Lo que no hay son gorriones. Ni uno solo. Me dijeron que, en épocas pretéritas, había muchísimos gorriones por aquellos contornos. Un día, estando los frailes rezando en el coro, hicieron los citados pájaros tal ruido con sus desagradables cantos, que san Pascual les dijo que se marcharan de allí hasta que él los llamase. Y desaparecieron hasta el día de hoy, pues se ve que al santo no le dio tiempo de reclamar su presencia nuevamente.
La iglesia, como cualquier estancia del convento, es de reducido espacio. Desde el coro casi podrían apagarse las velas del altar mayor. En medio, pendiente del techo, un enorme Cristo crucificado. En una capilla lateral, está el “Cristo amarrao a la columna”, que es una impresionante talla de Francisco Salzillo, autor, también, de otra pequeña imagen del beato Andrés Ibernón. Bajo el suelo, el cementerio de los frailes.
Todo es sorprendente y espiritual en aquel convento que añoro y del que tengo grabado en el corazón cada rincón, cada imagen, cada letrero, cada detalle.
Mis padres fueron desde Cehegín a la toma de hábito y, al año siguiente, 1960, a mi profesión simple. Hasta 1967, sería llamado Fray Alfonso, pues nunca cambié mi nombre de bautismo. Era un joven piadoso, humilde, alegre, amante de las conversaciones espirituales. Mi gran obsesión: la presencia de Dios. Aún hoy, huyo de las conversaciones carentes de espiritualidad. Suelo decir que bondad, verdad y belleza son lo mismo. Como lo mismo son sus contrarios: maldad, mentira y fealdad.
El paso a la Filosofía
El año de Noviciado concluyó con la Profesión simple, que recibií el 3 de octubre de 1960. El número de mis compañeros se había reducido nuevamente. El pequeño grupo de nuevos profesos pasó al convento de Hellín, donde estudiaría los tres años de filosofía.
En Hellín, el número de de frailes franciscanos era sensiblemente superior al del monasterio jumillano, pues, además de los Padres que en aquel convento vivían y que harían de profesores, el “coristado franciscano” constaba de tres cursos de estudiantes. Yo volvía, así, a encontrarme con mis compañeros mayores de la época del Colegio Seráfico.
La zona conventual en que residían estos estudiantes franciscanos era un edificio nuevo, prolongado en L con el resto del convento. Las habitaciones o celdas eran individuales y estaban dotadas de lavabo para la higiene personal. En el Noviciado, los lavabos eran colectivos. El paso de Jumilla a Hellín, aunque corto en la distancia, supuso para mí y demás compañeros un cambio muy brusco. Se imponía la realidad de lo que era vivir en comunidad con frailes “normales”, con estudios serios, con un sistema de vida no tan rígido como en el Noviciado, pero queriendo asemejársele, para que el paso de lo uno –el edén- a lo otro –el desierto- no se hiciera traumático.
De no hacer nada, fuera de ser feliz en la paz y la oración, al estudio de las materias filosóficas escritas en latín, y de las que había que dar cuenta en latín, había un abismo. Eran piedras necesarias en la construcción formativa de los que avanzaban hacia el sacerdocio, pero eso: piedras. Al principio, su asimilación era más difícil. Poco a poco, la mente conseguía recuperar su estructura y adaptación al esfuerzo de la razón.
Me resistía a dejar el mundo espiritual que había vivido meses antes. Cuando llegaba la hora del estudio, cogía la asignatura correspondiente y me iba a la parte superior de la Capilla. Allí, frente al sagrario, en pleno silencio, el ambiente sobrenatural me ayudaba a aterrizar en lo prosaico de algunas materias.
Para alabanza de Cristo. Amén.