Capítulo X
Entre charlas y resfriados
En una de las visitas a Cehegín, asisto al duelo por la muerte de mi tío José, hermano de mi padre, que falleció el 10 de agosto de 1971.
En otra visita a Murcia, el padre provincial me hace ver algunos fallos en la promoción vocacional, y es que ni él ni yo nos dábamos cuenta de que se iniciaba la crisis de vocaciones con gran fuerza. Pensé que no había que insistir tanto en los niños, y sí en la juventud. Y hay que reconocer que tenía “gancho” para la juventud, especialmente femenina. Debió ser tal, que uno de los religiosos más respetados me llegó a decir que era el don Juan de las almas.
El 17 de agosto, asisto en las Claras de Hellín a la profesión simple de una chica tobarreña que, con el tiempo, llegaría a abadesa. Presidió el obispo de Albacete. Dos días más tarde, una pintora hellinera me hizo un retrato a carboncillo.
Agosto acabaría con un viaje a Salamanca para llevar a la Universidad a dos frailes franciscanos, que más tarde abandonarían la orden, y a un tercero, que llegó a ser ministro provincial. De vuelta de Salamanca, me detuve en Madrid algunos días, en el piso que la provincia seráfica de Cartagena tenía en la calle Federico Rubio 194, como residencia de los frailes que estudiaban en Madrid. Aproveché esos días para verme con la gente que conocía de cuando mi estancia en San Francisco el Grande. Y leí el “Diario íntimo” de Miguel de Unamuno.
Del 8 al 14 de septiembre, permaneco en Cehegín con motivo de las fiestas patronales, pues tenía que dirigir a la Banda Municipal de Música. De allí me movería a Caravaca de la Cruz y a Molina de Segura. El resto de septiembre lo pasé en Hellín, donde participé en el pequeño homenaje que le hicieron al padre Leonardo Peña, pariente de Valle Inclán, sus discípulos de inglés, entre los que me hallaba. Comimos en el Mesón del Moro, cerca de Cieza.
Octubre fue el mes más viajero. Recorrí pueblos, colegios y conventos, hablando del seguimiento a Jesucristo. Eso es lo que me preocupaba y eso es lo que me sigue preocupando: seguir a Jesucristo. Me ocupo en muchas cosas, pero esa es mi “gran preocupación”, aquello que da sentido a cuanto pienso, hablo o realizo. Cieza, Murcia, Torre Alta, Caravaca, Alcantarilla, Guadalupe (MU), Albacete, Villanueva de la Jara, Sisante, San Clemente, etc… son algunos de los lugares donde me entregué por completo a una predicación incansable.
El 17 de octubre, casé en la iglesia del castillo de Caravaca a unos parientes del esposo de mi hermana Pilar. Pero sería en Cuenca y en Belmonte donde mis charlas a la juventud y a las monjas de clausura me reportarían un efecto agridulce, al comprobar las reacciones distintas de unas y otras. Cuando regresaé a Hellín me tenían preparado un hábito nuevo. Del 4 al 11 de noviembre, doy ejercicios espirituales a las Clarisas de San Clemente. Guardo en mi “diario” el temario que fuí desarrollando cada día. Más de veinte exposiciones de temas profundos teológica y bíblicamente.
De vuelta al convento hellinero, soporté un resfriado de los míos. Dormía unas seis horas. El tiempo libre lo dedicaba a la escucha de música clásica y a hablar con los compañeros de comunidad. El catarro me vuelve a atacar a primeros de diciembre y me veo obligado a guardar cama. Un sacerdote me llevaría la Comunión cada día, desde el 3 al 14 de diciembre. A uno de los padres del convento le gustaba que yo tarareara la música clásica. Solía decir que mi oído musical era privilegiado.
Pero 1971 lo concluiría en Cehegín, en casa de mi madre, bajando a comer al molino de la huerta de mi cuñado Franco. Este lugar, con los años, sería visitado muchas veces por mi familia, pasando en él las vacaciones de verano, Navidad y Semana Santa. Es como nuestra segunda casa.
Lector empedernido
Mi segundo año en Hellín se abría con la visita que el ministro general de la orden hizo a Santa Catalina del Monte (3 de enero). Allí acudí el con los demás frailes convocados. El padre general habló de la importancia de los capítulos conventuales, y se manifestó optimista respecto al futuro. Se ve que no era profeta.
Nuevo viaje a Madrid y Salamanca. En Madrid hablo con una chica drogadicta. Como en su casa con su familia. Ella confiesa y me entrega el dinero, con que iba a comprar droga, para los pobres: seiscientas pesetas. Aunque a la joven en cuestión le fue muy dificultoso dejar ese mundo, lo consiguió posteriormente.
Yo dedicaba una gran parte del día a la lectura. En el mes de enero de 1972 terminé de leer el libro de Alberto Barrios “La espiritualidad en santa Teresa de Lisieux” y “El Principito” de Antoine de Saint-Exupery; “Cómo podemos orar” de Jorg Zink; y “el pensamiento religioso de Theilard de Chardin” de Enry de Lubac. Estoy convencido de que la facilidad que tengo para expresarme me viene de mi afán de leer y estudiar, sobre todo, lo relacionado con la teología. Por ejemplo, en febrero leí una obra muy amplia sobre la figura de Dietrich Bonhoeffer, titulada “una teología de la realidad”, cuyo autor es Andrés Dumas. A veces, los temas no son teológicos, como “La preguerra española en sus documentos”, de Fernando Díaz Plaja, o la del mismo autor “la guerra de España en sus documentos”. Algunos libros más me leí en este mes de febrero: “El Vaticano que cambia”, de Alberto Cavallari, y “Por qué perdimos la guerra”, de Carlos Rojas.
Los dos últimos días del mes y los dos primeros de marzo los pasé en Almería. Allí me entrevistaría con un sacerdote que se encargaba de encauzar a los niños hacia el seminario diocesano. Y allí pude contactar con un viejo amigo, que era brigada del Ejército. Y de Almería pasaría a visitar algunos pueblos de la zona, como El Egido y, más allá, Motril.
Cuando viajaba, si iba solo, no tenía ningún inconveniente en subir a mi coche a los que hacían autostop. Cualquiera podía subir al coche. Hay que tener en cuenta que, entonces, se usaba mucho ese modo de viajar, y yo mismo lo utilicé muchas veces. Desgraciadamente, hoy la gente vive un clima de desconfianza generalizada, debido a desgracias ocurridas por hacer autostop. Y, además, casi todo el mundo tiene vehículo propio.
En marzo vuelvo a dar ejercicios espirituales a los jóvenes del Instituto Técnico de Hellín. Los temas giran sobre la sexualidad, los sacramentos y la Iglesia. Eran unos cincuenta muchachos estudiantes. Dos días después, pasaría a Albacete para darlos en un Instituto de Enseñanza Media. Acabados estos, en la misma ciudad, di otra tanda de ejercicios espirituales para novios. Fe y conocimiento de Cristo fueron los temas centrales. En el ínterin de esos ejercicios, me leí dos libros: “Dios no puede morir”, de Heinz Zahrut, y “Helder Cámara”, de José González.
De regreso a Hellín, salí de viaje a algunos pueblos y siguo leyendo. Esta vez, “A la luz y bajo la sombra de Pío XII”, escrito por su médico personal Galezzi Lisi, y “la sacralización del sacerdote”, de la francesa Michele Aumont. Ya en abril, el libro que devoro es del Cardenal Suenens: “La corresponsabilidad en la Iglesia”. Después, de Enrique Soler, “De la resurrección de Jesucristo”.
Una rápida visita a Teruel, acompañado de un matrimonio, para celebrar con sus padrinos de Misa el 25 aniversario de sus Bodas. Y más viajes, casi tantos como en octubre del 71. Y más lecturas: “La dimensión perdida”, de Paul Tillich, y “La gracia de Dios en la Historia”, de Cahrles Davis. Y abril lo acabé en Almería, pues tenía que suplir a un sacerdote franciscano que estaba de ejercicios espirituales. En Almería terminé de leer “El cardenal Suenens y la aceleración de las reformas en la Iglesia”, de José de Broucker, y “Guía práctica de los Padres de la Iglesia”, de Hamman.
El 3 de mayo, de nuevo en Hellín. Ese mismo día, en Murcia, hubo una cuádruple colisión de vehículos –uno de ellos el que llevaba yo-. Por suerte no pasó nada y pude continuar.
El 13, hubo excursión de toda la comunidad a Cuenca y a la “ciudad encantada”. Me detuve unos minutos en Villalba, pues conocía allí a una familia.
Asiduo lector, continúo leyendo libros sobre historia de España y “Contemplación”, de Carlos de Foucauld, y, de Bultmann, “La interpretación del Nuevo Testamento”.
El 28 de mayo, las Montañeras de María de Albacete y Ciudad Real me invitan a ir con ellas a Despeñaperros. Tras una escalada odiseica, les celebré la Misa en la cima del monte.
El 30, nuevo viaje a Salamanca para llevar a unos religiosos, con quienes visito, además, Aldeadávila y Zamora. En Salamanca me hospedó en ISPE, donde residían los frailes estudiantes. Y allí recibí la visita de una joven almeriense, recién casada con un joven salmantino.
Dos libros leo en junio: “Destino Moscú”, de Alfonso Martínez Garrido, y “Vaticano II, el Concilio de la nueva Era”, de Enrique Rondet. Pero es el día 25 cuando me dedico al estudio de la taquigrafía, con la que escribo el “diario” correspondiente a estos últimos días de junio y el resumen del mes. Esa forma de escritura la fui intercalando para ir ejercitándome.
En julio vuelvo a hacer numerosos viajes, de los que hay que destacar el realizado hasta Almería, donde debí permanecer mientras se reunía en Hellín el capítulo provincial. Aprovecharía esa estancia, y los días de no viajar, para leer los siguientes libros: “Si Dios existiera”, de Helmut Thielich; “”Si conocieras el don de Dios”, de Jacques Loewe; “Mensaje de las Parábolas” de Lucien Cerfaux, y “La Iglesia de Cristo”, de Jacques Maritain. Para colmo, el matrimonio que me acompañó a Teruel, según he dicho, me regaló los “Comentaria in Scripturam Sacram”, en siete tomos, de Cornelio a Lapide, que se quedaron en la biblioteca conventual de Hellín.
En agosto viviría una experiencia muy gratificante. Hospedado en el convento de Clarisas de Sisante (Cuenca), daría unos ejercicios espirituales a un grupo de chicas –unas, provenientes de Madrid y otras del mismo Sisante- . Siete jóvenes que convivieron con las Clarisas en la primera semana de agosto. Dieciocho fueron las charlas o pláticas que les impartí en esos días, con temario esencialmente cristológico.
Para alabanza de Cristo. Amén.