Capítulo V
Trienio enriquecedor
El contacto con la calle era mínimo. En el Noviciado, nulo. Todo quedaba compensado con mayor número de compañeros. La música volvería a ocupar gran parte del tiempo libre, y los libros poéticos o de literatura volverían a ser leídos y comentados entre los más afines a los gustos míos. No se borraría la huella impresa en el Noviciado, pero, poco a poco, el acceso al mundo se realizaría imperceptiblemente: el canto, los conciertos, las procesiones, los paseos… Todo ayudaría a un proceso de adaptación a la vida real.
Entre los padres del convento y de sus compañeros sentía que era bien considerado o respetado: mi tendencia a la piedad, mi responsabilidad en la dirección coral, mi aspecto de joven formal y, al tiempo, extrovertido, me granjeaban buena opinión, que confieso no haber merecido nunca.
En este tiempo, 1960-1963, aconteció el fallecimiento de mi abuela materna, Maravillas González Molina, de 86 años de edad. Metida en la cama los tres últimos años de su vida, cuantos la conocieron hablan de ella como de una mujer dotada de virtudes heroicas, especialmente, la caridad. Su hija Maravillas, mi madre, la atendió pacientemente hasta su último momento. No pudo ir a su entierro, en Cehegín, y lo sintí mucho, pues sabía la ayuda espiritual que mi abuela me enviaba, cada día, en la oración fervorosa del santo rosario.
Ya en aquella época, entablé amistad con las monjas Clarisas de Hellín. Y todavía no pasamos por aquella ciudad sin ir a visitarlas. De hecho, es el convento de monjas que más me gusta. Me hubiera hecho ilusión tener una hija clarisa, pero también soy consciente de que la vocación sólo puede tenerla uno mismo y no ser impuesta. Sin embargo, que el nombre de mi hija es un tributo de admiración a la compañera de San Francisco y a las monjas Clarisas.
Los tres años de la filosofía, sin embargo, iban a pasar muy rápidamente para mí. En Hellín se desarrollaban muchas actividades. Yo ocupaba en todas ellas cierto protagonismo emanante de sus conocimientos musicales y de mi afición a las letras españolas. Me atraían, además, los oradores políticos de finales del XIX y principios del XX, cuando estos manifestaban públicamente su fe cristiana. Es decir, procuraba centralizar en lo religioso cuanto leía. Sin duda, esto me daba una personalidad peculiar.
En el coristado franciscano de filosofía había un nivel culturalmente alto. Se creó una revista de pensamiento, en la que cada cual podía escribir sus propios ensayos. Tenía difusión interna, pero era buena palestra para los que, como a mí, les gustaba hablar o escribir sobre temas de trascendencia.
Todos vestíamos el hábito franciscano permanentemente. El calzado consistía en sandalias de cuero con una sola tira sobre el pie. El pelo de la cabeza lo llevábamos cortado al cero, menos el cerquillo que, en forma de corona o anillo, rodeaba la cabeza por encima de las orejas. El hábito era de color pardo y, en invierno, nos poníamos una capa o manto del mismo color, sobrepuesto al hábito. En cambio, en los pies, ni calcetines, a no ser por enfermedad, vejez u otra causa razonable.
Primer año de Teología
Al cumplirse los años de filosofía en Hellín, mi curso dio el salto al convento franciscano de Orihuela (Alicante), donde haría el primer año de Teología. Fue mi maestro de teologado el padre Fermín María García, natural de Bullas (Murcia). La razón de estar sólo un año en Orihuela se debía a que los superiores provinciales de Murcia y Valencia habían acordado juntar a los estudiantes teólogos de ambas provincias franciscanas en el Teologado de Teruel, del que ya hablaré.
En Orihuela había, además, seminario diocesano y convento de capuchinos. Era una ciudad repleta de iglesias y curas. Estamos en el curso académico de 1963-1964. La estancia en el convento de Orihuela la valoro por recibir allí la profesión solemne, al cumplirse mis tres años de profesión temporal, y teniendo ya 21 años de edad. Ese día -16 de abril de 1964- recibi la visita de mis padres y hermanos. (Debo decir que, en la época de la filosofía, fuí visitado, de vez en cuando, por mis y algunos hermanos. Lo solían hacer en domingo. En la misma portería del convento comían conmigo arroz de conejo, plato preferido por mi familia paterna).
Aparte de la obligación del estudio teológico, me inicié, en la iglesia de este convento, en la labor de catequista. Niños y niñas del barrio de san Francisco se juntaba en ella, cada semana, para recibir la instrucción religiosa que les permitiera hacer su Primera Comunión. De alguna forma, iniciaba así mi tarea pastoral.
Junto a la tarea de catequista, comencé estudios de violín con un profesor de la Orquesta Sinfónica de Murcia, que iba semanalmente al convento para darme lecciones, que cobraba a veinticinco pesetas. Tuve la suerte de que, yendo a hacer una visita con el padre Fermín a casa de un sacerdote, amigo suyo, éste me regaló un viejo violín. Lógicamente, me interesé en su estudio para que el regalo no fuera inútil. Pero no avancé demasiado por falta de tiempo. El violín aún lo conservo y, aunque no sea auténtico, en su interior se lee: “Antonius Cremonensis faciebat anno 1725”. De mi afición a la música da constancia, también, el que fuera invitado al Casino de Orihuela, para asistir al recital que dio la arpista María Rosa Manzano que, con el tiempo, sería solista de la Orquesta Nacional.
Pero lo principal para mí es que, en este primer año de teología, recibí del señor obispo de Orihuela-Alicante las Ordenes Menores. Será en Teruel donde culmine mi carrera eclesiástica, según diré.
Para alabanza de Cristo. Amén.