Capítulo VII
Pastoral madrileña
Estamos en 1967. Desde mi ordenación sacerdotal, había recorrido conventos de monjas, residencias y pueblos, en una labor pastoral y vocacional digna de mención. Así, Teruel, Cehegín, Caravaca de la Cruz, la Almudema, Alcantarilla, Patiño, Ribera de Molina, Lorquí, Albacete, Hellín, Molina, Abarán, Cieza, Calasparra, Llanos de Molina, Bullas, Orihuela, Puebla de Don Fadrique, Castril y sus aldeas de Fátima, Los Chavos y Fuente Vera, La Encarnación… fueron lugares de mi preocupación sacerdotal, bautizando, casando, enterrando, predicando y celebrando la Eucaristía. Y también estuve en Madrid, Vitoria, Burgos y Pamplona. En esta última, participando en la I Semana Vocacional.
Ese año -1967- pasé las fiestas patronales en mi pueblo de Cehegín, y, desde allí, marcharía a Madrid, al Convento de San Francisco el Grande, donde permanecería el curso 1967-1968. Llegé a la capital de España el 18 de septiembre. En Madrid iba a hacer un curso de pastoral en la sede de la CONFER, o mejor, organizado por la Confederación Española de Religiosos en la sede de los Jesuitas, en la calle Serrano. Desde Madrid, saldría en excursión al Valle de los Caídos, al Retiro, a Barajas, a la Casa de Campo, a Vallecas, a Toledo, a Santo Domingo de Silos, etc… El director de ese Instituto de Pastoral me nombró como bibliotecario. A veces, diferentes ponentes o profesores nos ilustraban en temas diversos: familia, cine, etc… Recuerdo haber visto allí la película “El Coleccionista”, por ejemplo.
Ese estudio pastoral que hacía lo compaginaba con mi labor de capellanía en algunos Colegios: “Jesús-María” de las jesuitinas; el de las Hijas de la Caridad, cerca de San Francisco el Grande; el del Sagrado Corazón, también próximo. Todos ellos femeninos. Aquellas niñas, hoy madres y abuelas en su mayoría, me tenían un especial afecto, seguramente, porque me verían como a un fraile joven y atractivo, pero, además, porque era piadoso y buen director espiritual, según cuentan. Fue por aquel tiempo cuando encaucé hacia la vida religiosa a muchas jóvenes, cuyos nombres serían incontables: Clarisas y carmelitas en su mayoría.
Siempre he sido muy entrometido y comunicativo. Yo creo que se debe a mi voz y don de palabra el hecho de que la gente me escuche con atención. Por ejemplo, en mis conversaciones con alumnos, religiosos, seglares, pobres, enfermos… había en mí como una especie de magnetismo que, a decir verdad, aún conservo, pues hablo siempre con sinceridad y convicción. Por eso de la voz, estando en San Francisco el Grande, grabé el “Ángelus” para Radio Nacional de España, que lo emitía a las doce de mediodía. Y el 12 de octubre comenté la Misa de la patrona de la Guardia Civil, celebrada en dicha Basílica madrileña. Iglesia en la que oficié muchas veces la “Sabatina”.
Pero el principal ministerio que ejercí en San Francisco el Grande fue el de la Confesión. Solicité esa licencia el 25 de octubre y el 28 la tenía concedida. Sin duda, animado por el ejemplo del santo cura de Ars, me dediqué con toda el alma al sacramento de la reconciliación. De ese ministerio guardo en mi memoria algunas anécdotas que no me es posible comunicar, pero pienso que están relacionadas con mi innata capacidad para adentrarme en el alma humana. Inicié ese ministerio el 1 de noviembre de 1967, festividad de Todos los Santos.
En este tiempo madrileño recibí cartas y visitas. De la visita de mis padrinos de ordenación, José Soriano y Rosa Foj, vino el que regresara a Teruel para predicar el Quinario a Nuestro Padre Jesús, en vísperas de la Semana Santa de 1968. No salí muy contento de esas predicaciones.
Vuelto a Madrid, el curso de pastoral acabó sin pena ni gloria. Estaba deseando salir de Madrid, si allí no iba a tener más trabajo, sobre todo con la juventud. De hecho, el Provincial de Valencia me propuso para director-consiliario de la JUFRA –Juventudes Franciscanas-. Pero, al no cuajar la propuesta, volví lo antes posible a la provincia seráfica de Cartagena.
Primer destino
Efectivamente, concluido el año de pastoral en Madrid, se me trasladó a la parroquia de san Agustín, en Almería, en calidad de coadjutor. Es raro que no haya escrito nada de mi época almeriense, o, seguramente, estará extraviado. Aunque es difícil esto último, dado el orden que yo mismo me impongo en todo cuanto realmente me interesa: escritos, libros, música…
Cuando llegué a Almería, estaba de párroco el franciscano caravaqueño Juan Pedro Sánchez. Este fraile me tenía en grande aprecio, y no sería de extrañar que me reclamase para su parroquia. De obispo estaba Don Angel Suquía, que llegaría a ser cardenal y arzobispo de Madrid. Pronto, párroco y coadjutor se presentaron en su palacio para obtener las licencias de confesar en la dicha ciudad andaluza.
Almería es una ciudad blanca, con puerto de mar. Su patrona es la Virgen del Mar. Tiene alcazaba o castillo árabe. La parroquia estaba en la zona alta de la capital, aunque sociológicamente de clase media. Cerca, la plaza de toros y el barrio gitano. Cuando llegué, Almería olía a humedad y pobreza. En pocos días, ya había saludado a los feligreses y había tomado conciencia de mis obligaciones pastorales. Me atrajo, y me dio respeto, el barrio de los gitanos, en cuya capilla-cueva solía celebrar, cada domingo, la santa Misa, y confesaba en un improvisado confesionario. En la capilla-cueva cabrían unas cincuenta personas de pie. Poco a poco, los fue queriendo y, poco a poco, fueron queriéndome a mí.
Por aquel tiempo, eran muy famosos los Cursillos de Cristiandad. Me sirví de los cursillistas que había en la parroquia para fortalecer la fe de aquella gente. Incluso, meses después, participé en algún Cursillo como confesor. Había bastante movimiento en la vida parroquial, ya que el párroco era un hombre muy activo y se ganaba a la gente con su simpatía. Entre él y yo, aquella parroquia ya no podía dar más de sí. Incluso tenía un servicio gratuito de farmacia en los mismos salones parroquiales.
La iglesia era limpia y amplia, casi de estilo colonial. La afabilidad y disponibilidad de sus feligreses era la mejor garantía de éxito espiritual. Gente sencilla, alegre, dispuesta, cariñosa. Mi primer destino parroquial no podía ser mejor. En el mismo recinto conventual había colegio de niños. Los maestros eran competentes y muy comprometidos religiosamente, colaborando en las tareas de la catequesis. Hice buenas amistades entre los jóvenes. Sobre todo en Navidad, cuando muchos venían de estudiar en Granada. La parroquia era un continuo bullicio juvenil. Las familias más próximas también mantenían con ella más sólidos lazos de colaboración. El curso que estuve en Almería está plagado de anécdotas, de las cuales algunas merecen narración aparte
Como yo era, al mismo tiempo, el promotor vocacional de la Provincia Franciscana, y Almería caía en un extremo, se vio la conveniencia de que mi movilidad no se viera afectada, y se pensó que debería subir a tierras murciano-manchegas. Me llevaría de Almería un recuerdo imborrable y la convicción de que por ahí, por ese talante pastoral, valía la pena de ser y ejercer mi sacerdocio.
En alabanza de Cristo. Amén.