OCTAVA ESTACIÓN
Nada tengo de mí que pueda darte,
nada, Señor, excepto mis pecados;
lo demás son los bienes que, prestados,
me vienen cada día de tu parte.
Con mis ojos quisiera agradarte,
de vergüenza y en lágrimas bañados,
sabiendo que mis males perdonados
están por querer tan sólo amarte.
Lloran, sí, las mujeres a tu paso,
sin saber que merecen el tormento
que ellas y los suyos se ganaron.
Mas Tú les das amor y, por si acaso,
por que vivan, un día, tu contento,
les muestras la razón que equivocaron.
Alfonso Gil González