Adonías
(Hebreo: Adoniyah, Adoniyahuh, Yahveh es Señor; LXX: Adonias.)
Cuarto hijo del Rey David, nacido en Hebrón, durante la permanencia de su padre en dicha ciudad (1Rey. 1,5; 1 Crón., 3,1-2). No se sabe nada sobre su madre, Jagguit, excepto su nombre. Nada se sabe, asimismo, de Adonías mismo hasta los últimos días del reinado de su padre, cuando aparece repentinamente como competidor por la corona judía. El tenía entonces treinta y cinco años de edad, y era de hermosa presencia (1 Rey. 1,6). Desde la muerte de Absalón él ocupaba el primer lugar en la sucesión al trono en el orden de nacimiento, y como aumentaba la probabilidad de la muerte de su padre, naturalmente él acariciaba la esperanza de lograr la sucesión. Un hijo más joven de David, Salomón, sin embargo, se interponía en el camino de su ambición. El anciano rey había determinado nombrar como su sucesor a este hijo de Betsabé, en preferencia a Adonías, y éste último estaba bien informado de este hecho. Aun así, descansando en la pasada indulgencia de su padre, y mucho más en su presente debilitada condición, Adonías resolvió tomar el trono, sin despertar, sin embargo, ninguna oposición seria. Al principio él estableció un estado cuasi real, con carrozas, caballos y cincuenta lacayos. Como esta abierta declaración de su ambición no se topó con ningún reproche del demasiado indulgente rey, procedió a dar un paso más lejos. Ahora él se esforzó por ganar para su causa a los jefes de las fuerzas militares y religiosas de la nación, y de nuevo tuvo éxito en su intento. Joab, el más viejo y valiente de los generales de David, y Abiatar, el más apto y más influyente de los sumos sacerdotes durante el reinado de David, accedieron a estar a su lado. Fue sólo entonces que, rodeado de un partido poderoso, se aventuró a dar lo que parecía ser prácticamente el último paso hacia el trono. Intrépidamente invitó a un gran banquete en la vecindad de Jerusalén a todos sus seguidores y a todos sus hermanos, excepto por supuesto a Salomón, para ser proclamado rey.
La fiesta sacrificial se llevó a cabo cerca de la fuente Roguel, al sureste de la Ciudad Santa, y todo parecía presagiar un completo éxito. Es evidente, sin embargo, que Adonías había malinterpretado el sentimiento público y había sobreestimado la fuerza de su posición. Tenía formidables oponentes en el profeta Natán, el sumo sacerdote Sadoc y Benaías, el valiente jefe de la veterana guardia personal; y al alejarse de Jerusalén había dejado al viejo y debilitado rey sujeto a sus influencias unidas. Aprovechando rápidamente la oportunidad, Natán convenció a Betsabé de recordarle a David sobre su promesa de nombrar a Salomón como su sucesor, y de informarle sobre las últimas actuaciones de Adonías. Durante su entrevista con el viejo gobernante, Natán mismo entró, confirmó el informe de Betsabé, y obtuvo para ella la reafirmación solemne de David de que Salomón sería rey. Actuando con un sorpresivo vigor, David convocó enseguida a su presencia a Sadoc, Natán y Benaías, y les ordenó llevar a Salomón sobre la mula real a Guijón (probablemente la fuente de la Virgen), y allí ungir y proclamar al hijo de Betsabé como su sucesor. Sus órdenes fueron cumplidas rápidamente: el ungido Salomón regresó a Jerusalén entre los vítores entusiastas de la gente, y tomó solemne posesión del trono.
Mientras tanto, el banquete de Adonías había llegado al final tranquilamente, y sus invitados lo iban a proclamar rey, cuando un sonido de trompetas sonó en sus oídos, causando que Joab se preguntara qué significaba. De pronto, Jonatán, hijo de Abiatar, entró y dio un relato detallado de todo lo que había sucedido en Guijón y en la Ciudad Santa, tras lo cual todos los conspiradores emprendieron la huída. Para asegurar su inmunidad, Adonías escapó hacia el altar de los holocaustos, levantado por su padre en el Monte Moria, y se colgó de los cuernos, reconociendo la dignidad real de Salomón, y rogando al nuevo rey que jurara que le perdonaría la vida. Salomón simplemente empeñó su palabra de que Adonías no sufriría ningún daño, con la condición de que en lo futuro permaneciera leal en todos los asuntos. Ciertamente esta fue una promesa magnánima de parte de Salomón, pues en el oriente el intento de Adonías de apoderarse del trono era punible con la muerte. Así perdonado condicionalmente, Adonías dejó el altar, hizo una reverencia al nuevo monarca, y se fue a su casa sin peligro. (1 Rey. 1,5-53).
Naturalmente se podría esperar que después de este completo fracaso de sus esfuerzos ambiciosos, Adonías estaría satisfecho en la oscuridad pacífica de su vida privada. Salomón poseía ahora el poder real, y aunque su primer uso de él había sido un acto de clemencia hacia su rival, difícilmente se podría suponer que él trataría con la misma indulgencia un segundo intento de Adonias de conseguir la corona. La gratitud, fidelidad y la debida consideración a su propia seguridad, sin embargo, podrían haber sido la causa de que Adonías renunciara a sus ambiciosos sueños. Parece, sin embargo, que él vio el acto de clemencia de Salomón como una señal de debilidad, y pensó que él podía ser más exitoso en otro intento de llegar al trono. De hecho, inmediatamente después de la muerte de su padre el hábilmente pidió, por conducto de Betsabé, la reina madre, el permiso para casarse con Abisag la sunamita, una de las esposas del difunto monarca. La petición fue hecha con la intención de reafirmar su reclamo a la dignidad real, y basándose en la supuesta debilidad de carácter de Salomón, el cual no se atrevería a negarle su pedido. Pero de nuevo los hechos probaron cuán equivocado estaba en sus cálculos. Apenas su pedido llegó a oídos de Salomón, la ira del rey estalló contra la alevosía de Adonías. Con el más solemne juramento el rey declaró a Adonías digno de muerte, y sin la más pequeña demora la espada de Benaías ejecutó la sentencia real (1 Rey. 2,13-25). Así pereció Adonías, víctima de su propia atolondrada ambición. El relato bíblico de sus vanos esfuerzos por despojar a Salomón del trono, el cual Dios había destinado expresamente para él, (2 Sam. 7,12-16; 1 Cron. 22,7-10), nos enseña cómo la Divina Providencia señorea sobre los ambiciosos proyectos del hombre. Es un modelo de narración intensa y de perfecta fidelidad a la vida oriental. En particular, si en ningún momento culpa a Salomón de ser excesivamente severo en imponer la muerte a Adonías, es porque, según las creencias orientales, la conducta de este último merecía completamente dicho castigo.
Adonías el Levita: Uno de los levitas enviados por el rey Josafat a enseñar a la gente en las ciudades de Judá. (2 Crón. 17,8).
Fuente: Gigot, Francis. "Adonías." The Catholic Encyclopedia. Vol. 1. New York: Robert Appleton Company, 1907. <http://www.newadvent.org/cathen/01146b.htm>.
Traducido por Luz María Hernández Medina y Patricia Reyes.
Corrección textual y selección fotográfica: Alfonso Gil