Desde mi celda doméstica
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martes, 2 de junio de 2015

FOLERCILLAS ALFONSINAS (Capítulo Sexto)



Capítulo VI


La ciudad turolense

Como dije, los superiores habían determinado reunir a los teólogos de las provincias franciscanas de Valencia y Murcia en Teruel. Aquí pasaría los tres últimos años de mi carrera, previos a la ordenación sacerdotal que tanto deseaba. Teruel, entonces, en los años 1964-1967, era una ciudad de tamaño medio, más bien pequeña para ser capital de provincia. Su fama le venía por varios aspectos: el frío, el recuerdo trágico de la guerra civil, el jamón, los “amantes”, la plaza del torico, el viaducto, el seminario diocesano… Para mí será una ciudad encantadora, pues en ella conseguí lo que más deseaba en el mundo: el sacerdocio.
El convento en que residía se llamaba de San Francisco. Bastante grande. Su iglesia era de estilo gótico, amplia, sencilla, fría y alta, con un coro dotado de órgano de fuelles que sonaba muy bien. En este coro, y siguiendo su trayectoria musical, canté y dirigí, pues todos aquellos nuevos compañeros reconocían mis especiales dotes para la música, a pesar de que entre los valencianos los había muy preparados en el bello arte. Yo era invitado, de vez en cuando, a cantar en el coro de la catedral turolense que, por cierto, es un templo bellísimo, de estilo mudéjar, con un artesonado único en su estilo y género. Pero, ¡volvamos al convento!



El convento está situado a la salida hacia Zaragoza, en el margen derecho de la antigua carretera. La zona ocupada por los estudiantes teólogos tenía una biblioteca, con material dedicado al cine y a la política, además de literatura, filosofía y teología. Estaba en ella casi toda la obra completa de Juan Vázquez de Mella, que me leí con avidez. Eran algunas decenas de tomos sobre su oratoria, sólo superada por la de Emilio Castelar. Vázquez de Mella solía veranear en tierras cehegineras.
El Teologado tenía una capilla u oratorio estrecho y alargado. Parecía una especie de vagón de tren. Allí acudía con mis  compañeros para el rezo del Oficio Divino y para la celebración de la Santa Misa. Claro que, debido a esa estrechez, ibamos con más frecuencia al coro de la iglesia conventual, desde donde la liturgia sonaba a gloria.
Observador y amante del arte, me gustaba la arquitectura turolense. Me llamaban la atención sus torres mudéjares, de ladrillo rojizo, y demás construcciones en parecido estilo. Pero lo que más valoré, y ejercité, fue la amistad con sus gentes, que me sirvió de maravillosa escuela para la decisión que, años más tarde, habría de tomar. Sobre todo, la amistad con dos familias próximas al convento, que vivían en un bloque de casas, llamado “la colmena”. Yo era un familiar más entre aquellas personas, y aún  conservamos un imborrable recuerdo. Una de esas familias vivía de la fotografía. El padre era un buen profesional, al que ayudaban sus hijas mayores. Seis hijos tenía. Era, además, el fotógrafo oficial en la iglesia del convento. 
La otra familia era menos numerosa. Se inició la amistad a través de su hijo, que era un estudiante inteligente, bueno y educado. Su madre había sido operada de un tumor, y su hijo llevó me a su casa para que le ayudara espiritualmente. La madre se curó completamente de su grave enfermedad. Con el tiempo llegaría a ser la madrina de mi ordenación sacerdotal.

Vida en Teruel

En verano, solía utilizar una bicicleta prestada, con la que, junto a algunos compañeros, iba de paseo a Albarracín. Si pensamos que llevaba puesto el hábito, el ir en bicicleta hasta ese bellísimo lugar, a unos 30 km. de la capital, tenía su mérito. Como no era menos meritorio el hecho de tener que presentarme al Conservatorio de Valencia, por libre, para convalidar mis estudios de música. Iba y venía en auto-stop. La idas a Valencia llegaron a ser relativamente frecuentes.
Entre mis compañeros de Teruel había uno al que le gustaba muchísimo el teatro. Organizó varias obras y siempre contó con mi participación. Una de esas obras se titulaba “La ciudad sin Dios”, en la que hice de comisario político. Las botas me las prestaron en el cuartel de la guardia civil, uno de cuyos agentes era padre de uno de los frailes del convento.
Puesto que en Teruel había religiosos terciarios capuchinos, franciscanos y seminaristas diocesanos, a veces, se juntaban los cantores de esas comunidades para enriquecer algunas celebraciones litúrgicas. Yo solía dirigir el coro. Eso me permitió hacer amistad entre ellos.
Un día, se presentó a verme mi padre Juan. Estaba interesado en conocer las amistades extraclaustrales de su hijo Alfonso. Siempre fue mi padre un fuera de serie. Se hospedó en el hotel Turia: eso le daba libertad de movimiento. Las familias que visitó quedaron cautivadas por su inteligencia y personalidad. Y se volvió a Cehegín tan contento. Poco después, la enfermedad minaría su salud de forma inmisericorde. Debido a ello, tuve que bajar a Murcia, al Hospital Provincial, para cerciorarme, por desgracia, de que su enfermedad le llevaría, meses más tarde, a la tumba.
Solicité se le adelantara el diaconado, que recibí en Valencia, en la celda del obispo franciscano León Villuendas Polo que, a causa de su edad y ceguera, había dejado recientemente de ser el obispo de Teruel. Dicho obispo fue visitado varias veces por los teólogos franciscanos, entre los que me encontraba. Era un hombre afable, alegre, sencillo, un verdadero franciscano que, más joven, no tenía inconveniente en jugar con los chiquillos en las calles turolenses.



El día tan ansiado

Por fin, el 11 de marzo de 1967, el obispo de Teruel, Don Juan Ricote Alonso, me confirió el Presbiterado en la capilla del Seminario Diocesano. Tenía recién cumplidos los 24 años de edad. De  familia subieron, desde Cahegín, algunas de mis hermanas, y fue mi hermana María la que me regaló el cáliz para la Misa. Mi madre no pudo asistir a causa de la enfermedad de mi padre.



Así, pues, y por motivos que solamente la Providencia conoce, recibí, en solitario, la Primera Comunión, en Cehegín, la Profesión Solemne, en Orihuela, el Diaconado, en Valencia, y el Sacerdocio Ministerial, en Teruel. Lógicamente, mi Primera Misa Solemne la celebré en la iglesia conventual de Teruel, el día 19 de marzo de ese mismo año, rodeado de la comunidad franciscana, de mis compañeros de teología, y del afecto de mis muchas amistades. Sería el 27 de marzo cuando celebraría mi primera Misa en Cehegín, estando presentes mis padres y haciendo de padrinos mis hermanos pequeños, Juan Pepe y María del Carmen. Predicó el franciscano, P. Juan Pedro Sánchez. La Misa estuvo concelebrada por los demás sacerdotes del convento ceheginero.

Veinticinco días más tarde, el 22 de abril, fallecía mi padre, tras recibir el Viático y la Unción de enfermos. Yo, que tras la Primera Misa de aquel Lunes Santo, había regresado a Teruel para continuar mis estudios teológicos, tuve que bajar nuevamente a Cehegín para asistir a la Misa “corpore insepulto” y al entierro de mi padre, que partía de este mundo al cielo tras ver a su hijo Alfonso como sacerdote. En un taxi, que alquiló Rosa Foj, mi madrina de Teruel, viajé esa tarde y noche para dar el último adiós a quien tanto quise y a quien tan poco le gocé en la tierra.
Mi padre, perseguido por su fe en tiempos difíciles y trágicos para España, había llevado una vida sencilla y trabajadora, junto a mi madre, y ambos habían tenido nueve hijos, educándolos en la misma fe y doctrina de la Iglesia Católica.
Una vez más, yo regresaría a Teruel y, esta vez, para terminar felizmente mis años de Teologado, en aquel verano tan cargado de emociones y en aquel año de 1967.

En alabanza de Cristo. Amén.

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