Desde mi celda doméstica
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viernes, 15 de mayo de 2015

CARTA A SAN JUAN PABLO II





Cehegín, 1 de junio de 2000.
                                                                              S.S. JUAN PABLO II

                                                                               Ciudad del Vaticano


                                           Santidad: PAZ y BIEN.
                                           Es sumamente grato a este presbítero de la Santa Iglesia Católica el mostrarle mi agradecimiento por las palabras dirigidas por Su Santidad al clero de Roma, el pasado 9 de marzo de 2000, con ocasión de la celebración del Jubileo por parte de esa su Diócesis.
                                           Aunque no puedo estar de acuerdo con las palabras “los que han abandonado el sacerdocio”, pues es claro y patente que, en la mayoría de los casos, lo que han solicitado los sacerdotes ha sido simplemente la dispensa del “celibato”, no obstante, reconozco que sus palabras de “diálogo y encuentro manifiestan la voluntad de recorrer con provecho y entrega las sendas de la comunión y de la reconciliación.”
                                           Ciertamente, Santo Padre, si hay algún problema dentro de la Iglesia, es éste sangrante de miles y miles de sacerdotes que, por optar por la recepción de un nuevo sacramento –el Matrimonio- se ven privados de su condición, quedando relegados a algo menos que los simples fieles cristianos, pues ni siquiera tienen acceso a la colaboración que éstos justamente adquieren en la comunidad cristiana, por ejemplo, el diaconado permanente.
                                           Santidad, está muy bien que pida y pidamos perdón por los pecados del pasado. Pero sería muy triste que viniera otro Papa a pedir perdón por este pecado incomprensible de excluir del ministerio a tantos y tantos sacerdotes, cuando, en realidad, sabemos que el estar casados era condición neo-testamentaria. ¿Cómo pedir a Nuestro Señor suscite vocaciones, al tiempo que despreciamos las que tenemos, y no por apartarse de la fe católica, precisamente, sino por ser consecuentes con la propia conciencia? Reconozca, Santidad, que Nuestro Señor Jesucristo no sólo no los desprecia, sino que le duele se pueda prescindir de los que Él mismo llamó a su ministerio. 
                                           Estoy convencido, yo que trabajo en tantos frentes para la recuperación de los presbíteros casados, que su exclusión del ministerio pastoral es un escándalo para la Iglesia y para el mundo. Si predicamos que el matrimonio es un sacramento, es más, que es la referencia sacramental del amor de Cristo a su Iglesia, ¿no le parece, Santidad, que es una grave contradicción prohibirlo a los que tales verdades predican? Hoy, que tan necesitados estamos de matrimonios y familias verdaderamente cristianas, ¿no cree, santo Padre, que los presbíteros deberían, también en esto, ser verdaderos ejemplos a la comunidad cristiana y al mundo? Si predicamos una cosa y vivimos otra, ¿dónde está nuestra credibilidad? Como sucede a los cristianos en general, el matrimonio debería ser, al menos, una opción legítima para sus presbíteros.
                                         Perdone, Santidad, que me haya atrevido a recordarle lo que sabe de sobra. Bien dice en el citado discurso que “un presbiterio unido y concorde, capaz de trabajar en común, constituye un testimonio elocuente para los fieles y multiplica la eficacia del ministerio.” De nada, o casi de nada, sirve el resolver problemas más o menos importantes, si se queda sin resolver el más grande de los que actualmente tiene la Iglesia. Hágalo cuanto antes, Santo Padre. No es voluntad del Señor queden sus discípulos a la deriva de la marcha eclesial. Citándole nuevamente, en sus palabras al clero romano, “la reconciliación con el Señor y la comunión recíproca abren nuevas posibilidades de encuentro con quienes esperan de nosotros, pastores de la Iglesia, señales de atención y de especial desvelo pastoral.”
                                         Como hijo fidelísimo y hermano en el sacerdocio de Cristo, le suplico humildemente su bendición.





                                                                   Alfonso Gil González
                                                                  

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