Desde mi celda doméstica
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sábado, 2 de mayo de 2015

CONVENTO DE SANTA ANA DEL MONTE


Convento de Santa Ana del Monte


La estancia en Cehegín fue la criba de un curso que se inició con sesenta o setenta alumnos, de los que sólo media docena iríamos a Santa Ana del Monte, en Jumilla. El convento del noviciado es de estilo alcantarino, con celdas muy reducidas en las que sólo había lo imprescindible: una cama, una mesa y una silla. En ese monasterio vivió san Pascual Baylón, cuya celda aún se conserva. Y también moraron en él hombres de tanta virtud como el beato Andrés Ibernón, el P. Juan Mancebón y Fray Cándido Albert. Este último, tan santo o más que los anteriores, residía en dicho convento cuando yo estaba allí. Hermano lego, murió como vivió, santamente. Había otro Hermano, de apellido Calabuig, que era el hortelano y que, como san Pedro de Alcántara, “parecía estar hecho de raíces de árboles”, pues tal era su fortaleza, ya anciano, y su laboriosidad.
En nada se parecía la vida del noviciado a los años en Cehegín ni a los posteriores. El convento, la iglesia y todo aquel contorno de montes y pinares invitaban continuamente al recogimiento, a la oración, a la sencillez, a la pobreza y a la alegría franciscana. Despreocupados de los estudios académicos, los novicios nos dedicábamos al estudio y vivencia de la regla y de las constituciones franciscanas. Madrugábamos, rezábamos en el coro, cantábamos en la Eucaristía, ayudábamos en algunos trabajos de la huerta, nos disciplinábamos los lunes, miércoles y viernes, y, a media noche, interrumpiendo el primero de los sueños, nos levantábamos para cantar maitines. 
Todos los pasillos del convento están llenos de poesía orante, escrita en sus paredes. Algunas, de gran belleza y profundidad teológica. En realidad, aquel lugar es especial. Hasta el refectorio, que parece como ese de la película Marcelino, pan y vino. Hay allí una inscripción que atestigua cómo, un día, estando los frailes en el comedor, se les apareció Nuestro Señor y fue abrazándolos uno a uno. El huerto es grande. En él se criaba de todo lo comestible. Dentro del mismo hay edificadas unas pequeñas ermitas de diversa planta, donde los antiguos frailes se solazaban con el éxtasis de la oración y el trato con Dios y sus ángeles. Y hay una puerta que usaba el beato de Alcantarilla, que fue portero del convento. Se conserva en dicho huerto un ciprés plantado por san Pascual, y una zarza que no tiene espinas. Y hay una fuente y una balsa para el riego.
Lo que no había eran gorriones. Ni uno solo. En épocas pretéritas los hubo en gran cantidad, pero, estando los frailes rezando en el coro, hicieron los pájaros tal ruido con sus cantos, que uno de aquellos santos monjes les dijo que se marcharan de allí hasta que él los llamase. Ya es proverbial que los gorriones son los que mejor comen y peor cantan. Y desaparecieron hasta el día de hoy. La iglesia, como cualquier estancia del convento, es de reducido espacio. Desde el coro casi podrían apagarse las velas del altar mayor. En medio, pendiente del techo, un enorme Cristo crucificado, que intentaron fusilar los rojos en la guerra del 36, pero que no lo consiguieron, huyendo despavoridos. En una capilla lateral, el Cristo amarrado a la columna, impresionante talla de Salzillo, autor también de otra pequeña imagen del beato Ibernón. Todo es sorprendente y espiritual en aquel convento de Santa Ana del Monte. Cada rincón, cada imagen, cada letrero, cada detalle invita a volver, a fin de que la brevedad de la vida, por unos minutos, se detenga en la eternidad de aquel recinto inmarchitable.

Alfonso Gil González

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