Desde mi celda doméstica
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miércoles, 6 de mayo de 2015

HOMILÍA CARMELITANA


Homilia carmelitana


20 de enero. Asilo de Caravaca. Dos de las monjitas que lo atienden celebran sus bodas de oro de vida religiosa. Hay mucha feligresía en la amplia y bella capilla. Familiares y amigos han venido de otros lugares a acompañarlas en tan fausto día. También, otras religiosas de Oliva y Orihuela. El “Ciudad de Cehegín” inunda el ambiente sacro con música de Perosi, Mozart, Haendel… Preside la Eucaristía el Padre Eduardo, carmelita. Las campanas al vuelo, el incienso y la luminosidad dan fe de la solemnidad. Y el posterior ágape, que rubrica una mañana radiante, con cielo sin celajes, azul purísimo.
La vida religiosa, dice el fraile carmelita, no es para hacer esto o aquello, grande o pequeño. Simplemente, es una entrega de la propia vida al Dueño de la misma. E ilustra el argumento con los más místicos y enamorados versos de  Juan de la Cruz  y de Teresa de Ávila. Es una entrega al amor, al Amor quiero decir. Eso es lo que justifica una vida consagrada.
Recuerdo haberle hecho yo parecida reflexión a un profesor que tuve de Sagrada Escritura. Se extrañaba de que, sin ir a estudiar a Alemania, uno pudiera sacar la evidente conclusión de que, si Dios es amor, no hay otra posible relación con Él que la del amor mismo.
Esa mañana, en el asilo caravaqueño, se dijo lo fundamental cristiano. Ser cristiano, ser de Cristo, no es otra cosa que asumir con Él la experiencia amorosa de Dios, y darla a los demás.
El problema no es que falten vocaciones a la vida consagrada. El asunto está en que hoy seguimos bautizándonos sin saber exactamente que el bautismo es el más comprometido idilio de amor entre Dios y los hombres.
Gracias, Padre Eduardo.

Alfonso Gil González

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