Desde mi celda doméstica
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miércoles, 6 de mayo de 2015

MEDITACIÓN PERIODÍSTICA


Meditación periodística


Era el 8 de febrero de 1858. Desde Sevilla, acababa de salir a la luz un semanario con el ambicioso título de El Águila. Costaba 5 reales al mes. Mira por dónde, un antepasado mío –lo sé porque era un lector empedernido- se hizo de ese ejemplar. Ya en casa, se sentó junto al fuego del hogar, encendió su pipa de marinero, aunque él era agricultor, y se puso a leerle a su mujer tres párrafos del apartado de Ciencias Naturales, que decía así: “Entre las bellezas de la creación, aparece un ser como el tipo más perfecto, como la obra más acabada, y como el complemento de todas las cosas creadas. Según el sagrado texto, todo cuanto existe, bastó sólo para que existiera el que el Hacedor supremo, en un acto de su voluntad omnipotente, dijese fiat, hágase, para que en un momento el caos diese como una sacudida, apareciesen los mundos, y se estableciesen leyes fijas y constantes a que estuviesen sometidos, y que la tierra se poblase de millones de plantas y multitud de animales. ¡Cuánta variedad! ¡Cuántas clases! ¡Cuántas especies! La voz sola de Dios fue bastante para que todo saliese de la nada. Pero el tipo ideal formado en la mente divina aún no existe. Ha querido Dios que todo estuviese hecho, todo formado, y todo dispuesto, cuando apareciese el que había destinado para príncipe y señor, y entonces dijo: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. Y no confió este trabajo a la naturaleza, ni a sus leyes, quiso fuese obra de sus manos. ¡Qué portento! El mismo Dios forma al hombre y, apenas le hace, satisfecho de su obra al verla tan perfecta, no quiso que el espíritu que le animase fuera igual al de todos los demás animales, sino más superior, más sublime, más excelente. Y creó una alma especial para él, y dotó a este alma de unas cualidades a que no pueden llegar las de todos los demás animales. Quiso, en fin, que el espíritu y vida de este ser fuesen una emanación de su misma divinidad, constituyéndolo, por tanto, el ser más perfecto de cuantos habitasen la tierra. El mismo texto sagrado así nos lo afirma cuando, en la sublimidad de sus expresiones, nos dice: Imprimió en su rostro soplo de vida, y fue hecho el hombre en ánima viviente.
Apenas abre sus ojos, contempla por un rato todas las maravillas de la creación. Conoce, por una luz instintiva, la gran máquina del Universo. Se ve rodeado de multitud de animales de miles formas y diversos colores, que le rinde un saludo en señal de vasallaje. Por un momento advierte que puede observarse a sí mismo, se para, se examina, se distingue a sí propio de todos los demás; levanta su cabeza y, puesto en posición recta y vertical, ve que esa y no otra es su verdadera posición, estira y mueve sus miembros superiores y gradúa sus fuerzas, ejecuta lo mismo con los inferiores, y varía de lugar y anda, y valúa su agilidad. Al notar que de la boca de los animales sale un sonido a voluntad del individuo, abre la suya y, con una fuerte aspiración, produce su voz, pero voz articulada, voz que forma palabras y conceptos, voz que guarda una relación íntima con sus pensamientos; quiere ponerlos en práctica, y las ideas que ha concebido de cada ser de los presentes a su vista, las simboliza, las figura, las construye en palabras y da principio a su lenguaje, dándole nombre a todas las cosas.
Pero la obra no está concluida, aún no está completa. La sociedad con los animales no le es bastante, no puede satisfacer el complemento de sus goces. Necesita estar asociado a su misma naturaleza, que es lo más conveniente  a la excelencia de su ser. Dios lo conoce y le da para su compaña otro ser que saca de su misma sustancia material. El hombre la ve y se admira. Ve otro ser igual a él, pero distinto que él, puesto que la igualdad consiste no sólo en la reciprocidad de la forma sino también en la de algunas cualidades. Hermoso como él, pero más flexible y más débil en su organización. Él, de formas pronunciadas; ella, de contornos más finos y delicados. Él, dotado de la fuerza y energía; aquella, adornada con la gracia y la dulzura. Él, destinado para defenderla y ampararla; ella, para cuidarle y consolarle. Tal es la mujer. Ellos se ven, se contemplan, se pasman, y exclamando el hombre, fuera de sí, esta es carne de mis carnes y hueso de mis huesos, se juntan, se abrazan y sus dos almas se confunden en una por una sola voluntad, y bendiciéndolos Dios en este instante constituye el matrimonio, y este hombre y esta mujer son los primeros padres del género humano.”
He de decir que el citado rotativo llevaba como subtítulo periódico instructivo y literario. Y ahora yo espero que ustedes, como mis tatarabuelos aquellos, se enzarcen en una conversación, depuren sus conocimientos y, apagando el televisor, que dice mi mujer que es la “caja tonta”, agradezcan haberse casado y ser partícipes de una institución, la familiar, anterior a cualquier otra y, sin la cual, a los humanos no se les ocurrirían las tonterías que dicen y, menos, las tonterías que hacen.

Alfonso Gil González  

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