Desde mi celda doméstica
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viernes, 15 de mayo de 2015

VICENTE FERRER


Vicente Ferrer


A los 89 años, tras indecibles sufrimientos, después de una vida íntegramente consagrada a los más pobres de la tierra, se nos ha ido Vicente Ferrer, el apóstol de la India. Como aquel famoso dominico, fallecido en 1419, este exjesuita, se ha dado a conocer al mundo entero, no por sus artes políticas, ni por su predicación enardecida, ni por sus apoyos a la causa papal, sino por su entrega encarnada en el más ínfimo de los mundos, haciéndose un paria cualquiera y, como Jesús de Nazareth, rebajándose hasta la muerte, a pesar de la incomprensión de los suyos, que no le perdonarán haberse salido de la Compañía, y menos el que se casara y tuviera hijos. De no ser por esto, ahora tendríamos un santo más en el martirologio cristiano.
Sin embargo, todo el mundo sabe que su coherencia de encarnación la llevó a las últimas consecuencias. Todo el mundo sabe que, desde que Indira Gandhi le abriera las puertas de la India, la vida de este nuevo san Vicente Ferrer fue una inmolación permanente por aquellas gentes, de todos olvidadas. Como jesuita ha sido tan grande como Francisco Javier, Theilard de Chardin o Pedro Arrupe. Como apóstol ha estado a la altura, si no más, de la propia Madre Teresa de Calcuta, hoy canonizada. Y, no obstante, hombres como él corren el riesgo de ser olvidados, de ser relegados a las páginas quijotescas de la aventura evangélica, de ser paulatinamente silenciados, porque, al fin y a la postre, este hombre, que ha recorrido el mundo denunciando injusticias y reclamando el dinero de los ricos para ayudar a los pobres, es decir, que ha realizado la epopeya utópica de la igualdad humana, este  hombre, digo, que no ha estado de acuerdo con el sistema, sea político o sea eclesial, merece la humilde ofrenda de estas líneas  En alabanza de Cristo. Amén.


Alfonso Gil González

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