Desde mi celda doméstica
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lunes, 4 de mayo de 2015

AÑO BISAGRA


El tiempo bisagra


Así considero el tiempo que va desde el verano del 75 a la invernal estación del 76. Murcia será mi nueva sede, concretamente La Merced. Desde allí, reasumida la responsabilidad vocacional y recuperado el mismo vehículo, ahora azul, con que me movía de allá para acá, los viajes, los charlas, los retiros, las visitas… se multiplicarían casi de forma inexplicable. No puedo, y creo que ni debo, pormenorizar todo ese trajín de año y medio. No tendría, ya, la tarea parroquial, pero la pastoral se me triplicó. Murcia y Madrid, a donde iré repetidas veces, van a ser puntos de encuentro con aquellas personas a las que tenía obligación de orientar y fortalecer. Y Valencia. 
En cuarenta años, dos veces se me ha llegado a pinchar el neumático del coche: la primera, en el 75, cuando iba camino de León, para oficiar una boda; la segunda, hace pocas jornadas, entre Bullas y Mula. Para ir a León, y si quería aprovechar ministerialmente el viaje, lo hice por Elche, Alicante, Albacete, Madrid, Arévalo, Medina del Campo, Tordesillas, Villalpando y Benavente. Se fue conmigo un sobrino, hoy astrofísico en Alemania. En León, nos hospedamos en el Hotel Asturias, y tuvimos la ocasión de conocer la iglesia de Jesús Divino Obrero, el Hostal San Marcos y el Santuario de la Virgen del Camino. Continuaríamos viaje hasta Foz (Lugo), pueblecito de la costa cantábrica, deteniéndonos brevemente en Covadonga. Pero también visitamos la catedral de San Martín de Mondoñedo, cuyo párroco nos explicó con todo detalle los pormenores de aquella joya del arte arquitectónico. Y bajamos a Murcia, de un tirón, pasando, sin detenernos, por Lugo, Astorga, La Bañeza, Benavente, Zamora, Salamanca, Ávila, Toledo y Albacete.
Se me juntaba el trabajo con la búsqueda sincera de luz interior. Los amigos me ayudaban como sabían, principalmente orando. Y es que yo no tenía muy claro, entonces, si tenía que seguir siendo religioso de convento o simplemente sacerdote. Mi madre era sabedora de todas mis preocupaciones. Un nuevo viaje a Lourdes, esta vez acompañado de un buen hermano lego franciscano, que moriría años más tarde mientras oraba en la iglesia conventual, me serviría para pedir a la Virgen lo que los hombres no pueden. Ascendimos a Francia por Cuenca, Teruel, Pamplona y Roncesvalles. En Pamplona, otro franciscano nos llevó a visitar el parque, la catedral, el museo, la universidad, el monumento a los mártires, el monasterio de Leyre, el castillo de Javier y Santa María de Sangüesa. La estancia en Lourdes nos costó 273 francos. Y regresamos a Murcia por Leiza,  Vitoria, Burgos, Aranda de Duero, Peñafiel, La Poveda-Arganda y Albacete.
Como decía, en Murcia estaba de morador en la planta tercera, en la celda número 4. Era sencilla y amplia. Tenía las paredes pintadas de verde claro. Una gran estantería para libros. Un pobrísimo armario para la ropa, una mesa grande y una cama. A la bella iglesia conventual acudía una orquesta de cámara, compuesta de mujeres, para interpretar música de Vivaldi, Mozart y Bach. Desde allí me acercaba al sanatorio de San Carlos para visitar al venerable fray Cándido, con quien hablaba largamente de cosas divinas. Él estaba allí aquejado por el ácido úrico, enfermedad que no le pegaba, dada su suma austeridad en el comer y, máxime, en el beber. 
Como, por aquellos días, la salud del Jefe del Estado había entrado en situación muy crítica, toda España estaba pendiente del desenlace acaecido el 20 de noviembre del 75. A mí me sorprendió en Granada. Dos días después, ascendía al trono el rey Juan Carlos I. El 23, se producía el entierro de Franco en la tumba sita en el presbiterio de la basílica del Valle de los Caídos, osario faraónico para guardar los cadáveres de cuantos murieron en la contienda civil del 36, de uno u otro bando. Cuando, meses más tarde, he de subir a Madrid para celebrar la Semana Santa, asisto a la Vigilia Pascual en la bellísima iglesia de San Manuel y San Benito. Acabada, una mujer sube al ambón y proclama a micrófono abierto: “Queda, esta noche, instaurada la monarquía y dinastía de Francisco Franco I”. Y es que la pobre no estaba bien de la azotea.
El 76 lo iniciaba con un escrito, titulado “prohibido prohibir”, en que reflejaba mis pensamientos del momento, mis inquietudes, mis esperanzas, mis sentimientos, mis entenderes, las cosas que no concebía, las que me causaban risa y las que me hacían llorar. Ustedes me perdonarán que no se lo transcriba. Y tuve ocasión de acercarme a Cartagena, después de treinta años, y volver a entrar en el templo de La Caridad, de tan grato recuerdo para mí, pues allí fue donde me perdí cuando tenía 3 años, y donde tuve mi primera experiencia religiosa.
Los primeros días de este año 76 fueron tristes para España a causa de las huelgas y paros laborales. Me daba la sensación de que cuanto leía o estudiaba, cuanto oía y veía, era puro vacío. España se veía, esos días algo perturbada, con triste balance de muertes violentas en Vitoria, Bilbao y Tarragona. Para colmo, nos habían robado en la iglesia y sacristía de La Merced de Murcia. Escribiría por aquel entonces que el mundo sólo tenía una grave enfermedad: la falta de amor. Incluso, en uno de mis viajes a Madrid, me llegaron a robar del coche una máquina de escribir, que usaba para pasar a limpio mis apuntes. Y es que todo se enrarecía, hasta que el 15 de diciembre, por medio de un referéndum, España daba paso a su reforma política y entraba en la Democracia.

Alfonso Gil González

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