Desde mi celda doméstica
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lunes, 4 de mayo de 2015

EN UN LUGAR DE LA MANCHA


En un lugar de La Mancha


Entre 1969 y 1970 viví en Albacete. Fueron pocos meses, pero muy intensos. El estilo de trabajo era muy parecido al de Almería, pero sus gentes y su clima eran bien distintos. Allí escribí, en una libreta, una especie de diario espiritual en el que reflejaba lo más humano: mis orgullos, enfados, discusiones y, también, el control sobre mí mismo.  
Como hiciera en Almería, con algunos jóvenes y niños formé un coro parroquial para el servicio litúrgico. Con ellos organicé una excursión a Cehegín. Nos detuvimos a las afueras de Hellín para estirar las piernas y comer un bocadillo, pero uno de los chavales se cayó y hubo de llevarlo a la casa de socorro de la ciudad de los caramelos. Hablando de niños, recuerdo el entierro que hice de uno de tan sólo ocho días, así como la visita al centro de deficientes mentales. Notas tristes entrelazadas con otras bien distintas, como la charla dada a una cuarentena de hombres sobre la necesidad de ser consecuentes con la propia fe, las conferencias impartidas en la Escuela Taller, mi participación en la Semana de la Juventud o en la clausura del 132 cursillo de cristiandad.
Durante el mes de noviembre del 69 me preparé para el carné de conducir, examinándome con éxito tanto de moto como de coche. Esta circunstancia daría un giro radical en mi trabajo, pues, responsable de la búsqueda vocacional, me permitiría multiplicar los viajes, con tal propósito, a mil y un lugares de España. Utilizaba un Dyane 6, del mismo color que el hábito franciscano. Con él visité decenas de monasterios e hice de buen samaritano para aquellos frailes que, teniendo que viajar, les era más rápido hacerlo conmigo. Como cuando asistimos a los ejercicios espirituales celebrados en Santa Catalina de Murcia, 7 al 15 de enero del 70, cuyas pláticas grababa en un magnetofón Geloso que me había regalado una de mis hermanas. O cuando, con algunos compañeros, fui a Francia para llevar a uno de ellos al convento franciscano de Saint Palais, cerca de Pau, acercándonos a Lourdes esa misma tarde. Era la primera vez que visitaba la ciudad de los milagros marianos. Ríos de fieles, procedentes del mundo entero, acudían al lugar de las apariciones de la Virgen acompañando a centenares de enfermos e impedidos. El espectáculo no es para describirlo, sino para presenciarlo y compartirlo.     Trasladado a Hellín, como centro de operaciones, desde el convento de san Francisco me movía en coche por todos los alrededores: Murcia, Albacete, Granada, Almería, Alicante, Cuenca. No tenía tiempo ni de escribir. El año 1971 está completo en mi diario. Y, así, todos los demás años hasta el día de hoy. Entonces anotaba yo, hora por hora, el acontecer de un día. Sobresale la atención a los demás. La iglesia conventual no era de Parroquia, pero su actividad era muy intensa, pues las personas de Hellín eran muy afectas a los franciscanos. Si nevaba, cosa normal en aquellos inviernos, se aumentaba el estudio teológico, la lectura y el aprendizaje de alguna lengua, como el Inglés, bajo la orientación del padre Leonardo Peña, que era pariente del ínclito Ramón del Valle Inclán. Si el tiempo lo permitía, los viajes se multiplicaban por toda la región y fuera de ella. La atención al correo, el escuchar a la gente, la visita a los colegios, el dar clase de música, las llamadas telefónicas, tuvieron, este año, un protagonismo especial.
En uno de los viajes a Caravaca quedé impresionado por el entierro de una joven de 19 años, muerta de cáncer, a cuyo cadáver acompañaba la Banda de Música. Era el 26 de enero de 1971. Forma interpelante de acabar el mes y de preguntarse si también uno podía fenecer joven. Para colmo, días después, rompieron el cristal de la puerta delantera del coche, y se llevaron una linterna y un destornillador. Es probable que la linterna fuera la única luz del ratero en cuestión. Tampoco tendrían muchas luces los que iniciaron, por entonces, el  movimiento religioso ID. De tal manera que llegué a escribir que ya no surgían herejes con originalidad. Fue, ésta, una época muy dedicada a los libros serios, en especial a la Historia de la Iglesia, cuya lectura, como diría Juan XXIII, nos hacía humildes. He de añadir que, en este tiempo, fui invitado a ensayar y dirigir a la Banda de Música de Cehegín.
Tuve la ocasión de regresar a Teruel para celebrar una boda y una Primera Comunión. Pero, en pleno Valencia, un camión chafó la parte trasera izquierda del coche, llegando a la ciudad de los amantes como mejor pude. La reparación me costó 850 pesetas. El chófer del camión, que se había echado a su derecha sin haberme visto, se quedó maravillado de que no se lo recriminara ni le tomara nota de la matrícula. Y es que el tiempo lo llevaba justo para llegar a Teruel.
Acompañando a dos religiosos de mi comunidad, pasé una semana de retiro en Javea (Alicante), en el monasterio de frailes jerónimos, situado a las afueras. Era un edificio nuevo que albergaba, entonces, a siete monjes. En el dintel de la puerta de la celda ponía San Julián. La ventana daba al patio central en el que había un Crucifijo de piedra y un aljibe. La habitación era sencilla y cómoda: cama, mesilla y lavabo. Sobre la cabecera de la cama una cruz pequeña, sin Cristo. Como llegué resfriado, un monje me llevó el desayuno a la celda, pero cada día nos levantábamos a las 6 de la mañana. La comida, buena y simple, la teníamos a las 13´45, y la cena a las 20´45. Con esos monjes compartimos, igualmente, el rezo, la Misa y las conversaciones. Y el Prior me enseñó una plegaria a la Virgen, del maestro Aragüés, titulada Bajo tu amparo. 
Octubre, sin embargo, fue mi mes más viajero. Recorrí pueblos, colegios y conventos hablando del seguimiento a Jesucristo. Eso es lo que me preocupaba y eso es lo que me sigue preocupando: el seguimiento a Jesucristo. Esto es lo que da sentido a mi vida. Hasta final de año, esa actividad misionera fue constante. Cuando volvía a Hellín, mi descanso consistía en la escucha de música clásica y en hablar con los compañeros de comunidad. 
Cuando viajaba, si iba solo, no tenía ningún inconveniente en subir al coche a los que hacían autostop. Hay que tener en cuenta que, entonces, se usaba mucho ese sistema, y yo mismo lo utilicé muchas veces. Desgraciadamente, esa forma de viajar se ha ido perdiendo, pues la gente vive un clima de desconfianza generalizada, debido a desgracias ocurridas con tal motivo. Aparte de que, hoy, casi todo el mundo tiene coche. Tanto viajar no estaba exento de algún percance, como la colisión en cadena producida en la carretera de Alcantarilla a Murcia, aunque sin riesgo notable ni para el vehículo ni para mí. Con el pasar de los años fui comprendiendo que los grandes riesgos y problemas no son, precisamente, los de la carretera.


Alfonso Gil González



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