Desde mi celda doméstica
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domingo, 3 de mayo de 2015

EL AÑO DE ORIHUELA


El año de Orihuela


Al cumplirse los años de filosofía, mi curso pasó al convento de Orihuela para hacer el primer año de teología. Allí estaríamos sólo un año, pues los superiores de Murcia y Valencia habían acordado juntar a los estudiantes teólogos de ambas provincias franciscanas en el Teologado de Teruel, del que ya hablaré.
En Orihuela había seminario diocesano y conventos varios, pertenecientes a distintas órdenes religiosas.  Era una ciudad repleta de iglesias y curas. Aparte del estudio teológico, nos iniciábamos en la labor de catequistas. Niños y niñas del barrio se juntaban en la iglesia conventual, semanalmente, para recibir la instrucción religiosa que les permitiera hacer su Primera Comunión. Junto a esta tarea, yo iniciaba los estudios de violín con un profesor de la orquesta sinfónica de Murcia, que cobraba 25 pesetas por lección semanal. Y es que tuve la suerte de que, yendo a visitar a un sacerdote, éste me regaló un viejo violín que tenía. Lógicamente, me interesé en su estudio, para que la donación no quedara inútil, aunque no avancé demasiado en tan poco tiempo.  Sé que no es auténtico, mas en el vientre del violín puede leerse la inscripción Antonius Stradivarius Cremonensis faciebat anno 1725.
Por aquel entonces, un cuñado mío me había dejado un flamante laúd que, por razones desconocidas, se me extravió. Al cabo de muchos años, y viviendo ya en Madrid, adquirí otro laúd para devolvérselo a mi cuñado. Más moderno y nuevo, pero no tan bueno como el que él me prestó. ¡Qué le vamos a hacer! 
Recuerdo que, por el año 1964, asistí, en el Casino de Orihuela, al primer concierto de la arpista María Rosa Manzano que, con el tiempo, sería solista de la orquesta nacional. En ese año, se nos murió un Hermano lego, fray Miguel, que tenía cierta fama de santidad. Me sorprendió ver cómo se moría, poco a poco, un fraile, ya mayor, cuyo ataúd, de color azul, lo tenía en su celda mucho tiempo antes. Todos los frailes del convento, y muchos curiosos que vinieron de pueblos cercanos, fueron a enterrarle al cementerio de aquella ciudad. La música y la muerte diéronme pie a la escucha de la Patética de Tchaikovsky, sentado en la ventana, mirando al cementerio. Impresionante. Decenas de veces la he vuelto a oír y a leer, ya de memoria, y me ayuda a la seria reflexión que impone el drama humano, como cuando un compañero murió, cerca de Calasparra, en accidente de coche. 
Pero, sigamos. Orihuela nos abría al mundo de la teología, de la liturgia, de la pastoral, de la sagrada escritura y del derecho canónico. Empezamos a entender aquello de que la filosofía era la criada de la teología, en el sentido de que la una ayudaba a la comprensión de la otra, no en el sentido de discriminación doméstica. Fe y pensamiento debían caminar a la par, pues, de haber contradicción, uno de los dos era falso. Y nos comunicábamos más con el mundo circundante, empezando por el clero de la ciudad y por sus seminaristas, todos vestidos de sotana negra, que nos hacían entender lo de ciudad sotánica de Miguel Hernández. Él añadía y satánica. Pero seguramente, dado que en todas partes cuecen habas, él se refiriera a que, en su Semana Santa, sacan una imagen de la diablesa, con cuerpo de mujer, naturalmente.
El caso es que en el convento oriolano se consolidaba nuestra profesión franciscana y veíamos, ya no en lontananza, la meta que justificaba todo esfuerzo y dedicación. Un breve paréntesis que, para los de entonces, encerraba una bella experiencia preñada de misterio. Como todo lo grande.

Alfonso Gil González

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