Desde mi celda doméstica
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domingo, 3 de mayo de 2015

EL CORISTADO DE HELLÍN


El coristado de Hellín


El pequeño grupo de nuevos profesos pasamos al convento de Hellín –hoy cerrado por falta de frailes-, donde estudiaríamos los años de filosofía. Volvíamos, así, a encontrarnos con los compañeros mayores de la época del Colegio Seráfico. Vestíamos el hábito franciscano permanentemente. El calzado consistía en unas sandalias de cuero, con una sola tira sobre el pie. El pelo de la cabeza lo llevábamos cortado al cero, menos la zona del cerquillo, en forma de corona o anillo, por encima de las orejas. El hábito era de color pardo y, en invierno, nos poníamos una capa o manto del mismo color, sobrepuesto al hábito. En cambio, en los pies, ni calcetines, a no ser por enfermedad, vejez u otra causa razonable.  La zona conventual en que residíamos era un edificio en forma de L, contiguo a la parte vieja. Las habitaciones eran individuales y estaban dotadas de lavabo para la higiene personal. 
El paso del noviciado al filosofado suponía para todos un cambio muy brusco. Se imponía la realidad de lo que era vivir en comunidad, con frailes normales, con estudios serios, con un sistema de vida menos rígido. De no hacer nada, fuera de ser feliz en la paz y la oración santaneras, al estudio de materias escritas en latín y de las que había que dar cuenta también en latín, había un abismo: la teodicea, la historia de la filosofía, el griego del Nuevo Testamento, la lógica, la psicología, etc… eran piedras necesarias en la construcción formativa de los que avanzábamos hacia el sacerdocio. Al principio, su asimilación era más difícil. Poco a poco, la mente conseguía recuperar su estructura y su adaptación al esfuerzo de la razón.
El contacto con la calle era mínimo. En el noviciado, nulo. Todo quedaba compensado con el mayor número de compañeros. La música volvía a ocupar gran parte del tiempo libre, y los libros de literatura volvían a ser leídos y comentados entre los más afines. No se borraría la huella impresa en el noviciado, pero, poco a poco, el acceso a lo mundano se realizaría imperceptiblemente: el canto, los conciertos, las procesiones, los paseos…, todo ayudaría a un proceso de adaptación a la vida real. A ello se unían algunos sucesos de diversa índole, como el fallecimiento de mi abuela materna o la inauguración del pantano del Cenajo. 
El paso de Franco por Hellín fue todo un acontecimiento. Escoltado por cientos de policías y militares, atravesó lentamente la población hellinera en medio de un clamor y de una curiosidad popular fuera de lo común. También los aspirantes al sacerdocio, seminaristas diocesanos, religiosos capuchinos y franciscanos, salimos a verle pasar. En aquella época, la iglesia española estaba en deuda con el Jefe del Estado, ya que, tras la guerra civil, se había entregado a levantar los seminarios, conventos y templos destruidos durante la barbarie.
En tiempo vacacional solíamos ir al convento de Ntra. Sra. de las Huertas, de Lorca, desde donde, alguna vez, bajábamos hasta Águilas para darnos algún baño en la playa. Era una incipiente apertura al mundo que, hasta entonces, nos estaba vedado. Nuestros ojos se abrían a realidades nuevas: los viajes, las mujeres, la sana expansión…, pruebas, ellas, que a unos nos afianzaban en el camino emprendido y a otros les hacían desistir. Los tres años de filosofía, sin embargo, iban a pasar muy rápidamente. A ello contribuían las muchas actividades que se desarrollaban. He de confesar que en el coristado filosófico vivíamos un nivel cultural alto. De hecho, se creó una revista de pensamiento, en la que cada cual podía escribir sus propios ensayos científicos o literarios. Y, aunque de difusión interna, era buena palestra para los que gustábamos de hablar o escribir sobre temas trascendentes.

Alfonso Gil González

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