Desde mi celda doméstica
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domingo, 3 de mayo de 2015

EL ENEMIGO CONCIENCIA


El enemigo Conciencia


Decían los Padres del Desierto, allá por el siglo IV, que, cuando Dios creó al hombre, puso en él un germen divino, una especie de facultad para iluminar el alma y permitirle discernir entre el bien y el mal. Y que fue, en esa conformidad con la conciencia, cómo los santos pudieron agradar a Dios. Sin embargo, los no santos, es decir, la mayoría de los mortales, hacen desprecio de la misma, a la que consideran de hecho su enemigo. Es más, acostumbrados a hacer lo que piensan, lo que se les ocurra, terminan por pensar como actúan, matando, así, si pudieran, esa voz interior que, aunque inmortal, queda inaudible.
A tan triste situación no se llega de golpe. El vicio, como la virtud, empieza por cosas pequeñas y poco a poco. Eso lo saben muy bien aquellos que, leyendo estas cosas, lo consideran una patochada. Aquellos que ya no vigilan lo secreto, o sea, lo que sólo Dios y su conciencia conocen. Entre otras cosas, porque Dios y su conciencia les importan cada día menos. Lo saben igualmente aquellos a los que no les importa si su conducta aflige o hiere al prójimo. Herida que no viene tan sólo por una acción o palabra, sino por un gesto o, incluso, una mirada.
España está perdiendo la conciencia. La crisis actual debería recuperársela, pero no lleva camino. Si un obrero gana, tirando por lo bajo, 624 euros, y un diputado gana entre tres y seis mil, España está perdiendo la conciencia. Si un ciudadano de a pie tiene que cotizar 35 años para percibir una jubilación y a los diputados les basta con siete, o a los miembros del Gobierno les basta con jurar o prometer el cargo, España está perdiendo la conciencia. 
Por eso, afortunadamente, la religión no es el opio del pueblo, según el pensamiento marxista, sino el despertador de la conciencia individual, social y política. Y, por eso también, cuando se pierde la conciencia, intentamos que la religión se acalle lo más posible, no vaya a suceder que nos falte valor para mirarnos al espejo de la historia y comprobar hacia qué lamentable situación nos dirigimos inexorablemente.


Alfonso Gil González


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