Haber visto al Señor
Si
conmovedora era la escena anterior, ahora asistimos, de la mano de Lucas, a
algo verdaderamente impresionante. Entre este pasaje y el siguiente, nos
encontramos con personajes santos, pero santos de a pie. En primer lugar, un
tal Simeón, cuya integridad nos la remarca el evangelista con estos trazos: justo,
piadoso, expectante, espiritual y vidente.
Justo y piadoso, por que temía y amaba a
Dios. Como Zacarías -¿os acordáis?- (Lc. 1,6). Expectante, porque esperaba la
restauración o, como traduce san Jerónimo, la consolación de Israel, es decir,
el advenimiento mesiánico que Isaías (40, 1 ss) percibiera en su óptica de
profeta. Espiritual, porque en él moraba el Espíritu Santo, a cuyo influjo fue
al templo, y por cuya inspiración sabía que no moriría sin ser vidente del
Mesías del Señor. Toda una vida para, al fin, reconocer en ese niño pequeño al
Mesías anunciado.
Aquel hombre debe representarnos, debe
representar a nuestra comunidad cristiana, si es que nuestra situación, como la
suya, es de tan gran privilegio, como diría Jesús más tarde: DICHOSOS LOS OJOS
QUE VEAN LO QUE VOSOTROS VÉIS (Lc. 10, 23). ¿Puedo yo entonar el cántico de
Simeón? ¿Lo puede entonar este grupo? Cuando lo elevamos en los brazos del
corazón, ¿soy consciente de que él es mi salvación, y la salvación preparada
para todos los demás? ¿De que sólo será gloria de la Iglesia cuando el Señor
sea luz de todas las gentes?
La profecía de este anciano debe cumplirse.
Primero, admirándonos del misterioso camino por el que el Espíritu intenta
llevarnos, como pasó a su padre y a su madre. Segundo, discerniendo la suerte
que correrá Jesús en cada uno –señal de contradicción-, donde queda manifestado
nuestro modo de pensar y sentir. Y tercero, tras haber penetrado la Palabra en nuestro ser,
cual espada de doble filo, que penetre hasta el fondo, separando alma y
espíritu, articulaciones y médulas, sentimientos y pensamientos del corazón
(Hebreos 4, 12).
Esa misma espada es la que atravesó el alma
de María, y de José, y de todo creyente, a fin de que pueda saberse si se está
de parte de Cristo, o en contra suya. Y eso no lo consigue la Ley , ni el Templo, ni siquiera
la fe de nuestros mayores. Es, por eso, espada dolorosa, y no en el sentido
semanasantero de los “dolores” de la
Virgen.
Alfonso Gil González