Desde mi celda doméstica
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martes, 5 de mayo de 2015

HABER VISTO AL SEÑOR

Haber visto al Señor


Si conmovedora era la escena anterior, ahora asistimos, de la mano de Lucas, a algo verdaderamente impresionante. Entre este pasaje y el siguiente, nos encontramos con personajes santos, pero santos de a pie. En primer lugar, un tal Simeón, cuya integridad nos la remarca el evangelista con estos trazos: justo, piadoso, expectante, espiritual y vidente.
   Justo y piadoso, por que temía y amaba a Dios. Como Zacarías -¿os acordáis?- (Lc. 1,6). Expectante, porque esperaba la restauración o, como traduce san Jerónimo, la consolación de Israel, es decir, el advenimiento mesiánico que Isaías (40, 1 ss) percibiera en su óptica de profeta. Espiritual, porque en él moraba el Espíritu Santo, a cuyo influjo fue al templo, y por cuya inspiración sabía que no moriría sin ser vidente del Mesías del Señor. Toda una vida para, al fin, reconocer en ese niño pequeño al Mesías anunciado.
   Aquel hombre debe representarnos, debe representar a nuestra comunidad cristiana, si es que nuestra situación, como la suya, es de tan gran privilegio, como diría Jesús más tarde: DICHOSOS LOS OJOS QUE VEAN LO QUE VOSOTROS VÉIS (Lc. 10, 23). ¿Puedo yo entonar el cántico de Simeón? ¿Lo puede entonar este grupo? Cuando lo elevamos en los brazos del corazón, ¿soy consciente de que él es mi salvación, y la salvación preparada para todos los demás? ¿De que sólo será gloria de la Iglesia cuando el Señor sea luz de todas las gentes?
   La profecía de este anciano debe cumplirse. Primero, admirándonos del misterioso camino por el que el Espíritu intenta llevarnos, como pasó a su padre y a su madre. Segundo, discerniendo la suerte que correrá Jesús en cada uno –señal de contradicción-, donde queda manifestado nuestro modo de pensar y sentir. Y tercero, tras haber penetrado la Palabra en nuestro ser, cual espada de doble filo, que penetre hasta el fondo, separando alma y espíritu, articulaciones y médulas, sentimientos y pensamientos del corazón (Hebreos 4, 12).   
   Esa misma espada es la que atravesó el alma de María, y de José, y de todo creyente, a fin de que pueda saberse si se está de parte de Cristo, o en contra suya. Y eso no lo consigue la Ley, ni el Templo, ni siquiera la fe de nuestros mayores. Es, por eso, espada dolorosa, y no en el sentido semanasantero de los “dolores” de la Virgen.


Alfonso Gil González
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