Desde mi celda doméstica
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jueves, 7 de mayo de 2015

LA CARTA INACABADA


La carta inacabada


   El Hermano Roger de Taizé, asesinado el pasado año mientras oraba con cientos de jóvenes procedentes de todo el mundo, había escrito una Carta, como solía hacer, para ser leída y meditada, esta vez, en el 2006. Mas no consiguió concluirla. La solía dictar a otro hermano de la famosa comunidad ecuménica. 
   Lo que le dio tiempo a dictar viene a decir que la paz verdadera, la interior, la del corazón, nos permite llevar una mirada de esperanza sobre el  mundo, aun cuando, como hoy, esté desgarrado por la violencia y los conflictos. Es, además, un apoyo para que podamos contribuir, muy humildemente, a construir la paz allí donde está amenazada.
   Ha pocos días que se nos fue la Navidad. Un nuevo año ha iniciado ya una carrera vertiginosa hacia nuestra meta más menos lejana. Entre regalos y excesos, se nos ha pasado un tiempo en que, por enésima vez, celebramos “cómo Dios ha enviado a Cristo sobre la tierra no para condenar a nadie, sino para que todo ser humano se sepa amado y pueda encontrar un camino de comunión”. 
   La carta inacabada deja al aire los interrogantes de por qué, mientras unos se sienten amados y colmados, otros, sin embargo, tienen la impresión de ser poco tomados en cuenta. Pero Dios, dice, nos acompaña hasta en nuestras profundas soledades, y, aunque la realidad de su presencia amorosa es a veces poco accesible, cuando la descubrimos, nuestro corazón se apacigua e incluso se transforma.
   El Hermano Roger nos invita a hacernos otras preguntas, como cuál sería el modo de aliviar las penas y los tormentos de los que nos rodean. Sí, amar, afirma, es compartir los sufrimientos de los más maltratados, es tener una infinita bondad de corazón y olvidarse de sí mismo. Amar es perdonar y vivir reconciliados. “Y reconciliarse es siempre una primavera de alma”.
   Cuenta en esa carta que, en el pequeño pueblo donde nació, en las montañas de Suiza, vivía cerca de ellos una familia numerosa, cuya madre había fallecido. El más joven de los hijos iba a menudo a su casa y llegó a amar a la madre de Roger como si fuera la suya propia. Un día, supo que tenían que irse del pueblo. ¿Cómo consolar a un niño de cinco o seis años, y sin la perspectiva necesaria para interpretar la separación?
   Luego, como si tuviera presentimiento de su dramático y glorioso final, nos dice en su “carta inacabada” que todos somos tan frágiles, que tenemos necesidad de consolación, que a todos nos llega el ser sacudidos por una prueba o por el sufrimiento, y que esto puede llevar incluso a estremecer la fe y casi apagarse la esperanza. Es, por eso, que precisamos reencontrar la confianza y la paz del corazón. 
   Es a quien está en los límites de la pena a quien debemos entregar la alegría del Evangelio, es decir, de la buena noticia, de la mejor noticia. Sobre todo, cuando esa pena tiene una marca particular: la muerte de alguien cercano, de alguien que necesitamos para caminar sobre la tierra. Y será en la medida en que la Iglesia llegue a ser capaz de aportar la curación del corazón, estando atenta a amar y comprender el misterio de todo ser humano, cuando ella misma escuchará en lo profundo de sí misma que es limpio reflejo de comunión.
   Esto no es un camino de facilidad, sino de felicidad, y sólo los felices pueden hacer fácil lo complicado e intrincado en las relaciones humanas, pues sólo ellos alcanzan la ingenuidad, el ensanchamiento del corazón y aquella profunda bondad que es incapaz de escuchar ni siquiera las sospechas. Y aunque en este caminar no falten fracasos, volveremos a la fuente de la paz y de la comunión, que es Dios, y, en lugar de desanimarnos, invocaremos al Espíritu Santo sobre nuestras fragilidades.
   Y finaliza así la carta: “En la medida en que nuestra comunidad crea en la familia humana posibilidades para ensanchar…”, para que cada uno tengamos el valor de completar el párrafo que consiga que esta carta no sea ya “inacabada”. Con mis mejores deseos en este 2006.

Alfonso Gil González

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