Desde mi celda doméstica
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jueves, 7 de mayo de 2015

LA EDAD DE LAS LUCES


La edad de las luces


Creo que el tiempo que va de la jubilación a la resurrección debería llamarse la “edad de las luces”. Sí, es la época de despertar esa lucecita, a cuyo resplandor fuimos creados, a la que la vida tantas veces oscureció u ocultó con los afanes que conlleva el diario bregar de la existencia. No hay persona humana que no la tenga. Sacarla de debajo de la cama, o del celemín –término éste que ya no conocen nuestros jóvenes- es, también, una de las misiones del personal que tan celosamente cuida a nuestros presbíteros laicos.
Y es que la ancianidad, sin más, no es un valor, como no lo son la juventud o la infancia. Los muchos o pocos años sólo hablan de la fortaleza o debilidad de nuestra naturaleza. Aquí se trata de otra cosa. Sí que es cierto que una avanzada ancianidad era prerrogativa de los patriarcas judíos, pero aquellos años no estaban tomados en sentido histórico, sino temático. Sin embargo, lo que nos afecta directamente es que los ancianos permanecían en el consorcio familiar, y que se reverenciaba su dignidad y sabiduría, sin que importase la disminución de sus fuerzas. 
La proximidad de la frontera patria permite, a unos, mirar hacia atrás y evaluar toda la trayectoria pasada. Aún es tiempo para el agradecimiento por un bagaje tan amplio y repleto. Agradecimiento hecho plegaria. Para éstos, la oración es la lámpara luminosa de su vigilante espera. Para otros, el tiempo les ha enseñado que todo es mejorable. Y se dan a la lectura, al trabajo manual, a la escucha de la música o de las noticias, al paseo cotidiano. Los hay, no obstante, que no saben qué hacer con su privilegiada madurez -¿habrán madurado?- y andan en una especie de ociosidad alienante, fruto de un mal encauzamiento de su tiempo pretérito. 
Los hay sanos y los hay enfermos, los hay lúcidos y los hay menos conscientes de su realidad. Pero todos son nuestros ancianos. Cuando algunas personas se entregan a la paciente tarea de cuidarlos, esta sociedad no sabe muy bien el bien que ello conlleva. No es un trabajo para el lucro personal ni para la exhibición en escenarios de foros que aplaudan. Pero nadie mejor que ellos sabe la paz y la alegría que su servicio reporta a sus propios corazones. Hay valores que siempre deberían estar presentes en la ciudadanía. Después de todo, y puesto que el único remedio para no morirse es hacerse viejo –se mueren todos los que se detienen-, la generación presente será más feliz si camina hacia la ancianidad con la certeza de que el amor de algunos –ojalá de muchos- cubrirá de luces sus años apagados.
Alfonso Gil González

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