Desde mi celda doméstica
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viernes, 8 de mayo de 2015

LA MUERTE DE JAVIER


La muerte de Javier


   De vez en cuando, la hermana muerte nos hace una visita especial. Hace unos días moría Javier, un joven treintañero, a consecuencia de un cáncer de pulmón, él, que no había fumado en su vida, ni bebía; en cambio, era un deportista nato, hijo de familia numerosa y, desde hacía tres años, casado con una bella mujer, con quien el futuro veía en lontananza con esa ilusión con que los jóvenes proyectan el más allá del más acá. Tras un año de penosa enfermedad, regresaba a la casa paterna, donde no hay dolores ni llanto, y donde un festín, siempre nuevo, agasaja la entrada de uno de los invitados a las eternas bodas.
   La hermana muerte, sí. Y la hermana vida. Escribía De Melo que “nacemos durmiendo, vivimos durmiendo y corremos el riesgo de morir durmiendo”. Ello supondría haber pasado por esta tierra a lo tonto. Sabemos que Javier no pasó así por esta vida. La muerte no fue la cura de su enfermedad, ni la ruptura de la existencia un día comenzada. Fue lo que es: la apertura a ese más allá, a esa vida cuya eternidad buscamos tan torpemente en el más acá.
   Y es que, amigo@ lector@, sólo hay una vida, la Vida. Si me dejara llevar de lo que me pide el ánimo, ahora haría un recorrido por los pasajes evangélicos que avalan tal aserto. No lo haré. Me voy a reprimir. De todos modos, estoy seguro que tienes en casa una Biblia o un Nuevo Testamento de cuya lectura puede que estés desgraciadamente ayuno. Es tu problema. Lee, y no veas tanto las embrutecedoras telenovelas.
   Recuerdo que los padres de Javier se reunían con un grupo de matrimonios para intentar caminar juntos. Era un esfuerzo común para compartir fe y vida, pensamiento y acción, oración y praxis. Esfuerzo del que, desde luego, los primeros beneficiados, además de ellos mismos, serían sus hijos. Y puede que sus hijos, actualmente, no respondan a cuanto sus padres soñaron, pero me consta que guardan celosamente el bagaje humano y espiritual donado por sus progenitores. 
   Daba gusto ver al grupo de matrimonios, hechos una piña, cabe el dolor y la esperanza confiada de los padres de Javier. ¿Quién les diría, entonces, que sobrevendría un día así, una noticia tal, una visita tan interpelante y tan aleccionadora como la hermana muerte de uno de sus hijos? Ellos, casi todos abuelos, han sufrido en sus carnes toda clase de pruebas: enfermedades, disgustos, preocupaciones, miedos. Pero la muerte de un hijo… El dolor se hace inefable, indescriptible, mudo. No hay dolor semejante a ese dolor.
   Y he ahí que Javier, con su muerte, da un aldabonazo a las conciencias tranquilas y dormidas de sus padres, de los amigos de sus padres, de sus desconsolados hermanos y de sus propios  amigos. Javier, cuya partida –ya la misma enfermedad- parecía un sinsentido, pronuncia, desde ese umbral del definitivo banquete de bodas, una proclama a la vigilancia, una llamada a despertar, una convocatoria a continuar viviendo, bien despiertos los ojos del alma, para que el velo de lo caduco no se erija en “muro de vergüenza” que nos impida contemplar y empaparnos de libertad.
   No es la primera vez que un hijo se nos va. No es la primera vez que un hijo o una hija se hace orientador de la familia. A veces, seguramente demasiadas, los padres no estamos a la altura de las circunstancias, no damos la talla, no respondemos a ese modelo de referencia que esperan los hijos. Y éstos, por situaciones absolutamente providenciales, toman las riendas de nuestro caminar, el timón de nuestra singladura. Y hemos de aprender, nos conviene aprender. 
   La gran lección de la muerte de Javier es que hay que vivir, y desvivirse, pero no llevar una vida de supervivencia, como de desgana, como soportando el peso de una carga abrumadora. Amar es desvivirse, amarse es sobrevivir. La puerta es estrecha. Son muy pocos los que dan con ella y los que por ella pueden entrar. No es razonable la tendencia del topo, la insensatez del avestruz. ¿De qué sirve todo, si a nosotros mismos nos perdemos?
   Qué bello sería que aquellos que han conocido a Javier reafirmaran su convicción de que, salidos de las manos amorosas de Dios, a sus misericordiosas manos volveremos. Y que nuestra existencia sea, simplemente, la coherencia entre ese punto de partida y esa meta de llegada.
   Gracias, Javier. No me hubiera gustado que tu muerte fuera la razón de este artículo, pero te agradezco de corazón que tu tránsito nos ayude a DESPERTAR.


Alfonso Gil González

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