Desde mi celda doméstica
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viernes, 8 de mayo de 2015

LA PROPIA RENUNCIA


La propia renuncia


Si, como leemos en la Biblia, el hombre es creado a imagen de Dios y, por tanto, inmortal, libre y dotado de toda virtud, ¿cómo es que deviene a lo contrario? Prueba de lo primero es la recta conciencia. Prueba de lo segundo, el mal reinante. Todo el tiempo anterior a Jesucristo es un clamor por que se produzca la restauración humana. Y vino Jesús, el Dios-Hombre, para que, como dice Doroteo de Gaza, citando a Gregorio el Magno, se sanara lo semejante por lo semejante, el alma por el alma, la carne por la carne.
Y se produce la restauración. El hombre puede quedar purificado de su pecado y de sus pasiones, pues lo uno no es más que la concretez de lo otro. A todo pecado precede una pasión. En Cristo, maestro de misericordia y humildad (Mt. 11,29), podemos aprender la causa y el remedio de nuestros males, al manifestarnos que nos hace caer nuestra propia exaltación, siendo la humildad la única que puede obtener misericordia.
Es más que evidente la loca situación del hombre actual. Y no parece tan evidente que de su miseria presente aprenda la cordura de obedecer a su Creador. Es más, la culpa de sus males la achaca a los demás, incluso a Dios, al que hace tiempo cuyas leyes no obedece. Y es que la costumbre de autojustificarse, lejos de darle la paz con que dormir tranquilo, aumenta la sumisión a la propia voluntad, no percatándose de que eso es la peor de las esclavitudes.
Aparentemente, los bautizados han hecho dejación del mundo y abandono de lo que al mundo pertenece. Pero el corazón sigue anclado en su atracción. Capaces de grandes sacrificios, claudicamos ante pequeñeces sin valor. ¿Cómo entender que sólo se es libre negando la propia voluntad? Los que lo consiguen, lo saben. Sólo ellos. Los demás añoramos libertad, reclamamos libertad, y por esa falsa libertad hasta de matar o morir somos capaces.
Pero, a menos que hagamos holocausto de la propia renuncia, no habrá paz para el mundo ni para nuestras conciencias.

Alfonso Gil González

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