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viernes, 8 de mayo de 2015

LA SILLA DE SAN PEDRO


La silla de san Pedro


   No deja de asombrarme el que una tal Teresa, de nombre tan católico y español, se haga eco de una página web intitulada “silladesanpedro”, que, a su vez, es portavoz de una asociación aparentemente cristiana, como “Vida Universal”. Abrevada en esas fuentes, no es de extrañar las incongruencias vertidas en estas páginas del “Noroeste” sobre temas que desconoce, como el sacramento de la confesión y la maternidad divina de María. Por poner ejemplos recientes de sus trascripciones columnarias.
   En el último número de este liberal rotatorio habla de por qué la Iglesia adoptó el culto a la Madre de Dios. Y ese enunciado, de por qué la Iglesia adoptó el culto a la Madre de Dios, me resultó chocante. Pensaba que haría una exégesis o explicación teológico histórica que valiera la pena, como catequesis gráfica para los que no van a catequesis. Mas nada de eso. Se mueve en la más absoluta ignorancia. No se da cuenta de que el tema mariológico surge en la Iglesia como fruto y consecuencia del cristológico. Una cosa es la voz popular, la piedad popular, el fetichismo de las gentes, y otra la coherencia doctrinal que la Iglesia debe tener y enseñar, precisamente para evitar los fanatismos del populacho.
   Debería saber la mencionada escritora que, al extenderse el cristianismo por todas las regiones del Imperio Romano, y al aumentar el número de creyentes, surgieron problemas de organización externa e interna para la Iglesia, pues las sencillas estructuras de la época apostólica no servían para afrontar los problemas que planteaba la nueva situación. Problemas fundamentalmente doctrinales, por lo que hubo necesidad de asentar fíjamente los pilares fundamentales de la fe. Tarea ésta a la que contribuyeron de forma definitiva los primeros Concilios Ecuménicos, uno de los cuales, cual ella cita, es el de Efeso, en el 431.
   La razón de este Concilio era la siguiente. Arrio, presbítero de una parroquia de Alejandría, propagó la teoría de que Cristo era de naturaleza inferior al Padre. Más o menos, lo que ahora dicen los Testigos de Jehová y demás comparsas. Asunto que quedó resuelto en el Concilio de Nicea (325) y en el de Constantinopla (381). En éste, además de ratificar la fórmula de Nicea, se añade una afirmación sobre  el Espíritu Santo como señor y dador de vida, que procede del Padre y recibe la misma adoración y gloria que el Padre y el Hijo.
   Así las cosas, surge el problema de la unión de la divinidad y de la humanidad en la persona de Jesucristo. Un tal Apolinar, obispo de Laodicea (310-390), había expuesto una interpretación de Cristo según la cual el alma de Jesús fue sustituida por el Verbo de Dios; en consecuencia, la divinidad de Cristo no afectaba a su dimensión corporal. Pues bien, hubo de condenarse el apolinarismo. Surgió luego la doctrina de Nestorio, obispo de Constantinopla, según el cual en Jesús se dan la divinidad y la humanidad separadamente, de forma que no pudiera afirmarse que María fuera madre de Dios (“Theotokos” en griego), ya que sólo sería madre del hombre Jesús.
   Y aquí, y por este motivo, y no por la estúpida proclamación populera de sustituir a la Diana de los efesios por la Virgen María, entra el Concilio de Efeso (431) que defiende la unidad de Dios y Hombre en Jesús y, por tanto, la maternidad divina de María. Esta es la verdad que creyeron los Apóstoles, los Padres Apostólicos que les siguieron, los Padres de la Iglesia que continuaron a los Apostólicos, y los Concilios de la Iglesia, expresión del sumo magisterio.
   Y, como pasa hoy día con las bagatelas teológicas de Vida Universal y Testigos de Jehová, no quedó ahí la cosa. Y surgió un tal Eutiques, que presentó una interpretación según la cual el cuerpo humano de Cristo era una simple apariencia, pues la humanidad había sido absorbida en su divinidad. Y tuvo que venir el Concilio de Calcedonia (451) para condenar la doctrina eutiquiana y dejarnos definitivamente ratificado el Credo que todos los cristianos, católicos o no, proclamamos en las celebraciones eucarísticas, en el que afirmamos con toda la Iglesia, la Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio, que en Jesucristo hay una sola persona, y ésta divina, en la que se unen sus dos naturalezas: la divina y la humana.
   Por eso es por lo que decimos, creemos y proclamamos que María es madre de Dios, y no para sustituir a diosa alguna, ni para avalar teoría alguna sobre la Gran Madre. Te conviene, pues, Teresa, que hagas más caso a tu tocaya de Avila, al menos por su inmensa cultura, que no a esos pánfilos sin sal, ni a esa tal Gabriela, por muy angelical que sea su nombre. Decía santa Teresa, tu tocaya, que, si le dieran a elegir entre dos confesores, uno sólo santo y otro sólo sabio, se quedaría con éste, para, al menos poder conversar con él en pleno uso de la razón. Y, ¿sabes?, en su lecho de moribunda dijo estas palabras: “Al fin, muero hija de la Iglesia”. Anímate.

Alfonso Gil González 

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