El ejercicio de la disciplina
Recuerdo, allá por 1959, todavía existía la costumbre de que, en el Noviciado, los lunes, miércoles y viernes, profesos y novicios acudieran, llamados por la campana, a los pasillos del Monasterio, para el "ejercicio de la disciplina". Era ya caída la tarde. Se cerraban las ventanas para que no entrara nada de luz y, dejando libre la espalda, cada religioso se flajelaba mientras se recitaba en común el salmo 50: Miserere mei, Deus... Apiádate de mi, Señor, según tu gran misericordia. Era lo suficientemente largo el salmo como para propinarse unas cuantas decenas de golpes con la "disciplina".
La "disciplina" era, pues, una especie de cilicio o látigo con ramales, hecho generalmente de cuerda de cáñamo, que terminaba en cabos más recios del mismo material. No llegaba la sangre al río. Y algunos, me temo, que hacían más ruido dándole a la pared que contra sí mismos. Pero el acto penitencial era impresionante. La vocación y los deseos de perfección eran capaces de amortiguar cualquier dolor. Por otra parte, como cada cual se daba a sí mismo, tenía la libertad de hacerlo con mayor o menor fervor o intensidad; con lo que la salud quedaba resguardada. Era más molesto el frío del invierno.
Alfonso Gil