La luz de la fe
(I)
Fue la primera Encíclica del papa Francisco, a medias con el papa Benedicto XVI. De hecho, se nota la profundidad teológica de éste. Era 2013. Tras su lectura, subrayo para ti lo que me parece más interesante para mí.
De la Introdución:
Conscientes del vasto horizonte que la fe les abría, los cristianos llamaron a Cristo el verdadero sol, "cuyos rayos -en palabras de san Clemente de Alejandría- dan la vida". Cuando falta la luz todo se vuelve confuso. Característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos lama y nos revela su amor.
Del Capítulo Primero, titulado HEMOS CREÍDO EN EL AMOR:
La fe es la respuesta a una Palabra que interpele personalmente a un Tú que nos llama por nuestro nombre. La fe ve en la medida en que camina, en que se adentra en el espacio abierto por la Palabra de Dios. Como dice san Agustín, el hombre es fiel creyendo a Dios, que promete; Dios es fiel dando lo que promete al hombre. La luz de la fe está vinculada al relato concreto de la vida, al recuerdo agradecido de los beneficios de Dios. De ahí que se da idolatría cuando un rostro se dirige reverentemente a un rostro que no es un rostro, según la expresión de Martin Buber. El ídolo es un pretexto para ponerse a sí mismo en el centro de la realidad, adorando la obra de las propias manos. El hombre se disgrega en la multiplicidad de sus deseos, se desintegra en los múltiples instantes de su historia. Por ello, en el continuo volverse al Señor, el hombre encuentra un camino seguro que lo libera de la dispersión a que le someten los ídolos.
Todas las líneas del Antiguo Testamento convergen en Cristo; él es el SÍ definitivo a todas las promesas, el fundamento de nuestro AMÉN último a Dios. La fe no sólo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo de ver. De ahí que el mismo san Agustín nos diga: "De Aquél que te ha hecho no te alejes, ni siquiera para ir a ti".
Y es que la fe en Cristo nos salva porque en él se abre radicalmente a un Amor que nos precede y nos transforma desde dentro, que obra en nosotros y con nosotros. El cristiano puede tener los ojos de Jesús, sus sentimientos, su condición filial, porque se le hace partícipe de su Amor, que es el Espíritu.
Del Capítulo Primero, titulado HEMOS CREÍDO EN EL AMOR:
La fe es la respuesta a una Palabra que interpele personalmente a un Tú que nos llama por nuestro nombre. La fe ve en la medida en que camina, en que se adentra en el espacio abierto por la Palabra de Dios. Como dice san Agustín, el hombre es fiel creyendo a Dios, que promete; Dios es fiel dando lo que promete al hombre. La luz de la fe está vinculada al relato concreto de la vida, al recuerdo agradecido de los beneficios de Dios. De ahí que se da idolatría cuando un rostro se dirige reverentemente a un rostro que no es un rostro, según la expresión de Martin Buber. El ídolo es un pretexto para ponerse a sí mismo en el centro de la realidad, adorando la obra de las propias manos. El hombre se disgrega en la multiplicidad de sus deseos, se desintegra en los múltiples instantes de su historia. Por ello, en el continuo volverse al Señor, el hombre encuentra un camino seguro que lo libera de la dispersión a que le someten los ídolos.
Todas las líneas del Antiguo Testamento convergen en Cristo; él es el SÍ definitivo a todas las promesas, el fundamento de nuestro AMÉN último a Dios. La fe no sólo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo de ver. De ahí que el mismo san Agustín nos diga: "De Aquél que te ha hecho no te alejes, ni siquiera para ir a ti".
Y es que la fe en Cristo nos salva porque en él se abre radicalmente a un Amor que nos precede y nos transforma desde dentro, que obra en nosotros y con nosotros. El cristiano puede tener los ojos de Jesús, sus sentimientos, su condición filial, porque se le hace partícipe de su Amor, que es el Espíritu.
Alfonso Gil