PABLO DE TARSO
Durante los últimos años del reinado de Tiberio, el cristianismo continuó extendiéndose. En la mayor parte de las ciudades de la mitad oriental del Imperio Romano había comunidades judías. Era frecuente que los judíos viajaran de tanto en tanto a Jerusalén a sacrificar en el Templo, y muchos volvían con la nueva de que el Mesías había llegado, lo cual suscitaba inmediatamente el interés general. Los apóstoles viajaron a muchas de estas ciudades predicando su doctrina. Las autoridades religiosas judías veían en el cristianismo una herejía y una probable fuente de problemas políticos con los romanos, así que hicieron cuanto pudieron por hacerlo desaparecer. En 35 llegaron noticias a Jerusalén de que en Damasco había una próspera comunidad cristiana, y Saulo fue enviado a combatirla. Según la Biblia, por el camino le sucedió esto:
Caminando, pues, a Damasco, ya se acercaba a esta ciudad cuando de repente le cegó de resplandor una luz del cielo. Y cayendo en tierra oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Y él respondió: ¿Quién eres tú, señor? Y el Señor le dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Dura cosa es para ti dar coces contra el aguijón. Entonces, temblando y despavorido, dijo: Señor, ¿qué quieres que haga? (Act. IX, 3-6)
Lo que sigue es un poco enrevesado, pues Saulo tenía compañeros de viaje y obviamente Jesús no podía hablar mucho con él. El relato cuenta que Saulo quedó ciego, fue conducido a Damasco y allí recobró la vista al tiempo que Jesús le daba instrucciones a través de un tercero. El caso es que a partir de ese momento Saulo se otorgó a sí mismo el título de Apóstol de Cristo. Más exactamente, dijo que el mismo Jesús se lo había otorgado, y empezó a predicar el cristianismo. Resulta natural preguntarse qué movió a Jesús a aparecérsele a Saulo. La Biblia contiene varias "excusationes non petitae" salidas de su pluma que sugieren una respuesta:
¿Acaso no tenemos derecho de ser alimentados por vosotros?, ¿por ventura no tenemos también facultad de llevar en nuestros viajes alguna mujer hermana [para que nos asista] como hacen los demás apóstoles y hermanos del Señor?, ¿o sólo Bernabé y yo no podemos hacer esto? [...] Si nosotros hemos sembrado entre vosotros bienes espirituales, ¿será gran cosa que recojamos un poco de vuestros bienes temporales? Si otros participan de este derecho a lo vuestro, ¿por qué no más bien nosotros? Pero, con todo, no hemos hecho uso de esa facultad. Antes bien todo lo sufrimos por no poner estorbo alguno al evangelio de Cristo. ¿No sabéis que los que sirven en el templo se mantienen de lo que es del templo, y que los que sirven al altar participan de las ofrendas? Así también dejó el Señor ordenado que los que predican el Evangelio vivan del Evangelio. (I Cor. IX, 4-14)
También os hemos enviado con él al hermano nuestro, que se ha hecho célebre en las iglesias por el Evangelio, el cual, además de eso, ha sido elegido por las iglesias para acompañarnos en nuestros viajes, y tomar parte en el cuidado que nosotros tenemos de procurar este socorro [para los pobres de Jerusalén] por la Gloria del Señor y para mostrar nuestra pronta voluntad, con lo que tendemos a evitar que ninguno nos pueda vituperar con motivo de la administración de este caudal, pues atendemos a portarnos bien no sólo delante de Dios, sino también delante de los hombres. (II Cor. VIII, 18-21)
Saulo de Tarso debió de marcarse de muy joven el objetivo de conseguir tal vez fama, tal vez prestigio, tal vez poder, o tal vez un poco de todo. Su primer intento fue poner todo su empeño en convertirse en un fariseo ejemplar, pero durante sus años de persecución del cristianismo debió de advertir el potencial de la nueva secta. Los cristianos, impresionados por el inminente fin del mundo, tenían una fe mucho más firme que los demás judíos, seguían fielmente a sus líderes y además apenas estaban organizados. En suma, debió de llegar a la conclusión de que le resultaría mucho más fácil convertirse en un líder cristiano que en un líder judío. Con la saña que había demostrado contra los cristianos tenía difícil que Pedro lo admitiera entre los suyos, así que se le debió de ocurrir la idea de apelar a una instancia superior.
El caso es que Saulo entró en Damasco y allí no se dedicó a combatir, sino a predicar el cristianismo, precisamente a los judíos entre los que estaban los que habían pedido ayuda a las autoridades de Jerusalén para que les libraran de los herejes cristianos. Éstos se volvieron contra él escandalizados y, al parecer, planearon matarlo. Saulo tuvo que huir de Damasco y volver a Jerusalén. Allí trató de entrar en los círculos cristianos, pero no halló sino desconfianza, hasta que un cristiano llamado Bernabé lo presentó a los apóstoles, a quienes tuvo ocasión de contar la historia de su conversión. Los apóstoles le recomendaron que volviera a Tarso por su seguridad. Probablemente trataron de quitárselo de encima y Saulo así lo comprendió, pues más adelante negaría que este encuentro hubiera tenido lugar (aunque está en la Biblia, Act. IX, 19-30). Afirmó que tras su conversión había pasado tres años sin contacto alguno con los apóstoles. Puede que fuera así, y puede que permaneciera quieto en Tarso durante algún tiempo.
El rey parto Artabán III había sido derrocado en una revuelta prorromana, pero en 36 recobró el trono con el apoyo de Roma. Poncio Pilato fue destituido por Tiberio. Al año siguiente, en 37, el emperador murió durante un viaje. Según había decidido, su sucesor fue Cayo Julio César, uno de los hijos de Germánico, que a la sazón tenía 25 años. Había pasado su infancia con sus padres en un campamento militar en Germania, donde el niño se convirtió pronto en una especie de "mascota" de los soldados. Germánico lo aprovechó para mantener alta la moral de sus hombres. Lo solía vestir con uniforme militar, y los legionarios pusieron al pequeño y encantador Cayo el sobrenombre de "botitas", en latín Calígula, y así fue conocido toda su vida. A diferencia de Augusto o Tiberio, Calígula no se había educado en la antigua tradición romana. Pasó su juventud en la corte imperial, rodeado de lujo, pero también de intrigas palaciegas, por lo que se hizo receloso y temeroso. Entre sus amistades estaban muchos príncipes de los reinos satélites de Roma, que solían frecuentar la capital. Probablemente estos amigos describieron con detalle a Calígula la magnificencia de las cortes orientales y el inmenso poder de sus reyes.
Uno de ellos era Herodes Agripa, hijo de Aristóbulo, uno de los dos hijos que el rey Herodes de Judea había tenido con su esposa macabea, Miriam. Desde que Herodes hizo matar a Aristóbulo, Herodes Agripa fue criado en Roma por Antonia, cuñada de Tiberio (viuda de Druso, madre de Germánico). Al parecer, unos meses antes de que Tiberio muriera había sugerido a Calígula la posibilidad de asesinar al emperador. Tiberio se enteró y lo encarceló, pero tras su muerte Calígula lo liberó y le dio el título de rey. Le asignó la tetrarquía que había gobernado Herodes Filipo y algunos territorios más.
La corte recibió encantada al nuevo emperador. Parecía más liberal y agradable que Tiberio. Era tan liberal que gastó en un año todo el excedente del tesoro público que Augusto y Tiberio habían ahorrado en casi setenta años de prudente gobierno. Peor aún, antes de que acabara su primer año de mandato cayó gravemente enfermo, y la enfermedad le afectó al cerebro. Los historiadores romanos dijeron que en realidad Calígula estuvo perturbado desde siempre, y tal vez algo había de cierto. El caso es que se convirtió en un déspota y usó su inmenso poder para satisfacer toda clase de caprichos.
Calígula protegió a las religiones orientales. En 38 el culto a Isis pasó a ser oficial, como ya lo era el culto a Cibeles. Por esta época Séneca era uno de los más famosos abogados de Roma y también el orador senatorial más aclamado.
El estado estaba en bancarrota, así que Calígula decidió llamar a Roma a Tolomeo, el rey de Mauritania, nieto de Cleopatra y de Marco Antonio. Lo hizo asesinar y confiscó el tesoro mauritano. Luego intentó convertir el reino en una provincia romana, lo que dio lugar a una rebelión. Ese mismo año, Herodes Antipas se quejó a Calígula de que su sobrino Herodes Agripa disfrutara del título de rey mientras que él sólo era un tetrarca. Calígula evitó la discriminación destituyendo al tetrarca, enviándolo al exilio y anexionando su territorio al reino de su amigo Herodes Agripa.
Augusto y Tiberio habían recibido tras su muerte honores divinos. En vida recibían ciertas distinciones divinas, pero Calígula decidió que quería ser tratado exactamente como un dios. Se vestía como Júpiter y ordenó que su imagen sustituyera a la del padre de los dioses en los templos. Así se hizo, hasta en las partes más remotas del Imperio. Esto llevó inevitablemente a un conflicto con los judíos. Una de las comunidades judías más importantes era la de Alejandría, donde eran frecuentes las disputas entre judíos y griegos. Los judíos no sólo se negaban a participar en los servicios religiosos oficiales, sino que tampoco aceptaban alistarse en el ejército, pues la legión llevaba consigo prácticas religiosas incompatibles con su fobia a la idolatría. Pese a los disturbios que se ocasionaron, la imagen de Calígula fue introducida por la fuerza en las sinagogas.
En Jerusalén los judíos se hubieran matado para evitar que la imagen de Calígula entrara en el Templo. Pero no hizo falta, porque Herodes Agripa pudo convencer al emperador de que los gastos militares que conllevaría combatir el fanatismo judío no merecían la pena. No obstante, la crisis fortaleció a la secta de los zelotes, que propugnaba la guerra contra Roma.
Ese mismo año Saulo de Tarso se encontró por segunda vez (o por primera vez, según él) con los apóstoles Pedro y Santiago en Jerusalén. Tal vez confiaba en que, después de tres años de ausencia, ya nadie se acordara de su pasado. Tal vez con este fin decidió cambiar su nombre judío Saulo por el romano Paulo o Pablo. El caso es que de Jerusalén pasó a Antioquía junto con Bernabé, convertido ya en discípulo suyo, dispuesto a predicar el evangelio. Al parecer fue por esta época en Antioquía donde los "nazarenos" empezaron a ser llamados "cristianos".
Pablo debió de hacer pocos progresos convirtiendo judíos, y ello le hizo volverse hacia los gentiles. Comprendió que el núcleo del cristianismo podía ser atractivo para cualquier hombre o mujer, y que entre los gentiles no tendría que chocar contra los prejuicios de la ortodoxia. A partir de entonces se dedicó a vender el cristianismo más popular posible, lo que requirió modificaciones drásticas de la doctrina que predicaban Pedro y los otros apóstoles. El Cristo del que hablaba Pablo (esencialmente el Cristo en el que creen los cristianos actuales) difería en muchos aspectos del Cristo de Pedro y los demás apóstoles (y, por supuesto, en muchos más aspectos del Jesús histórico). Por ello a este Cristo se le conoce como el Cristo paulino.
El Cristo paulino coincidía con el de los otros apóstoles en que era el Mesías y, más aún, en su naturaleza divina. (La naturaleza divina de Cristo estaba más o menos implícita en la predicación de los apóstoles, aunque sólo más adelante los cristianos iban a plantearse cómo debía entenderse esto. Usando un lenguaje posterior, Jesús pasaba a ser el Hijo único de Dios, partícipe de su misma naturaleza.) Es muy probable que Jesús hubiera considerado blasfemas estas ideas si hubiera llegado a oírlas:
¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno. (Mt. XIX, 17)
Sin embargo, el Cristo paulino había muerto y resucitado para redimir a todos los hombres, judíos o no. Jesús había ordenado a Pablo predicar el evangelio también a los gentiles, pues también ellos podían salvarse si tenían fe en Cristo, pese a:
Yo no soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel. (Mt. XV, 24)
Uno de los motivos por los que los gentiles eran reacios a abrazar el cristianismo era que ello exigía que aceptaran los ritos judíos, particularmente la circuncisión. Así lo mantenían Pedro y los demás apóstoles:
No penséis que yo he venido a destruir la Ley ni los profetas. No he venido a destruirla, sino a darle cumplimiento. Que con toda verdad os digo que antes faltarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse perfectamente cuanto contiene la Ley, hasta un solo ápice de ella. (Mt. V, 17-18)
Por el contrario, el Cristo paulino había anulado la Ley de Moisés y de los otros profetas. En palabras de Pablo:
Jesucristo nos redimió de la maldición de la Ley haciéndose por nosotros objeto de maldición, pues está escrito: Maldito todo aquel que es colgado de un madero. Y todo esto para que la bendición de Abraham cupiese a todos los gentiles por Jesucristo, a fin de que, por medio de la fe, recibiésemos la promesa del Espíritu. (Gal. III, 13-14)
El argumento parece débil, pero ello se debe a que es un pequeño fragmento. En sus cartas Pablo aporta toda clase de razones en virtud de las cuales, la antigua Alianza que Dios había establecido con los judíos a través de Abraham quedaba sustituida por una Nueva Alianza establecida con todos los hombres a través de Jesucristo. (Pablo hablaba en griego, y la palabra griega que significa "alianza", también significa "testamento". Cuando, más adelante, el cristianismo se extendió por la mitad occidental del Imperio Romano, sus predicadores hicieron más daño al latín que los romanos a sus personas, y así en la jerga cristiana se habla de un "Antiguo Testamento" frente a un "Nuevo Testamento", pero no hay que deducir de aquí que Yahveh estuviera pensando en morirse.)
Y Dios es el que asimismo nos ha hecho idóneos para ser ministros del Nuevo Testamento, no de la letra [de la Ley], sino del Espíritu, porque la letra mata, mas el Espíritu vivifica. (II Cor. III, 6)
En otras palabras, los cristianos ya no estaban sujetos a los aspectos formales de la Ley, sino a su espíritu. En consecuencia, ya no había motivo para circuncidarse, abstenerse de comer "alimentos inmundos" como el cerdo, celebrar las festividades judías, abstenerse de trabajar en sábado, etc. Por el contrario, el Cristo paulino comparte con el Jesús histórico su mensaje de amor y mansedumbre, sólo que ahora es verdaderamente universal:
El amor sea sin fingimiento, tened horror al mal y aplicaos perennemente al bien, amándoos recíprocamente con ternura y caridad fraternal, procurando anticiparos unos a otros en las señales de honor o deferencia. No seáis flojos en cumplir vuestro deber, sed fervorosos de espíritu acordándoos de que es al Señor a quien servís. Alegraos con la esperanza del premio, sed sufridos en la tribulación, en la oración continuos, caritativos para aliviar las necesidades de los santos, prontos a ejercer la hospitalidad. Bendecid a los que os persiguen, bendecidlos y no los maldigáis. Alegraos con los que se alegran y llorad con los que lloran. [...] A nadie volváis mal por mal, procurando obrar bien no sólo delante de Dios, sino también delante de todos los hombres. No os venguéis por vosotros mismos, sino dejad que pase la cólera, pues está escrito: A mí me toca la venganza, yo haré justicia, dice el Señor. Antes bien, si tu enemigo tiene hambre, dale de comer, si tiene sed, dale de beber, que con hacer eso amontonarás ascuas encendidas sobre su cabeza. No te dejes vencer del mal, mas procura vencer al mal con el bien. (Rom. XII, 9-21)
Ahora bien, el Cristo paulino no tenía la vena cínica radical del Nazareno: El reino de los cielos está abierto por igual a ricos y pobres, poderosos y humildes. Para seguir a Cristo no hay por qué renunciar a las posesiones y riquezas, pero tampoco dejar de pagar impuestos o desobedecer a la autoridad. Pablo insiste mucho en que el cristiano no ha de dar pie a ninguna clase de censura, crítica o escándalo (no sólo hay que obrar bien delante de Dios, sino también delante de todos los hombres).
Al mismo tiempo que prescindió de las costumbres judías, Pablo potenció nuevos rituales. Por ejemplo, los apóstoles usaban el bautismo como símbolo de la conversión al cristianismo, recordando que Jesús fue bautizado por Juan el Bautista. Ello conllevaba el perdón de los pecados. Pablo convirtió el bautismo en símbolo de la fe en Cristo, de modo que mientras los judíos (y los cristianos según la concepción de Pedro y los otros apóstoles) distinguían entre circuncisos e incircuncisos, los cristianos de Pablo distinguirían entre bautizados y no bautizados. Con ello el cristianismo de Pablo se liberaba de toda conexión con el nacionalismo judío.
También puede considerarse a Pablo el instaurador de la eucaristía en sentido moderno. El texto más antiguo conocido sobre la institución de la eucaristía está en una de sus cartas:
Porque yo aprendí del Señor lo que también os tengo enseñado, y es que el Señor Jesús, la noche misma en que había de ser traidoramente entregado, tomó el pan, y dando gracias lo partió y dijo: Tomad y comed; éste es mi cuerpo, que por vosotros será entregado; haced esto en conmemoración mía. Y de la misma manera tomó el cáliz, después de haber cenado, diciendo: Este cáliz es el Nuevo Testamento en mi sangre; haced esto cuantas veces lo bebiereis, en memoria mía. Pues todas las veces que comiereis este pan o bebiereis este cáliz, anunciaréis la muerte del Señor hasta que venga. (I Cor. XI, 23-26)
Es posible que Pedro y los demás discípulos idearan la eucaristía como una forma de legitimar su autoridad: Jesús les había hecho comer su cuerpo y su sangre, de modo que estaba en el interior de todos ellos. Pero la versión que aparece en los evangelios es prácticamente idéntica a la cita precedente, y el Cristo que habla es sin duda el Cristo paulino. Fue Pablo quien convirtió el misterio de la eucaristía en un rito de comunión (unión conjunta) de Cristo y los cristianos, tal vez inspirado en las religiones mistéricas, cuya finalidad era fortalecer el contacto del hombre con Dios (parece ser que Pablo estaba familiarizado con ellas, aunque no era un iniciado). Al comer el pan y beber el vino, el hombre recibía a Cristo en su seno, lo que le exigía la responsabilidad constante de ser digno de ello:
Porque quien lo come y bebe indignamente, se traga y bebe su propia condenación, al no hacer el debido discernimiento del Cuerpo del Señor. (I Cor. XI, 29).
En definitiva, Pablo aprovechó la ligera, algo confusa, y algo torpe reforma del judaísmo que habían iniciado Pedro y sus apóstoles, para ponerse a la cabeza de una reforma mucho más sólida, articulada y fundamental, de la que quedaban excluidos en principio los propios judíos (salvo que abrazaran la fe en Jesucristo), pero que a cambio admitía en su seno a cualquier hombre o mujer, judío o gentil. Pablo era un hombre con la suficiente cultura como para sentar las primeras bases de lo que sería la futura teología cristiana. La imagen del cristiano preconizado por Pablo es el cristiano típico de las películas de romanos, que contrasta en muchos aspectos con la imagen que los evangelios dan de los propios discípulos de Jesús:
Se llegaron entonces los demás, y echaron la mano a Jesús, y le prendieron. Y he aquí que uno de los que estaban con Jesús, tirando de la espada, hirió a un criado del príncipe de los sacerdotes, cortándole una oreja. (Mt. XXVI, 50-51) [En Jn. XVIII, 10 se da el nombre del que saca la espada: es Simón Pedro.]
El cristianismo de Pablo no tardó en demostrar su enorme fuerza. En los años siguientes logró crear en Antioquía una importante comunidad cristiana acorde a sus planteamientos.
www.uv.es/ivorra/Historia/Indice.htm
Revisión textual y foto selecta: Alfonso Gil