Desde mi celda doméstica
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viernes, 10 de junio de 2016

MIS APUNTES PATRIOS (XXXIV)

¡Ay, Felipe de mi vida!


Lo grande de la Historia es que, depurada en el olvido las pequeñeces humanas, quedan visibles mojones para el viandante del mañana. Si hay una etapa en España de grandeza y miseria a un tiempo, esa fue la correspondiente al reinado de Felipe II: cuarenta y dos años de gobernar un Imperio en el que él mismo decía que no se ponía el sol, y era verdad. Nunca imperio alguno fue tan grande.
Aquella época (situémonos en la segunda mitad del siglo XVI. Para ser exactos, entre 1556 y 1598) era muy parecida a cualquier otra. Lo que la hizo diferente fue, precisamente, la presidencia de un hombre como Felipe. Los problemas le venían a tres bandas: la guerra, la herejía y la bancarrota. Demasiado imperio para mantenerlo firme y sólido. ¿Qué hubieran hecho nuestros gobernantes de hoy? Aparte de atender América y Filipinas, por doquier salíanle a España dificultades: los Países Bajos, Inglaterra, Francia, Italia, Portugal, los turcos, los piratas ingleses, los moriscos españoles…, incluso su secretario Antonio Pérez.
Dicen que Felipe II tenía la austeridad, seriedad y religiosidad de su Monasterio del Escorial. A lo mejor, por ello, llegó a ser tan grande. Enviudó tres veces y se casó cuatro. Necesitaban nuestros antepasados un sucesor capaz de continuar su ingente tarea. Pero no parece dable que a los gigantes sucedan gigantes. Suelen hacerlo los enanos. Lo triste es que la suma de éstos nunca equivale a la talla de un hombre cuya preocupación sólo sea España.
   Ahora, en el primer cuarto del siglo XXI, las preocupaciones del rey Felipe VI son muy otras. No preside un Estado con sueños imperiales, ni tan siquiera con unidad en el futuro de su destino. Los problemas familiares y una nación dividida en su Parlamento le acechan por doquier. Los españoles no tienen ese sentido de patria de los ingleses, ni ese afecto a su monarquía, que es principio vertebrador de su historia. Nuestra monarquía, con ser la más vieja de Europa, no acaba de ilusionar a los españoles en una empresa común. El quijotismo de los ideales y valores ceden paso al sanchopancismo de cubrir necesidades más inmediatas y efímeras. Si alguna vez lo fue, España ya no es la reserva espiritual de nadie. Nos gusta el poder, el dinero y la lujuria. Y con estos deseos, votamos y votamos, a ver si, por fin, algún listillo es capaz de satisfacer nuestros anhelos ramplones.
Que Dios nos coja confesados.

Alfonso Gil González

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