La Primera de Brahms
Aún no se le había diagnosticado a Leonard Bernstein la grave enfermedad que lo llevó a la tumba. Se hallaba en su plenitud como director y compositor. Fumaba, eso sí, como un carretero. Había hecho una visita artística a Israel. Allí, entre los varios conciertos, iba a dirigir la Sinfonía n. 1 de Johannes Brahmns. Le acompaña su centuria neoyorquina, que tanta fama le acarreó. La sala de conciertos está a rebosar. La expectación era enorme y valía la pena. Era 1985. El auditorio israelí es moderno. Los oyentes rodean, como en el de Berlín y en tantos otros posteriores, el espacio ocupado por la orquesta. Un grandioso órgano, de espectacular tubería, cubre el frontal de arriba abajo y de izquierda a derecha.
Bernstein apareció con su andar seguro y desenfadado, la cabellera nívea, el ademán elegante, su anillo de esposo en el anular de la mano izquierda, un pañuelo granate en el bolsillo de su chaquet. Su mano izquierda, de vez en cuando, asía la batuta, para, con su derecha indicar a sus músicos los minuciosos detalles que encierra esta Sinfonía. Cuarenta años, dicen, tardó el músico alemán en componer sus cuatro sinfonías. Hoy las cosas se hacen más deprisa y, por tanto, no tan perfectas. Bernstein dirige sin partitura. El silencio del público es sepulcral. Está embelesado, sobre todo, con el segundo movimiento, largo, que es una invitación a zambullirse en las cristalinas aguas de un lago celeste. El tercer movimiento es más breve y da paso, a través del metal, a un maravilloso canto de las cuerdas graves, con que se inicia el movimiento final, llegando a la apoteosis del tutti orquestal. Al director se le ve eufórico. No es para menos.
La Primera Sinfonía de Brahms está escrita en la tonalidad de do menor. Es la correspondiente al Mi mayor. El que esté tratada en tono menor le da ese carácter de misterio casi sacro. Alguien escribió que, de las cuatros sinfonías que compuso, habría que quedarse con el primer movimiento de la Primera, con el segundo de la Segunda, con el tercero de la Tercera y con el cuarto de la Cuarta. Pero no estoy de acuerdo en absoluto. Las cuatro sinfonías brahmsianas son un conjunto indivisible y fenomenal, que merece su íntegra audición. Audición a la que te invitamos desde estas páginas. Eso sí: empieza por la Primera.
Alfonso Gil González