En la sinagoga de Nazareth
Por esta escena evangélica, y siguiendo a los Sinópticos, sabemos cómo se llamaban los parientes próximos de Jesús. Sabemos que, tanto él como su padre eran artesanos. Sabemos que se había criado en Nazareth y que tenía por costumbre, como buen judío, asistir cada sábado a la sinagoga, y que, en esta ocasión, se puso de pie para leer un texto del profeta Isaías que le había entregado el rabino, y que exactamente dice así: El espíritu del Señor está sobre mí; por eso, me ungió y me envió a evangelizar a los pobres, a sanar a los contritos de corazón, a predicar el perdón de los pecados, a dar vista a los ciegos, y a anunciar el año de gracia del Señor. Enrolló de nuevo el libro, lo entregó y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos puestos en él. Y comenzó a decirles que, en ese momento, se cumplía la Escritura que habían escuchado. Y todos se admiraban de lo que decía. Pero algunos empezaron a desconfiar, porque conocía a su familia, su trabajo… En fin, los cuentos chinos de la gente de pueblo. Incluso llegaron a decirle el refrán de “Médico, cúrate a ti mismo”. Pero él no hizo los milagros realizados en Cafarnaúm, porque no tenían fe. Y se llenaron de ira, y se levantaron con ánimo de arrojarle al precipicio sobre el que estaba edificada la ciudad. Y siguió su camino.
Deberíamos descubrir cuáles son nuestras excusas para no creer.
Alfonso Gil González