Capítulo XLI
Lo único real
El 8 de marzo de 1991, escribe: “Todo te es lícito, pero no todo te conviene. Podemos jugar con el fuego, el viento, el agua… No olvides que el fuego puede quemarte, que el viento puede derribarte, que el agua puede ahogarte. Todo está a nuestro servicio, mas en su justa medida. Es más, a veces, lo que a uno beneficia perjudica a otro. Ah, y todo adquiere tu medida. En realidad, el daño o beneficio está en ti mismo”.
Este desarrollo de su pensamiento lo concluye al día siguiente: “Sí, es verdad. La carne engendra carne; y el espíritu, espíritu. No es cuestión de maniqueísmo, sino de enfoques antagónicos del ser y del vivir. Y, como no se puede servir a dos señores opuestos, si eres carnal, no entenderás al espíritu; si eres espiritual, no te someterás a la esclavitud de la carne.”
Y concluye el día 11: “Tú puedes elegir ser soberbio, avaro, lujurioso, colérico, epulón, envidioso, perezoso… Pero no serás ni podrás ser feliz. O bien, ser humilde, pobre, casto, pacífico, parco, caritativo, diligente… Y serás feliz infaliblemente.”
Era un gran observador. El que a él se dirigía, hombre o mujer, se llevaba la impresión de que, con esa simple y limpia mirada que le caracterizaba, él ya le había hecho su radiografía. Y, sin embargo, jamás hizo un juicio negativo de nadie, ni de nadie habló mal, pues decía que sólo le quedaba en su mente lo positivo y bueno de las personas, es decir, lo único real. Porque, esa es otra: estaba tan convencido que la criatura estaba hecha a imagen y semejanza del Creador, que jamás dio entidad real al mal o a lo negativo, aunque aceptaba que los efectos de lo negativo podrían ser terribles.
Véase, por ejemplo, lo que escribe el 12 de marzo: “Sé que es difícil no hacerle el juego al mundo, a su sistema, a sus mezquinos intereses. Es difícil, como todo lo que vale la pena: el arte, la ciencia, el saber, la virtud. Pero, ¿acaso hay alternativa, distinta de la mediocridad, a la capacidad de ser artista, científico, sabio, santo…? Por favor, ¡no seas mediocre!”
Es el 13 de marzo, cuando él va a escribir sobre lo que más admira en este mundo: “Bondad es la semilla que Dios ha dejado en el corazón. Si la ejercitas, eres su hijo. Si no, también, pero nadie lo diría. Ser hombre supone vivir bondadosamente. La picaresca, la doblez, la mentira, la malicia… impiden ser hombre, porque nublan la imagen del Padre. ¡Que los demás vean a Dios al ver tu estilo de vida!”
A veces, el padre Alfonso parece desconcertante. Pero, cuando terminas de leer su pensamiento, entiendes perfectamente la lógica en que se mueve. Por ejemplo, cuando al día siguiente, 14, escribe: “No alimentes deseos inútiles de riqueza, de poder. Ni, menos, de sabiduría o santidad. Que ya es triste llegar a la muerte sin haberlo conseguido. Pues, la riqueza y el poder están en la epidermis, pero la sabiduría o santidad anidan tan sólo en el corazón. Procura ser sabio o santo eficazmente. No añores lo que no procuras, que es doble desgracia.”
Dos días siguientes escribe sobre educación y valores familiares. Ahora, con el paso de los años, logro captar muchísimo mejor esa su aparente frialdad, ese su aparente despego. Él siempre iba a lo nuclear. Lo periférico le aburría. A veces, escuchaba, tenía que escuchar alguna conversación de las que consideraba sin fuste, pura habladuría, y no siempre supo disimular el disgusto que le producía. Cuando disimulaba estar interesado, su pensamiento volaba por otras esferas, o se detenía contemplativo en lo profundo de su ser.
Pero veamos qué dice: “Educa a tus hijos siempre y en todo lugar, y aún seriamente, si es preciso. No quedará vacío tu empeño, si tu amor es el pedagogo. Cuando los hijos crecemos, nos es grato recordar el afán y entrega de los padres en hacernos personas de bien. Que nunca diga tu hijo que te limitaste a traerlo al mundo”.
“Me fío más de la obediencia que del beso cariñoso. Más de la docilidad que del buen deseo. Más del servicio amoroso que de promesas grandes de amor. Más de quien se deja amar que de quien cree amar. Más de ti que de mí. Y en eso también radica la felicidad”.
Optimista, como dije más arriba, tenía una mirada agridulce. Seguramente no sea ese el adjetivo, puesto que de “agrio” nada. En realidad, era una mirada compasiva. Ese es el adjetivo. Miraba como sentía, y como amaba, compasivamente. Siempre creyó que la com-pasión era una forma bellísima de amar y sentir.
Algo que valoró muy mucho era la amistad. Algunos de sus sonetos así lo reflejan. El 18 de marzo escribe: “Si un amigo es un tesoro, ¿qué no será el que se porta como un hermano? Y, créeme que se encuentran “hermanos” auténticos, personas que ponen lo que son y lo que tienen a tu disposición, a tu servicio. Claro que, la invitación es a que tú y yo seamos hermanos para los demás. Que el cristianismo no es filantropía, sino fraternidad. O no es nada.”
Franciscano en el exilio
El día 19 de marzo de 1991, festividad de San José, deja escrito esto: “No es el trabajo lo que dignifica. Es el hombre quien dignifica al trabajo. Porque la dignidad se encierra en su corazón, en sus valores, en su proyecto de vida… Sobre todo, en su filiación divina. La dignidad le viene del Padre. Y esta es su gran tarea: mantener esa dignidad día a día.”
No sé si ya he dicho antes que Dios era su gran obsesión. Pero no de un Dios etéreo, sino el de Jesús de Nazareth. En el escrito anterior ya lo deja entrever. Sin embargo, es al día siguiente cuando se adentra en el misterio: “Dios es el Yo del mundo, que le da su sentido y unidad, que lo potencia y soporta, y de él se sirve para manifestarse. Como nosotros somos el Yo de nuestra estructura personal. Ese Yo es quien tiene la conciencia de nuestro ser y existir, y de ese Yo del mundo que es Dios. Por eso, aún distintos, Dios y el hombre son inseparables”.
Escribía para sí mismo, en primer lugar, como queriendo dejarse aconsejar por el “padre Alfonso” que llevaba tan enraizado. Pero, por eso mismo, también escribe para cuantos pudiéramos leerle. Solía decir que, aún cuando nuestras palabras hicieran bien a una sola persona, habría valido la pena pronunciarlas.
¡Qué bello texto el que leemos en su diario del 21 de marzo!: “Es mejor imitar a la abeja, capaz de libar dulce néctar de cada flor. Sí, es mejor, mucho mejor: pasar por el mundo y por los hombres valorando lo bueno que, además, es lo más abundante, lo más frecuente. Y no fijarse en lo malo que, aún pareciendo más patente, no merece nuestra atención ni nuestro tiempo. Que el tiempo de una vida sólo debe emplearse en hacer el bien.”
Por lo que acabas de leer, y por lo que, a continuación, te trascribo, puedes deducir que el padre Alfonso era un “franciscano” puro. ¡Qué lástima que los “suyos” no llegaran a captar el alcance de su “desconcertante” respuesta a la vocación franciscana!
Porque, fíjate lo que dejó escrito el 22 de marzo de 1991: “¿Quieres un consejo? Ama la música, la buena. Que hay otras que apenas lo son. Aunque te parezca árida, óyela, escúchala, saboréala… Y, poco a poco, tu espíritu se dilatará, y se trocará más sensible para todo lo bueno. La buena música te aportará una riqueza insospechada, te ayudará a pensar, a contemplar, a orar, a encontrarte… Y, sobre todo, a llevarte.”
Eso es un texto franciscano, muy de acuerdo con otro poeta franciscano, que dejó escrito: “Hemos renunciado a todo, menos a todo lo bello”. No hay espacio en un grueso libro para hablar de su amor por la música. De las artes, ninguna tan apreciada para él. Dotado de una vastísima cultura musical, casi todos los días gustaba de las más grandes obras del romanticismo, del clasicismo, del modernismo, del barroco, etc… Aunque tenía especial predilección por las obras de carácter religioso -¡cómo no!- y del sinfonismo.
El día 23 de marzo, vuelve a la reflexión teológica: “Ser creyente supone tener un alto concepto de Dios. No así el idólatra, que concibe y fabrica sus ídolos. No así el incrédulo, que es otro idólatra. No así el agnóstico, que se ufana de no saber dónde está. Seguramente hay muy pocos creyentes. Pero todos, absolutamente todos, “en Dios nos movemos, existimos y somos”.”
El 25 de marzo, festividad de la Encarnación, escribe: “Y el Verbo se hizo carne, es decir, hombre completo, total, desde su concepción, a través de nueve meses de gestación y embarazo, viniendo al mundo como cualquier otro hombre, tras haber roto el seno materno, con un diminuto cuerpo que tuvo que desarrollarse mamando, llorando, jugando, comiendo, trabajando, amando. Y que terminó sus días terrenos bajando al sepulcro, donde lo corruptible se transformó en incorruptible… y RESUCITÓ”.
De la visión de Jesucristo pasa a la de la Iglesia, y escribe el 26: “Si es religión el cristianismo, no es para el más allá, para que vayas al cielo. Es para el más acá, para que el Reino de Dios se establezca en la tierra, y se haga su Voluntad, y se santifique su Nombre, y nos perdonemos las ofensas. Es decir, ser cristiano es vivir lo que pedimos al Padre. Por eso, el PADRENUESTRO es la oración por excelencia; porque hay un compromiso de vivir y ser lo que se ora”.
Para alabanza de Cristo. Amén.