Desde mi celda doméstica
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sábado, 1 de agosto de 2015

FLORECILLAS ALFONSINAS (Capítulo Quincuagesimoséptimo)



Capítulo LVII


Cehegín-Almería

En julio de 1994, mis padres me llevaron a Cehegín para unirme a las vacaciones de mis hermanos. Mis padres regresaron a Madrid. Por cierto que, el día 5 de julio, hubo un gravísimo incendio forestal en los montes de Moratalla.
Durante este mes, cada fin de semana bajaban mis padres a Cehegín. En el del día 8, llevaron consigo a una joven que padecía de esclerosis múltiple. Era hija de una prima de nuestro chache Pedro.
El 12, el padre Alfonso escribe:
“¡Espíritu Santo, que procedes del Padre y del Hijo, sé Tú el guía de mi vida, de mi familia y del mundo entero!”
El 26, añade:
“Lo de Ruanda, Señor, nos deja avergonzados y sin derecho alguno en tu presencia.” Y es que la guerra en aquel país africano había llegado al extremo de la crueldad.
El 31, cierra el mes así:
“Gracias, Señor, por el día de hoy, en que has vuelto a decidirme en darte la respuesta que debo como cristiano y como sacerdote. Que sepa caminar a la luz de tu Espíritu y de las necesidades de mis hermanos.”
El 5 de agosto, toma sus vacaciones veraniegas, y mis padres vuelven a Cehegín, acompañados de la prima claretiana, María.
El 11 de agosto, subimos a Caravaca, a la fiesta de las Clarisas, con Misa y Procesión, predicando un compañero de curso de papá, José Martínez Cano –alias Bienvenido-. Este marcharía con mi padre, el 13, hasta Almería, en cuyo convento franciscano se hospedaron. Mi padre, que había ejercido allí su ministerio sacerdotal, en 1968, saludó a algunos amigos almerienses que no había visto desde entonces. Almería siempre le trajo buenos e inefables recuerdos, como puede deducirse del capítulo correspondiente. En la Parroquia de san Agustín, esta vez, volvería a encontrarse con más gente conocida, como el padre Uroz, al que no veía desde 1959. De hecho, con la familia Contreras Vaquero, amiga del padre Bienvenido, y acompañado en todo momento por él, fue a cenar y a visitar Roquetas y Aguadulce. Echó en falta, eso sí, la presencia de almas selectas de aquella su época parroquial.
Capítulo importante de las vacaciones de mi padre eran las conversaciones habidas con los amigos, paseando a la orilla del río Argos, hablando sobre Dios y sobre música. Sobre Dios muy especialmente. Esas conversaciones se prolongaban, o se anticipaban, en las comidas y cenas. Como, por ejemplo, el día 25, festividad de san Ginés. Unas treinta personas se juntaron para una celebración que prolongaría la eucarística en la Ermita del Santo.
Agosto se cerraba, ya en casa, con una paraliturgia de la Palabra.
El 5 de septiembre, quedaba mi madre ingresada en el Gregorio Marañón, para hacerse la prueba del yodo radioactivo, en una habitación del sótano segundo, la 802, sin ventana, en donde permanecería toda una semana totalmente incomunicada. La conversación con ella se hacía a través de un circuito interno de televisión. Para completar la semana, hubo de estar, igualmente aislada, en casa de mi abuela, donde continuaría el tratamiento. Así, hasta el día 14, en que regresaría a casa, ya sin peligro de radiación para nosotros.
Todo volvió a la normalidad.
Y, en Cehegín, la Sociedad de Conciertos Argos, que era una institución privada, fundada meses antes, para la audición en directo de la música clásica, había organizado dos Conciertos: uno, el 15, a cargo del laudista y guitarrista Zoltan Hodossy; otro, el 22, a cargo de Antonio Agustín González Hidalgo, ceheginero y amigo, con un recital de obras para piano. El nuevo Curso, en todos los sentidos, estaba en marcha.
El 16, el cardenal Suquía se despedía, con una Eucaristía, de su archidiócesis madrileña. Le sucedería el, hasta entonces, arzobispo de Santiago, Luis María Rouco Valera. Ni uno ni otro tendrían ya influencia decisiva en la vida del padre Alfonso.
El 25, recibía por teléfono la noticia del fallecimiento, en Barcelona, de una sobrina nieta, a los 15 años de edad, por la enfermedad del siglo. Y, en cambio, el 26, nuestro hermano superaba la revisión médica con ciento diez mil plaquetas, y tras la sangría que hubo que hacerle por el exceso de hierro en la sangre. Mejor, imposible. Papá tuvo que exclamar: “¡Gracias, Señor!”
Septiembre de 1994 se terminaba con la publicación en el ABC de una carta que mamá escribió, tras la experiencia positiva con su hijo, en defensa de las trasfusiones de sangre.



Reuniones y música de fondo

El 2 de octubre de 1994, asiste el padre Alfonso, en la Parroquia de El Batán, de Madrid, a la Eucaristía de clausura del Octavo Centenario del nacimiento de Santa Clara, que se trasmitió por la 1 de TVE.
El 4, empezó la lectura del hermoso libro El peregrino ruso. Y empezó a grabar una bellísima colección de Coros y Corales, que él llamaba “música celestial”.
Empezó a ayudar a su hijo en el estudio del latín. Ya se encontraba perfectamente, medía 172 cm. y pesaba 65 kilos, con 15 años.
El 11, escribe:
“Es demasiado tiempo, Señor, para no llenarlo de Ti, preocupado u ocupado en cosas de este mundo. ¡Cómo echo de menos la libertad de antes para dedicarme a lo que creía tuyo. Pero sé que Tú también estás entre los papeles de una notaría.”
En casa, se estudiaba, leía, se veía la televisión, se atendía el correo, se jugaba y -¡cómo no!- se rezaba. A este respecto, añade mi padre:
“Señor, traté con dureza a mi hijo. Hazle fuerte y humilde. Y humíllame a mí como sólo tu amor puede conseguirlo.”
El 16, volvía a reunirse en el San Pío X con el grupo del Ordinariato.  Parece que, por las cartas de Mar John, el Ordinariato podía moverse en España, aunque con cautela. En el mismo centro de los Hermanos de La Salle, empezaba mamá sus clases de formación catequética. Y María Angeles Franco, desde Barcelona, nos enviaba un bello libro sobre la oración de Jesús, La Focalía. 
Como su amigo Miguel Aínsa le había regalado una pletina para cassettes, mi padre sigue grabando música clásica, y hace una colección, titulada Pórticos de gloria con los primeros movimientos de las grandes obras musicales.
El 25, escribe la siguiente oración:
“Señor, ayuda a nuestro hijo. Tú eres fiel. Hágase tu voluntad, pero que la descubramos ya en este mundo por el amor. También has de ayudar a sus hermanos, a mamá y a mí. ¡Hazlo, Señor!”
Octubre de 94 se cerraba con la visita a la Catedral del Redentor, cuyo primer centenario celebraba la Iglesia Española Reformada Episcopal. Había sido invitado por el obispo de la misma a la Eucaristía Solemne y posterior refrigerio, teniendo ocasión de saludar a obispos y sacerdotes anglicanos de varios sitios del mundo.
Como el 7 de noviembre tuvo papá exceso de trabajo, no pudo dar la catequesis vecinal, pero sí nos hizo lectura de las Florecillas de San Francisco y nos dio los acostumbrados consejos antes de dormir, animándonos a que nuestras vidas fueran conformes con la voluntad de Dios.
Dice mi padre que, el día 9, al regresar del trabajo desde Alcobendas, fue experimentando la hermosura del Padrenuestro. Estoy segura que le llevaría a ello el encuentro con alguna persona por la que rezaría mientras regresaba a casa. 
Por estos días, papá renovó el Carnet de Conducir y se leyó la Antología de la Poesía Bíblica Hebrea. Y, el 13, en la Parroquia de San Timoteo, de Vallecas, celebró la Eucaristía y dio una charla al grupo de Julio Pinillos.
El 20, tras la Eucaristía del Ordinariato, las familias de los curas integrantes compartieron la comida que cada cual llevó. El padre Alfonso hubo de elaborar un resumen de lo celebrado y enviarlo a los componentes de la reunión en el San Pío X.
Cuando, el 22, papá llamó a Alicante para felicitar a los Marco, con motivo de Santa Cecilia, le comunicaron el fallecimiento del marido de su hija Marigel.
Mar John envió, ese mismo día, un fax con las condiciones para la incardinación de los sacerdotes casados al rito oriental. No todos estarían de acuerdo, pues se trataba de no salir del rito latino. De modo que hubo de buscarse la fórmula de la birritualidad, para ser igualmente útiles en la iglesia latina, a la que, de hecho, pertenecen todos.
El 28 de noviembre de 1994, fallecía, en Valencia, el cardenal Tarancón, del que ya hablé en su momento, y que fue pieza clave en la transición democrática del pueblo español. La TVE le dedicó un programa especial a su vida y trayectoria. En casa se sacaron las fotos que con nosotros se había hecho el purpurado años atrás.
Por otra parte, mi padre recibió la visita de José Ramón Badía, de Tarragona, que había venido a hacer unas jornadas sobre pastoral de enfermos. El tal Badía era un cura casado que estaba al mando de la Cáritas tarraconense, y pidió a Israel un testimonio escrito de su enfermedad y sanación para publicarlo en el Boletín de Tarragona.
Al iniciarse diciembre, nos llevamos la sorpresa de que Cehegín salía en la TVE compitiendo con otro pueblo murciano, Moratalla. Ganó Cehegín. El fin de semana, del 2 al 4, lo pasaríamos en Córdoba con el grupo de Paz y Comunidad, ya nombrado en capítulos anteriores. Nos hospedamos en el Hotel Marisa, cenando, el 2, en el Restaurante El Triunfo. Teníamos las habitaciones 111 y 112. Desayunamos todos, el 3, en el Restaurante Campanero y dedicamos la mañana a hablar sobre el crecimiento del grupo. Comimos en la terraza del Judá-Leví e hicimos celebración de la Palabra de Dios. Cenamos en la misma terraza. El 4, tras la foto de rigor, regresamos a Madrid, deteniéndonos brevemente en Ocaña.
Papá, el 6, escribía en casa:
“Yo sé, Señor, que el hombre, por sí mismo, no tiene salvación. Por eso, se precisa de Ti, de tu Espíritu, para que orientes en cada momento nuestras vidas.”
Marchamos a Cehegín para el puente de la Inmaculada. En casa quedaron mamá y su hijo mayor. Mi padre aprovechó para acercarse a Caravaca y hacerle al coche nuevo la primera revisión. En Cehegín, tuvo papá la ocasión de saludar a un extraordinario violinista armenio, que daba clases en la academia de música de mi tía Mari Carmen. También aprovecharía la estancia en Cehegín para dejar información sobre la Fraternidad Ecuménica Franciscana.
Ya en Madrid, el 17, asistiríamos, como cada año, al festival de la tercera edad, en Caldeiro, en el que participé con  mi Curso.
El 22, comprobamos, una vez más, que no nos había tocado la lotería de Navidad, y que la verdadera lotería era la salud y el trabajo. Por otra parte, los vecinos tenían, cada año, la amabilidad de darnos un estupendo “aguinaldo” por los servicios que mi padre les prestaba durante el año.
Y, nuevamente, marchamos a Cehegín para celebrar los hermosos días navideños. Quiso la Providencia que tocara al padre Alfonso la proclamación del Pregón de Navidad, en la iglesia del convento franciscano, con esa hermosa voz de barítono que le caracteriza. Después, visitamos los distintos belenes parroquiales y familiares. Pero el gran frío de estos días –Cehegín está a 600 metros de altura- nos retuvo junto a la chimenea gran parte del tiempo.
Papá volvería al trabajo unos días, para luego regresar en Nochevieja. Así cerró su diario de 1994:
“Un año más que concluye, Señor. Sólo puedo decirte ¡gracias!
No sé qué decirte, a las puertas del 95, que Tú no sepas por mis reiterados sentimientos dirigidos a Ti como una oración ininterrumpida.”
Y una cosa importantísima para él: Había recuperado el cáliz de su Ordenación Sacerdotal y Primera Misa, que había dejado en Alicante casi veinte años atrás. Esa gestión de devolución se debió al buen hacer de su compañero de curso, Bienvenido Martínez Cano que, a la sazón, era superior y párroco de San Agustín en Almería.
En alabanza de Cristo. Amén.


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