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miércoles, 20 de mayo de 2015

MAESTRO MAYOR DE SAN SEBASTIÁN


Maestro Mayor de San Sebastián


En la tarde, apaciblemente fría, del 23 de enero, asistimos a un acto entrañable de la Mayordomía de San Sebastián, en este Casino de Cehegín, testigo activo y pasivo de eventos culturales, casi todos religiosos, estando como está este nuestro vetusto y atractivo pueblo bajo el patrocinio de la más santa y bella de las mujeres. Un acto con dos escenas: el nombramiento de Mayordomo de San Sebastián 2012 y el de Maestro Mayor de San Sebastián Se trata, hoy, de dar casi punto final a las Fiestas sansebastianistas, las primeras del año, realizando una investidura, por primera vez en la historia que conocemos, en la persona de nuestro común amigo y paisano “Adolfo”, sobrenombre de Alfonso Guirao López, el día mismo de su onomástica, como Maestro Mayor de San Sebastián, en homenaje y reconocimiento a toda una vida dedicada, dice el programa festero, a mantener viva la llama de la fiesta y a mejorar y engrandecer sus tradiciones. 
El actual Mayordomo de estas Fiestas, Rafael Francisco Lorencio Ramírez, poco antes de hacer su traspaso del bastón de mando a José Espín “el Mencías, hizo entrega a nuestro querido “Adolfo”  de la placa que le acredita como el primer Maestro Mayor. El va  a ser el primero de una saga, Dios quiera que larga en el devenir de nuestro pueblo, que muestre la vitalidad de estas primeras fiestas del año ceheginero y la gratitud y reconocimiento de su Junta de Mayordomía para aquellos que se destaquen en su entrega y fervor por engrandecerlas.
Los Animeros del Campillo cerraron esta sencilla investidura con cantos y bailes típicos de estas tierras del Noroeste. Todo sucedía en el salón de los espejos de este peculiar Casino, en que, antaño, los mozos y mozas celebraban con pasodobles, mazurcas y valses el éxito obtenido tras la romería del santo y mártir militar romano. Ellos lanzaban sus naranjas a aquellas paisanas de las que esperaban su agrado, si ellas les devolvían el agridulce envío del anaranjado fruto. Así, aquellas mortíferas flechas, con que el santo soportó su fe inquebrantable, se trocaban en saetas de amor invisible, a la espera de un sí sacramental que hiciera evidente el éxito de sus mutuas ansias.
Realizada la tradicional ofrenda que los Animeros depositaron en muda pandereta, obsequio de todos para sufragios espirituales de aquellos que nos precedieron, cada cual partió hacia su casa llevándose, al salir, la grata sensación de haber empezado bien un año que volvía a temblar por el frío y por la torpe crisis a que nos han llevado la banca y la política. 

Alfonso Gil González   

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