SONETOS PARA LA IMITACIÓN DE CRISTO
Alfonso Gil González
PRÓLOGO A LA EDICIÓN DE “SONETOS PARA LA IMITACIÓN DE CRISTO”.
Ante todo quiero resaltar que el único afán que me mueve a escribir este prólogo o preámbulo es el mismo que el que movió a los autores de “La Imitación de Cristo “ y al de los “Sonetos”. Este afán no es otro que divulgar la Fe y el Amor a Jesucristo a todos cuantos se sientan cristianos; a unos porque ya tienen algo de fe en Él y necesitan incrementarla hasta llegar a conseguir la unión espiritual con el Maestro, la alegría de sentirlo cerca de ellos dirigiendo sus vidas; pues tratando de imitarlo a Él, todo lo que hagan será siempre pensando en Él, y antes de actuar pensarán siempre cómo lo haría Él si se viera en las mismas circunstancias.
Para otros cristianos que, aunque personas de noble corazón y sentimientos, por diversas circunstancias se sienten como si no tuvieran fe (que por cierto conozco a muchas), en la lectura de estas obras, si es que alguna vez se atreven a ello, encontrarán el alivio de todas sus penas y la felicidad que no encuentran en el mundo; ya que a través de la fe irán poco a poco conociendo el verdadero Amor, la auténtica felicidad y la inmensa alegría que proporciona Jesús en nuestra vida y también proporcionará en la de ellos.
Con ese afán elaboro este prólogo buceando en los muchos escritos que se han divulgado por internet sobre esta gran obra y tratando de seleccionar aquellos aspectos que colaboren a esta divulgación y que nos acerquen cada vez más a Cristo.
Por ese motivo divido este estudio en dos partes: La primera dedicada a desmenuzar todas las circunstancias (características de la obra, estructura, problemas de autor, espíritu de la misma y fuentes de las que se nutre el autor para elaborarla) de la “Imitación de Cristo”. La segunda parte estará dedicada a los “Sonetos”, especificando las características de su autor y la elaboración de su obra, fruto de la gran fe que siente por Jesucristo y del deseo de comunicar a los demás ese amor a Cristo tratando de ayudar a la Iglesia en su tarea evangelizadora.
PRIMERA PARTE: “LA IMITACIÓN DE CRISTO”:
La Imitación de Cristo (título original en latín De Imitatione Christi) es un libro de devoción y ascética católico escrito en forma de consejos breves cuyo objetivo, según el propio texto, es «instruir al alma en la perfección cristiana, proponiéndole como modelo al mismo Jesucristo», según la escuela de la Devotio Moderna. Se publicó por primera vez de forma anónima en 1418 según algunos autores y en 1427 según otros.
La primera edición está fechada en 1473, dos años después de la muerte del autor, y 19 años antes de la llegada de Colón a América. En los 25 años siguientes, se hicieron 99 ediciones, y hasta la actualidad, la Historia del Mundo de Salvat contabilizaba más de 3000 ediciones. Posiblemente sólo ha sido superado por la Biblia en cuanto al número de ediciones.
“La Imitación de Cristo” es una de las obras católicas más importantes que surgió al final del Medievo y que, a partir de entonces, fue, después de la Biblia, el libro más leído y a lo largo de los siglos influyó enormemente en el pensamiento y en la actuación de los más ilustres personajes católicos. Entre ellos se encuentra Teresita de Lisieux, "Doctora de la Iglesia" según la perspectiva católica y mística carmelita francesa. La composición literaria de la Imitación es de hecho pieza clave para comprender plenamente la figura de la monja carmelita. Fue sobre este texto medioeval en el que se desarrolló la primera formación de ella antes de que esta entrara en un contacto directo con la mística de Teresa de Ávila y Juan de la Cruz. Teresita era ya asidua lectora del devocionario desde su adolescencia y conocía de memoria varios pasajes del mismo.
Bossuet definía el libro como el "quinto evangelio" para indicar la importancia que el intelectual y predicador francés le daba dentro del conjunto de la literatura cristiana, y no precisamente porque añadiera algo al mensaje evangélico, sino en cuanto representaba el más alto grado de aplicación y desarrollo humano del Evangelio de Jesús. El mismo Voltaire, no creyente, reconocía los méritos singulares de la obra que se impuso en los siglos como una obra maestra de la literatura ascética.
Fray Luis de Granada, dice en el prólogo a su traducción castellana de la Imitación, publicada en Sevilla en 1536: «Hallamos en este libro el remedio para todos los males del alma; un maná escondido para quienes gustan las delicias del espíritu; una luz inextinguible que nos enseña a conocernos y ver lo que nosotros mismos no alcanzamos, y, en fin, la ciencia de la salvación que nos induce a vivir y morir como verdaderos cristianos.»
Se ha dicho que “la Imitación” es a la ascética y mística de la Iglesia lo que la Suma de santo Tomás es a la escolástica”, que es la compañía inseparable de los ascetas rígidos que no consienten en su vida levadura alguna de sentimentalismo y que es, al propio tiempo, el breviario de la gente del mundo que no siente el gusto por la vida del claustro.
El libro ha sido apreciado por diferentes pontífices, entre ellos el más destacado fue el Papa Juan XXIII que inspiraba sus decisiones y palabras en la asidua lectura del libro. Por su parte, el papa Pablo VI, en la reapertura del Concilio Vaticano II, al enumerar las cuatro finalidades del Concilio, sintetizando la segunda, o sea, la reforma de la Iglesia, decía «El Concilio tiende a acrecentar en la Iglesia aquella belleza de perfección y de santidad que sólo la imitación de Cristo y la mística unión con él, en el Espíritu Santo, le pueden conferir.»
El Papa, aunque no se refería concretamente a la obra de Kempis, situaba la imitación de Cristo y la mística unión con él en el centro de la más moderna exigencia de purificación, de renovación, de vitalidad en la Iglesia cristiana universal.
Pero no sólo nuestros dos papas conciliares, sino también sus predecesores tuvieron en gran estima la obra de Kempis. Citemos a dos de ellos: Pío X escribía al doctor De Cigala, el 4 de julio de 1905: «Suelo leer un capítulo de la Imitación todos los días.» Y Pío XI, en un discurso a los estudiantes de Milán, después de llamarlo «libro de oro», añadía: «Es un deber leer los grandes libros como la Biblia, la Imitación de Cristo...; releerlos es una necesidad; gustarlos, un presagio de grandeza. »
Juan Bosco, el santo de Turín estuvo bastante influenciado por el devocionario de Kempis y escribió de él: “En mi juventud leí la "Imitación de Cristo" y me quedé admirado al darme cuenta de que este libro trae más enseñanzas en una sola página que los libros vernáculos en varios volúmenes. A este precioso libro debo el haberle tomado gusto a la lectura de libros espirituales y el haber dejado de leer libros vernáculos”.
El libro llegó a tal importancia dentro de la mística espiritual católica, que para muchos fue una especie de manual de consulta que guiaba las circunstancias que vivían.
Problemas de autor: En la difícil cuestión del autor de la obra digamos ante todo que por su contenido y características se desprende claramente que el autor debió de ser erudito y eclesiástico, pues se muestra versado tanto en la ciencia sagrada como en la profana. Vivió durante algún tiempo en el mundo y pudo hacer sobrada experiencia de sus veleidades, de sus errores. Precisamente por eso lo abandona y va a la soledad a buscar a Dios en el claustro; deseoso de paz y consuelo. La virtud del monje, la superioridad de su mente, la experiencia de la vida hacen de él el guía espiritual de sus compañeros, y en su solicitud por ellos quiere que sus enseñanzas le sobrevivan. De aquí surgió la Imitación.
Dos siglos después de la muerte de Tomás y aunque su nombre había vencido las suposiciones autoriales de los copistas, un grupo de intelectuales puso en duda su autoría y se propusieron otros nombres de la época. Acaso un hombre de virtudes tan humildes, silencioso en su trato, desinteresado de las cosas del mundo, no podía ser concebido como el cerebro de una obra de las proporciones de la Imitación de Cristo. La obra misma lo dice: "No son los discursos profundos los que santifican a una persona, sino la vida virtuosa" y más adelante: "Con lo cual debe estar tan contento y alegre, que con tanto gusto quiere ser el más pequeño como otro quisiera ser el más grande, y ocupar el último lugar tan satisfecho y tranquilo como si el primero ocupase, y con tanto gusto ser despreciable y humilde, sin fama alguna ni renombre, como si fuese el más grande y famoso del mundo". Del autor de semejantes pensamientos no se podía entonces esperar a uno que pusiera o se preocupara de poner su nombre en letras de oro. No era todavía la edad del Derecho de Autor. La polémica atrajo estudiosos de todo tipo que trataron de resolver la incógnita sobre el misterioso autor.
La autoría fue atribuida nada menos que a 35 autores distintos en una polémica rayana a veces en la pasión, pues ciertamente estaba alimentada por el amor propio corporativo o nacional. Eliminados los candidatos secundarios -san Bernardo de Claraval, Ruysbroeck, el holandés Gerardo Groote y otros-, quedan en liza cuatro corrientes o tesis: la germano-holandesa, que defiende como autor de la Imitación a Tomás de Kempis; la tesis italiana, que atribuye la composición al abad Juan Gersen (así Puyol, Zampini, Pitigliani, Bonardi, Lupo); la suposición de que la paternidad de la obra se debería al canciller de la Sorbona Juan Gerson; y la hipótesis según la cual la Imitación sería obra colectiva de varios monjes y, por consiguiente, de autor propiamente desconocido .
El célebre canciller Juan Gerson, fue ciertamente una figura de primera magnitud en la historia de la teología ascético-mística, pero no es el autor de la Imitación. Ya fray Luis de Granada decía en su prólogo de 1536: «Y aunque no hemos de mirar tanto el autor que habla, como lo que habla, es bien que sepas que quien hizo este libro no es Gerson, como hasta aquí se intitulaba, mas fray Tomás de Kempis, canónigo regular de san Agustín.» Efectivamente, un detenido cotejo entre sus obras y la nuestra pone de manifiesto que la factura de la Imitación es bien diversa del estilo de Gerson, y además no figura en el elenco de sus obras hecho en casa de su hermano Juan en 1423.
Las conclusiones del Siglo XX, los análisis del estilo literario y algunas pruebas, dieron como resultado que la mayor de las probabilidades apuntan a Tomás de Kempis como autor de la Imitación de Cristo. Los críticos modernos se inclinan ya de forma definitiva por dejar intacta al fraile agustino la paternidad de su obra.
Nacido en Kempen, diócesis de Colonia, cerca de Krefeld, hacia el año 1380, Tomás Hemerken (martillo) aparece en Deventer de Holanda en 1392, como alumno de la escuela capitular, y después como miembro de los «hermanos de la vida común». Huésped en 1399 de los canónigos regulares de san Agustín de la congregación de Winsheim, en el convento del Monte de Santa Inés entra en la Orden en 1406. Es ordenado sacerdote en 1413, y muere el 25 de julio de 1471 a los 92 años de edad, después de haber ejercido varios cargos importantes en la comunidad, como el de maestro de novicios y subprior.
Los contemporáneos de Kempis nos han trazado su semblanza dándonos algunos pormenores de su personalidad. Los cronistas de su monasterio nos dicen hacia 1494: «Tomás sirvió al Señor durante setenta años con gran austeridad de vida, superándose constantemente en la virtud y añadiendo siempre nuevo fervor a su fervor, de modo que todos admiraban su acendrada devoción y gran espíritu. Fue de pequeña estatura, pero grande en virtudes. Gustaba de estar solo, pero jamás se le veía ocioso. Aunque fiel custodio de su lengua, se complacía en hablar con las almas piadosas. Cuantas veces hablaba o escribía, se mostraba más solícito de inflamar el afecto que de despertar la inteligencia. Varón íntegro, vivía al margen de las cosas del mundo y de su estilo de vida. Era afable y dulce con todos, máxime con los espirituales y humildes. Fue siempre devotísimo de la pasión del Señor, y tenía un don especial para consolar a los que sufrían tentaciones y otras penas interiores. »
De la escuela mística renana surge en la Edad Media la tendencia de la “Devotio Moderna”por iniciativa de Gerardo Groote (1340-1384). Éste, habiendo recibido el diaconado, y retirándose a Deventer, en los Países Bajos, reúne a algunos clérigos pobres para copiar libros de índole ascética. Tras asociársele su amigo Florencio Radewijns, forma con aquellos clérigos la congregación de «hermanos de la vida común» y, más tarde, los canónigos regulares de Windesheim. Aquí es donde encontramos a Tomás Hemerken de Kempis.
Advirtamos que, a pesar de las opiniones y conjeturas tan varias e incluso contradictorias sobre el libro de la Imitación y sobre todo acerca de su verdadero autor, una cosa es incuestionable -y en esto están de acuerdo todos los autores-: que los cuatro libros de que consta la Imitación proceden de un mismo espíritu, tienen una misma impronta, y esta impronta pertenece, sin ningún género de duda, a la escuela de Windesheim.
Esta escuela produce a finales del siglo XIV una nueva corriente espiritual, predominantemente afectiva, fácil de captar por el común de los fieles, porque está desprovista de todo espíritu de sistema y método preconcebidos.
Esta ideología cristaliza en obras por escrito, provocando un cambio rotundo en la literatura ascético-mística: de lo abstruso y complejo se pasa a lo simple y común. Lo discursivo de la especulación espiritual cede paso a lo empírico y vital. Y esto es lo que se ha llamado Devotio Moderna. Los autores espirituales windeshemianos exponen su doctrina en forma de máximas, oraciones, elevaciones. A veces recurren al soliloquio o al medio fácil y ameno del diálogo.
Y ésta es precisamente la nota típica de la Imitación de Cristo. Como dice Puyol: «Es un libro que contiene a la vez las elevaciones de Bossuet, las máximas de La Rochefoucauld, los soliloquios de san Agustín. El autor se preocupa más de inspirar en el alma el deseo de subir hacia el soberano amor que de satisfacer la curiosidad de la inteligencia y hacerle percibir la armonía de la verdad.»
La Imitación de Cristo puede y debe considerarse, pues, como el más significativo exponente de la Devotio Moderna. Y esto, por su piedad afectiva y personal, por su simplicidad y sencillez de ideas religiosas, por su estilo sentencioso y breve, que reduce y simplifica los conceptos espirituales haciéndolos asequibles a todos los estados y condiciones, y, en fin, por la piedad cristocéntrica, pues centra en Jesús Dios-hombre todo el ideal de la vida, no sólo desde el punto de vista ascético-religioso, sino incluso desde el ángulo de pura vivencia humana.
Estructura de la obra: La Imitación de Cristo se compone de cuatro libros: el primero, «Exhortaciones útiles para la vida espiritual», comprende 25 capítulos; el segundo, «Consejos para la vida interior», se divide en 12; el tercero, «De la consolación interior», en 59, en forma dialogada entre el Señor y el siervo; el cuarto, «El sacramento del altar», contiene 18 capítulos, también en forma de coloquio mediante la fórmula «voz del Amado», «voz del discípulo». Todos los libros pueden ser considerados independientemente uno del otro; pero, tal como se presentan ahora, forman una unidad orgánica y completa, como una especie de «directorio espiritual». En el libro I se hallan por lo común exhortaciones de tipo general; en el II consejos más específicos para afianzarse en una vida interior más intensa, mientras que en el III, el más rico de todos, se nos ofrece la vida de la gracia en su plenitud; por fin, en el IV se ilustra el sacramento de la Eucaristía.
El autor, aunque se muestra al corriente de la enseñanza teológica y filosófica de su tiempo, no expone nunca teorías particulares sacadas de la teología positiva o escolástica; al contrario, se mantiene al margen y por encima de toda escuela; y su enseñanza es eminentemente práctica, como si abrigara la obsesión de hacerse inteligible a todos y poner la vida espiritual al alcance de los más sencillos.
Sin embargo, no ignora las alturas y los goces místicos de la contemplación, como tampoco desconoce las pruebas penosas que preceden a estos fervores divinos, pero no habla de ellos sino para aludirlos desde un punto de vista inmediatamente práctico. Así, las descripciones sobre los «maravillosos efectos del amor divino» (III/5), verdadero canto espiritual, se refieren de lleno a la caridad producida en el alma por la contemplación extraordinaria, mientras el «destierro del corazón» (II/9: 2) parece preludiar la «noche oscura» de san Juan de la Cruz.
En síntesis, la abnegación, la práctica de las virtudes y la unión constante con Jesucristo son los tres puntos fundamentales de la Imitación de Cristo. Esta trilogía comprende toda la ascesis cristiana, adaptada a todas las almas. Y el eje alrededor del cual gira este sencillo engranaje de abnegación, virtud y unión es la práctica del amor de Dios, que es como la nota dominante de toda la obra: «Gran cosa es el amor: un bien inmenso, ciertamente» (III/5). Y ésta es sin duda una de las causas de su universalidad y de la indiscutible popularidad que alcanzó en todos los tiempos. En cuanto a la importancia teológica especial de algunos tratados, debe mencionarse su contribución al problema del discernimiento de espíritus con los capítulos 54 y 55 del libro III («Múltiples tendencias de la naturaleza y de la gracia») y el encomio de la gracia («Gratitud por el don divino de la gracia») en II/10.
Fuentes: Fuente primera de la Imitación es, naturalmente, la sagrada Escritura -antiguo y nuevo Testamentos-, que el autor cita, ya de memoria ya literalmente, acomodándola a las ideas que expone o ilustrándola con los conceptos espirituales que le son más caros. Ello es índice del gran dominio que posee de la Biblia, y de la soltura con que maneja los textos inspirados, que muestran el profundo conocimiento de las sagradas letras que posee el autor, aparte los pasajes bíblicos propiamente dichos, las alusiones y reminiscencias. Estos modos de expresión, que ocurren espontáneamente al autor al escribir, demuestran hasta qué punto piensa y escribe en el estilo de la Biblia.
Muchas veces salen al paso lugares bíblicos hábilmente conjugados, sobre todo de los Salmos, del Evangelio y de san Pablo, que, barajados entre sí como paralelos o sinónimos, exponen una idea central matizándola y poniéndola de relieve. Concretamente, en el doble millar de citas, se hallan especialmente lugares del nuevo Testamento, sobre todo del Evangelio y de las epístolas paulinas. En cuanto al antiguo, los libros más citados son los sapienciales, y entre éstos hallamos con especial predominio los Proverbios, Eclesiástico y Sabiduría. Los Salmos ocurren constantemente en secuencias de textos comunes a un mismo pensamiento.
El libro IV de la Imitación, en que trata de la Eucaristía, viene a ser prácticamente un tejido de oraciones y súplicas elaboradas a base de lugares escriturísticos que se van sucediendo lógicamente como eslabones de una cadena. Asimismo, las oraciones del libro III son casi siempre un engarce de frases de la Escritura llenas de unción y piedad.
Los textos litúrgicos son otra fuente de la Imitación. Con frecuencia, más que citas literales, son reproducción libre del pensamiento.
Siguen después los santos Padres, entre los cuales cabe citar de un modo especial a san Agustín, san Jerónimo, san Gregorio Magno, san Anselmo y san Bernardo. Aunque de ellos se hallen citas más bien parafrásticas que literales, se estima con razón, fundándose en los lugares evidentemente paralelos con Kempis, que sirven a éste de fuente de inspiración. San Agustín, sobre todo, le brinda indudablemente al autor ideas y conceptos espirituales, especialmente en las Confesiones, en los Comentarios sobre los salmos, en el Tratado sobre el evangelio de san Juan y en algunos de sus sermones, al paso que entre las oraciones de san Anselmo y las de los libros III y IV de la Imitación existe una tal afinidad, que no es posible negar el influjo de las primeras sobre las segundas.
Otra fuente indiscutible son los escritores ascéticos medievales. El autor cita a san Francisco de Asís (III/50: 8) y se reproducen frases y pensamientos del «Poverello». Otro tanto hay que decir de san Buenaventura, Juan Vos van Huesden, Juan Ruysbroeck y Enrique Suso.
Finalmente, pueden estimarse como fuentes algunos autores profanos, por ejemplo, los filósofos antiguos, como Aristóteles, Cicerón y Séneca, e incluso poetas paganos, como Horacio, Virgilio, Ovidio, Lucano y Propercio, a quienes vemos citados casi a la letra en los cuatro libros.
Todos estos elementos sagrados y profanos le brindan a Kempis recursos maravillosos para ilustrar su doctrina ascética; los combina con maestría, y los funde con una habilidad que, a decir verdad, es más bien espontánea que estudiada.
Un punto al parecer dudoso es si Tomás de Kempis se inspiró en la Regla de san Benito y si realmente la citó. Monseñor Puyol subraya la «evidente derivación benedictina de la Imitación», e insiste en el «aire de parentesco» que hay entre ésta y la Regla del patriarca, por lo que afirma que el autor «pudo muy bien ser un benedictino».
Universalidad: La misma extendida gama de autores sagrados y profanos que, como hemos visto, constituyen la fuente de inspiración de Kempis hace de la obra un libro universal. Además, el profundo conocimiento del corazón humano y el superior conocimiento también de la doctrina que enseña hacen que se adapte admirablemente a todos los estados de la vida y a todas las circunstancias particulares en que puede encontrarse el hombre.
Por otra parte, no teniendo forma ni finalidad científica, la Imitación supera todo límite de categoría y tiempo. Por eso es también universal y perenne, y de ahí que haya ejercido en la vida de las almas y de la Iglesia la influencia más indeleble y profunda.
El alma que palpita en cada una de sus líneas ha conocido y amado al mundo, antes de amar a Jesucristo, y « si el autor atrae a sí, es no solamente porque se eleva hasta el cielo, es sobre todo porque ha partido de la tierra». De ahí el acento profundamente humano, fruto de una elaborada meditación personal; de ahí también su carácter aristocrático y popular al mismo tiempo: Prueba de ello es que la Imitación ha hecho impacto tanto en las almas sencillas, desprovistas de toda cultura y formación espiritual, como en los grandes cerebros de la humanidad. Santa Teresita del Niño Jesús, por ejemplo, antes de conocer el Evangelio, se nutría de las páginas de la Imitación, y nos dice: «Desde hacía mucho tiempo me alimentaba de la pura flor de harina contenida en la Imitación, y era el único libro que me hacía bien, pues no había encontrado todavía los tesoros escondidos del Evangelio. Sabía de memoria casi todos sus capítulos.» Y en otra parte «No bien abro un libro, por hermoso y atrayente que sea, mi corazón se seca; leo sin entender, y si entiendo, mi espíritu se detiene sin poder meditar. En esta impotencia recurro a la sagrada Escritura y a la Imitación, y en ellas encuentro un maná oculto, sólido y puro.» Lo mismo podríamos decir de otras almas sencillas, como Bernadette Soubirous, Teresa de Ávila, o santa María Mazzarello, que la leía desde jovencita entre las rudas labores del campo, etc.
Pero al mismo tiempo, al lado de estas almas simples, encontramos grandes personalidades de la historia para quienes la doctrina de la Imitación era pábulo de acendrada piedad. Así, Juan Joergensen, para quien fue instrumento de la gracia para volver a la fe de Cristo, solía decir «No hay en el mundo, yo creo, libro más revolucionario que éste.» Y Tomás Merton confiesa a su vez que la Imitación fue uno de los primeros rayos de luz de su conversión. Chateaubriand le llama «fenómeno del siglo XIII» Por su parte, el célebre Ampére lo tenía siempre sobre su mesa de trabajo entre sus libros de física, matemáticas y astronomía, y en su lecho de muerte, al sacerdote que quería leerle algún fragmento de la Imitación para disponerle mejor a recibir el Viático, le dijo: «No se preocupe, lo sé todo de memoria.»
Espíritu de la obra: Podríamos decir, en líneas generales, que la Imitación es un «manual de vida ascética». Pero no es propiamente un tratado, sino una serie de consejos entre los cuales difícilmente puede encontrarse un argumento desarrollado metódicamente. Muchos autores se propusieron encontrar un orden lógico, disponiendo la materia según los varios grados de la vida ascética, como también dividir el contenido de la Imitación en las tres vías tradicionales de la vida espiritual (purgativa, iluminativa y unitiva), como hacían los seguidores de la Devotio Moderna. Pero es fácil comprobar lo artificioso de tales divisiones, y hoy nadie ve ya en la Imitación una arquitectura definida, ni siquiera un cuerpo orgánico y sistemático de ideas. No obstante, el libro continúa leyéndose en su desorden, y ha sido y sigue siendo manjar cotidiano para muchos.
El título del primer capítulo del libro I, ha dado el nombre a toda la obra: Imitar a Cristo: el itinerario de Jesús debe ser el de su imitador. La Imitación es, pues, ante todo un libro eminentemente cristocéntrico, pues «nuestra principal ocupación , quehacer, empeño, estudio sea meditar en la vida de Jesucristo» (I/1: 2). Nótese la fuerza de la preposición «en» la vida, no sólo la vida; es que hay que penetrar en el misterio de Cristo, captar sus vivencias y reproducir su espíritu.
Toda la Imitación no es más que una «estrategia interior» para conformarse con Cristo, en la que «fulgura el más apasionado amor a Jesús en su adorable humanidad, como anticipándose a santa Teresa. Se mantiene siempre vivo el entusiasmo por llevar la cruz, esto es, por participar en la paciencia y sufrimientos de Cristo. El desprecio de sí mismo está en correlación con la exaltación del Amado. Jesús es alegría, y toda la compunción que se describe en I/21 tiende a la alegría, a la consolación celeste que deriva de Jesús; y aún es una consolación, si Dios así lo quiere, estar uno sin consolación (I/21; II/9 y 10; III/53). Es la tierna devoción del Medioevo, desde san Bernardo a Taulero, a Ruysbroeck, a san Francisco, a san Buenaventura.»
Tomás de Kempis era canónigo regular de san Agustín: Profesaba su regla y conocía sus obras. Algo hemos dicho, al hablar de las fuentes en que se inspiró el autor, de la influencia que ejercen aquéllas en la Imitación. Tomás, a fuer de buen agustino, quiere dar la primacía absoluta a la gracia: «Sin la gracia ¿qué soy yo sino un leño inerte, un tronco inútil y desechado?» «Necesaria me es para comenzar el bien que me propongo, proseguirlo después y llevarlo a feliz término» (III/55).
Según esto, quiere reemplazar el método de los sistemas por el de los hechos, apoyándose en la gracia como en el plinto de toda vida sobrenatural. Este método de los hechos le induce a proponer al alma la imitación de Cristo. Semejante imitación exige un conocimiento profundo de Dios y el conocimiento de sí mismo. Cuanto más avancemos en el conocimiento de Dios, más adelantaremos en su amor. El conocimiento de Dios debe volver al hombre a su justa dimensión, que es bien ínfima. Por eso, con un agustinismo manifiesto, describe el autor minuciosamente los múltiples movimientos o tendencias de la naturaleza y de la gracia (III/54 y 55). Sin la gracia el alma queda reducida a la impotencia, en tanto que con la gracia el hombre se libera de todo lo que le ata a la tierra, y llega a la unión íntima con Dios.
Así, pues, la Imitación presenta los caracteres de una teología positiva no muy alejada de un cierto realismo. Es ante todo «práctica» y rechaza formalmente las consideraciones trascendentales y puramente especulativas. La gracia es el principio y el fin, pero se asocia a la naturaleza y exige su colaboración más eficaz para plasmar el hombre cabal, el imitador de Cristo, el cual lo configura con él. La Imitación no es ciertamente una obra de ciencia, la producción de un cerebro; es la efusión de un corazón.
Una obra de un valor tan vasto y profundo como la Imitación ha de ser forzosamente polifacética, es decir, ha de ofrecer aspectos distintos que se desprenden precisamente de esa misma riqueza de doctrina y espiritualidad que atesora. Recogemos aquí tres de esos aspectos que pueden arrojar luz sobre lo que podríamos llamar su «idiosincrasia»: Por una parte la obra es humana y simple, por otra rigorista y tajante en su exigencia de perfección; por fin, un acusado tinte de antiintelectualismo aflora a través de los cuatro libros que jalonan la obra.
Como dice un autor moderno, «el escritor no es un teólogo que se proponga defender los dogmas, como un Tomás de Aquino; no es un maestro de ascética que enseñe sistemáticamente los grados por los cuales se sube a la perfección espiritual, como un Ignacio de Loyola; ni siquiera un místico que nos narre o describa su drama interior, como una Teresa de Ávila. Es un corazón que habla al corazón, suave, fraternalmente, y es sabido que el corazón tiene su lenguaje, su «método», que no es el de la pura inteligencia; por donde se impone pasar con frecuencia del tono pedagógico al monólogo del alma consigo misma, y de éste el diálogo entre el alma y Dios.>>
Este lenguaje del corazón es la raíz del carácter humano de la Imitación. Esta humanidad, esta simplicidad, que se manifiesta incluso en su espontáneo abandono literario, hace que sea grata a todos, doctos y sencillos. El fuerte aroma de cristianismo que rezuman sus páginas hace que todos sientan su influjo bienhechor, mientras que sus tesoros de psicología humana hacen que interese a la vida moral de cada uno, pues reflejan las luchas más íntimas entre el bien y el mal que anidan en los hombres; por eso la Imitación atrae a toda alma que sea consciente de sí misma. Su fascinación reside, además, en su brevedad, diafanidad y practicidad.
A primera vista podría parecer que el autor ha recrudecido, por decirlo así, la moral de Cristo, en el sentido de que el Jesús del Evangelio es más humano, más suave. La doctrina de la Imitación insiste en la abnegación propia, en el desasimiento absoluto, en la renuncia total de las cosas de este mundo. En realidad, no hace sino citar constantemente las máximas del Evangelio sobre el particular y comentarlas de acuerdo con un criterio que puede parecer a veces exageradamente rigorista, pero que responde a la mentalidad de la época informada por la “devotio moderna”, que tenía por base la total abnegación del alma para llegar a la intimidad con Dios. Este rigorismo, si bien se mira, es sólo aparente, y deja de chocarnos cuando comparamos la doctrina de la Imitación con las frases del Evangelio: «Quien no pospone a su padre y a su madre no puede ser discípulo mío» (Lc 14, 26); «el que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y se venga conmigo» (Mt 16, 26); «quien pone la mano en el arado y mira hacia atrás no es digno de mi» (Lc 9, 62). Y otras semejantes en que el Señor pone de relieve de modo terminante y decisivo las exigencias del reino.
Por otra parte, Kempis insiste una y otra vez en la fragilidad humana (III/57); debemos sufrirla con paciencia, si no con alegría; no debemos perder por eso la esperanza en Dios que busca sólo nuestra ventaja (III/58), incluso en las tentaciones y desdichas. Que la flaqueza es algo muy humano y comprensible (III/57), y que debemos pedir a Dios fortaleza para contrarrestarla, pues él no dejará de venir en nuestra ayuda, etc.
Kempis es ciertamente inexorable sobre todo cuando se dirige a los religiosos (I/17-20), y exige una donación sin contrapartida, una vida íntegra capaz de emular la de los ángeles; pero comprende la veleidad humana con todo el cortejo de sus miserias y la da por supuesta, pues el hombre espiritual es hombre, y no Dios; es carne, y no ángel (III/57), es un compuesto de naturaleza y gracia, y en él pueden darse todas las experiencias, todos los movimientos de una y otra (III/54-55).
Se ha acusado también al monje medieval de la concepción pesimista que abriga de la ciencia, pues parece declararse en varios pasajes como decidido antiintelectual. Sin embargo, ahondando en el pensamiento de Kempis, vemos que lo que en verdad anatematiza no es la ciencia que busca a Dios y trata de conocerlo más para amarle mejor -lo dice paladinamente: «No debe censurarse la ciencia ni el simple conocimiento de lo que es bueno de suyo y fue ordenado por Dios» (I/3: 19)-, sino el afán de saber por pura curiosidad, la «vana complacencia» del sabio que pretende conocer las cosas, no a Dios, ni a sí mismo: «Como quiera que muchos se preocupan más de saber que de vivir bien» (I/3: 20); y «en el día del juicio no se nos preguntará qué leímos, sino qué hicimos; ni si hablamos bien, sino cuán santamente vivimos» (I/3: 22). Y con visión certera y realista, aunque parezca desenfadada, comenta: « ¡Si desplegaran igual solicitud en desarraigar los vicios y sembrar las virtudes como en promover inútiles controversias! No ocurrirían tantos males y escándalos en el pueblo, ni habría tanta relajación en los monasterios» (I/3: 21).
Además, lo que censura el autor es la disonancia entre la vida que se lleva y la ciencia que se tiene: « ¡Ojalá su vida (la de los sabios y científicos) hubiera estado en consonancia con su ciencia! Entonces sí que hubieran estudiado y leído con fruto. Puesto que ambicionan ser más grandes que humildes, se pierden lamentablemente en sus vanos pensamientos» (I/3).
En suma, la verdadera sabiduría consiste en la «vida buena», es decir, cuando la ciencia es causa y móvil del bien vivir y comunica experiencia en las cosas del mundo y de Dios: «La vida buena hace al hombre sabio según Dios y al mismo tiempo le vuelve experimentado»; «realmente es sabio quien cumple la voluntad de Dios y renuncia a la suya propia» (I/4; 3:6). No se repudia, pues, la ciencia, sino la «vana ciencia», y en otro lugar, no la ciencia en general, sino «tu ciencia» (I/7: 3).
Causa de beatificación: Existen suficientes testimonios históricos de la vida espiritual de Tomás de Kempis que lo pusieron siempre como candidato a ser beatificado por parte de la Iglesia Católica. La beatificación es la declaración oficial que hace el Papa sobre las virtudes cristianas excelentes de un cristiano. Sus restos fueron trasladados del Claustro de Agnettenberg, destruido durante la Reforma Protestante, a la Iglesia de San Miguel en Zwolle en donde permanecen en la actualidad. El obispo de Colonia, Maximiliano Hendriken, fue el primero en interesarse en la causa de beatificación del monje agustino, pero con el paso de los siglos la causa cayó en el silencio. En la actualidad, en la Iglesia Católica, su nombre es conocido como Beato Tomás de Kempis, escritor y su recuerdo se celebra el 30 de agosto.
Para acabar este pequeño estudio de la “Imitación de Cristo” me gustaría resaltar, de entre las muchas obras poéticas dedicadas a esta insigne obra cristiana, el famoso poema del gran poeta mexicano Amado Nervo (1870-1929):
A Kempis
Ha muchos años que busco el yermo,
ha muchos años que vivo triste,
ha muchos años que estoy enfermo,
¡y es por el libro que tú escribiste!
¡Oh Kempis, antes de leerte amaba
la luz, las vegas, el mar Océano;
mas tú dijiste que todo acaba,
que todo muere, que todo es vano!
Antes, llevado de mis antojos,
besé los labios que al beso invitan,
las rubias trenzas, los grandes ojos,
¡sin acordarme que se marchitan!
Mas como afirman doctores graves,
que tú, maestro, citas y nombras,
que el hombre pasa como las naves,
como las nubes, como las sombras...
huyo de todo terreno lazo,
ningún cariño mi mente alegra,
y con tu libro bajo del brazo
voy recorriendo la noche negra...
¡Oh Kempis, Kempis, asceta yermo,
pálido asceta, qué mal me hiciste!
¡Ha muchos años que estoy enfermo,
y es por el libro que tú escribiste!
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SEGUNDA PARTE: “LOS SONETOS”
Como ya hemos indicado anteriormente, “La Imitación de Cristo” ha ido dejando una profunda huella a lo largo de los siglos en muchos escritores y artistas. Pero en nuestros días en que parece que los problemas del mundo se han metido de lleno en la humanidad y solo se oye a lo lejos el eco de las palabras de Cristo que llaman a seguir su modelo, aún puede surgir, como una rosa entre espinas, el mensaje de esta obra trascendental. Seguir a Cristo, seguir las huellas del Maestro debe ser el ideal de todo el que se llame cristiano y, por ello, quiera seguir las enseñanzas y el espíritu de nuestro Salvador.
Tratando de contagiar a todos el inmenso Amor que se desprende del Santísimo Corazón de Jesús, aparecen estos Sonetos enlazados con los diversos capítulos de la Imitación con el ánimo por parte de su autor de propagar esta hermosa “enfermedad”, que él siente al leer la Imitación, entre todos los cristianos de buena voluntad y entre aquellos que se sientan impulsados a seguir los ejemplos de vida del Maestro de los maestros.
El autor: Alfonso Gil González nace en Cehegín (Murcia) en 1943. A la edad de 11 años ingresa en el Colegio Seráfico de la misma ciudad. Tras hacer el Noviciado y profesar en la Orden Franciscana, hace los estudios eclesiásticos y es ordenado sacerdote en Teruel en 1967. Desempeña su labor apostólica en Almería, Albacete, Alicante, Murcia y Madrid durante los diez primeros años de presbítero. Tras conseguir la dispensa eclesiástica correspondiente, contrae matrimonio canónico en Madrid, en 1977. Es en esta ciudad donde ejerce como profesor de Religión y, tras hacer el bienio de licenciatura en Ciencias Catequéticas, es nombrado por el cardenal Tarancón como director de la Escuela de Catequistas del Instituto Pontificio San Pío X, siendo, al mismo tiempo, profesor de eclesiología en dicha Escuela.
En este tiempo es en el que escribe, a petición de la Editorial Bruño, el libro “CRISTIANOS EN IGLESIA”, que serviría de texto para los alumnos de Segundo de BUP. Colabora en la Parroquia Nuestra Madre del Dolor como delegado de Liturgia. Invitado por Ediciones PAX, interviene, como cantor solista, en la edición del LP “Gracias, María”. Es padre de tres hijos. Su amor a la música y a la poesía lo emplea en servicio de la Iglesia Parroquial a la que pertenece, y participa en sus actividades catequéticas con total dedicación.
Vuelto, con toda su familia, a su ciudad natal, es nombrado Presidente de la Junta Central de Cofradías y dirige, desde su creación, el Coro Ciudad de Cehegín. Asimismo, colabora en los medios gráficos con artículos de calado humano y religioso, e interviene en la presentación del Informativo Religioso Semanal de Televisión Cehegín. Fruto y herencia franciscana es su espíritu profundamente religioso, que queda plasmado en su vida y quehacer personales y en su obra poética. Los que le conocemos no llegamos a entender cómo, siendo sus grandes pasiones la Teología Mística y la Música, ha esperado su jubilación para dar a los demás una obra como ésta que nos ocupa. Aunque sí puede deducirse que, entregado de por vida a lo que la Iglesia le demandaba en cada momento, es ahora cuando sus amigos, entre los cuales me honro, le insisten a que vaya publicando tanto de lo pensado y reflexionado, para bien de los demás. Yo le comparo a un caballero de una Orden religiosa medieval, mitad monje, mitad soldado de Cristo que lucha no con las armas, pero sí con esa disposición que tiene siempre de colaborar para que la fe tan grande en Cristo y el gran amor que siente por Él se extienda por todo el mundo y nos sintamos inundados con el agua de la gracia divina.
Estructura de su obra: Los 117 Sonetos de que consta la obra de Alfonso Gil están agrupados de la misma forma que las cuatro partes de la Imitación y responden y se corresponden cada uno de ellos a un capítulo de la obra citada, excepto en la cuarta parte que contiene 18 capítulos y hay 21 sonetos. Por tanto los Sonetos están divididos en cuatro partes que el autor denomina libros:
Libro 1º): 25 Sonetos sobre exhortaciones útiles para la Vida Espiritual.
Libro 2º): 12 Sonetos sobre Consejos para la Vida Interior.
Libro 3º): 59 Sonetos sobre la Consolación Interior.
Libro 4º): 21 Sonetos sobre el tema del Sacramento del Altar. En los tres primeros capítulos hay dos sonetos en cada uno de ellos.
En busca de la perfección: Alfonso Gil es un hombre educado siguiendo los modelos clásicos de la perfección y de la armonía. El Renacimiento nos volvió a traer esos modelos en los que se intenta imitar esos cánones clásicos por considerarlos el ideal de belleza. Alfonso Gil está convencido de que lo que tiene armonía es lo más perfecto a los ojos de Dios. Para él la primera perfección es la actitud de tratar de acercarse a Jesús, de unirse a Él; por eso el ideal de Alfonso Gil ha sido siempre entregarse al Maestro, vivir una constante entrega y unión con Cristo. Lo demuestra constantemente en su vida entregado a los demás por amor a Jesús y a su Iglesia, lo demuestra en sus manifestaciones musicales en las que goza enormemente paladeando la música, especialmente la clásica, y haciendo que el coro que él dirige rezume armonía y perfección en sus canciones; igualmente se manifiesta ese afán de perfección en la Junta Central de Cofradías de Semana Santa de Cehegín que preside, y de la que me honro en formar parte como secretario, tratando en todo momento que en ella destaque la religiosidad y el espíritu fraterno en Cristo. No puede menos que destacar esa armonía también en su obra poética, en el uso del soneto como estrofa considerada en los siglos de oro de la literatura española como una de las más perfectas.
Alfonso Gil me recuerda a Lope de Vega en la enorme facilidad que tiene para hacer sonetos y bastantes de ellos con una perfección admirable. Toda la obra poética que conozco de él está escrita en sonetos. No es de extrañar, por tanto, que para acompañar a la Imitación de Cristo, obra sumamente perfecta, utilice los sonetos como forma de expresión apropiada a esa gran obra y como manera de mostrar con ellos sus señas de identidad, poniendo al servicio de Cristo y su obra redentora el enorme caudal de conocimientos que atesora en su mente.
Ascetismo y misticismo : Según nos dice el profesor J. García López en su “Historia de la literatura española”: “Ascética equivale a esfuerzo personal encaminado a lograr la máxima perfección del espíritu mediante la práctica de las virtudes y el dominio de las pasiones. La Mística aspira a un fin más alto: la íntima unión del alma con Dios, anticipando en lo posible, la absoluta beatitud, que solo se alcanza plenamente en la otra vida…Aunque Dios puede conceder la gracia de su presencia lo mismo a un pecador que a un justo, las prácticas ascéticas se consideran siempre como la preparación obligada para llegar al goce de la unión mística. Por eso los tratadistas establecen tres fases o vías en el camino que conduce a la Divinidad:
1ª.- Vía purgativa: Es la etapa puramente ascética. En ella el alma se purifica de sus vicios, valiéndose de la oración y mortificación. La eficacia de este momento depende exclusivamente de la voluntad humana.
2ª.- Vía iluminativa: Corresponde ya a la Mística. El alma, libre ya de sus anteriores defectos, comienza a participar de los dones del Espíritu Santo y a gozar de la presencia de Dios.
3ª.- Vía unitiva: Al final de ella se llega a la íntima unión con Dios. El mundo ya no significa nada y el alma queda a solas con la Divinidad en absoluta entrega amorosa y gozosa pasividad”.
La Ascética y la Mística se suelen manifestar simultáneas en las obras literarias y como resultado de la fusión entre lo humano y lo divino.
Los profesores Diez Echarri y Roca Franquesa en su “Historia de la literatura española e hispanoamericana” nos dicen: “ De tiempo atrás todos los grandes escritores místicos europeos eran conocidos y leídos en España. Con la invención de la imprenta y su rápido establecimiento en la Península la lectura se intensifica. Antes de terminar el siglo XV se imprime el Kempis o Imitación de Cristo en Zaragoza y Sevilla, y obtiene en veinte años por lo menos seis ediciones.”
Y de nuevo el profesor J. García López, hablando de la mística cristiana española nos dice “ pero la Contrarreforma dio todo su valor a la oración vocal, a la especulación teológica y a la práctica de las virtudes, junto a la oración mental, la emoción amorosa y la actitud contemplativa. De ahí que tengamos, en primer lugar, entre las notas típicas de la mística española, la tendencia a unir la contemplación pasiva con un fervoroso activismo. Nuestros místicos saben conciliar la soledad meditativa con la práctica de la caridad, orientada a la salvación de las almas….Muy característico es también el acentuado individualismo de los místicos españoles…..Otro rasgo es la inclinación a buscar a Dios en el fondo del alma, más que en la naturaleza o en el mundo sensible o inteligible….Sin embargo la consideración de la humanidad de Cristo y de sus dolores físicos y morales constituyó a menudo el punto de partida para la meditación religiosa”.
Todos estos rasgos que aprecia el profesor García López los veo claramente diferenciados en la mística de los “Sonetos “ de Alfonso Gil. Véase por ejemplo los dos sonetos del libro (IV/ 3) “Encuentro con Zaqueo” y “Deseos divinos” en los que se muestra claramente el deseo de la unión con Cristo. O el (IV/11) “Ansia de tenerte” del que destaco sobre todo el cuarteto:
“ El deseo de tenerte lo es tanto,
el ansia de abrazarte es tan plena,
que ya, Señor, no siento ni la pena
del mundo de gozar falaz encanto.”
Recursos estilísticos: Como ocurre con los poetas místicos, también Alfonso Gil utiliza determinados recursos estilísticos: Hay en su obra multitud de figuras retóricas, como por ejemplo la cacofonía: El deseo de estar junto al Creador es tan intenso y emocionante en Alfonso Gil que a veces llega a expresiones sublimes en que remeda a San Juan de la Cruz en aquel famoso verso final de la 7ª lira de “El Cántico espiritual”: “Un no se qué que quedan balbuciendo” en que el famoso Santo utilizando una cacofonía ante la sublimidad de la unión con Dios que no puede describir, simula un tartajeo para simbolizar esa dificultad impuesta por la visión divina. Algo parecido ocurre al final del soneto (IV/ 13) “Anhelo y unión”
Quédate conmigo hasta el amanecer.
Después de recibirte ya no puedo
sin Ti ser, ni Tú ser sin ser mi esencia.
Metáforas, paradojas, sinonimias, aliteraciones aparecen constantemente en su obra remedando igualmente a la poesía mística, pues la sublimidad de la unión con Cristo es tan difícil de explicar que todos los recursos literarios son pocos para mostrar esta manifestación divina. Como ejemplos de lo dicho pueden verse el soneto del libro III (2) “Háblame, señor” y otros muchos como el (III, 13) “Someterse a Dios”.
La forma dialogada que aparece en la parte III y IV de la “Imitación de Cristo” da pie a Alfonso Gil a utilizarla en algunos sonetos en los que él, como humilde siervo de Cristo, se dirige a Jesús, y éste le contesta con el inmenso Amor que le caracteriza. En otros sonetos, sin embargo, es Dios el que se dirige al pecador para mostrarle las excelencias de su Bondad como Padre. Como ejemplo pueden verse el soneto III/3 “Escucha, hijo mío” y el III/4 “Camina en mi presencia”.
En el soneto (IV/ 17) “Para comulgar y morir” el poeta simula que se acerca la hora de su muerte y pide recibir a Cristo uniéndose una vez más a Él:
Con suma devoción y amor ardiente,
más que todos tus santos desearon,
unido a los que tanto Te alabaron,
ansío recibirte humildemente.
Con oraciones fervientes, jaculatorias, y exclamaciones, el alma del poeta se recrea en Cristo imitando y recordando al Maestro que constantemente se entrega a todos a través de la Eucaristía.
La actitud que adopta el poeta ante Cristo es la misma que adoptaron los grandes místicos españoles San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús, una actitud de súplica, de entrega generosa a Cristo, de imitarle tanto que se siente en algunos momentos unido a Él, que con Cristo lo tiene todo y sin Él no es nadie, que nada le importa sino solo Cristo. Veamos como ejemplo un fragmento del soneto “Amistad de Jesús” (II/8) hablando de la cruz de cada uno:
Es Él en realidad quien nos la lleva,
quien con dulces palabras invitando,
a todos de sus dones nos va dando,
del último nacido hasta Eva.
Dejándole a Jesús que sea dueño
de todo cuanto somos y tenemos,
no tendremos jamás mejor empeño.
Esta actitud de entrega amorosa a Jesús y de unión identificadora es lo que hace que podamos considerar a Alfonso Gil como uno de los místicos españoles de nuestro tiempo.
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Para terminar me gustaría agradecer a Alfonso Gil la confianza depositada en mí para prologarle sus sonetos y tener ocasión de, a la vez que él, poder ensalzar las verdaderas excelencias del Amor divino y acercarme a las dulzuras de la Fe, en la Esperanza de que algún día moraremos con Él en la eternidad.
Cehegín (Murcia), enero de 2013.
José Fernández Barquero.