Desde mi celda doméstica
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sábado, 30 de mayo de 2015

FLORECILLAS ALFONSINAS (Capítulo Primero)


FLORECILLAS ALFONSINAS


Capítulo I

Origen y nacimiento

Fuí engendrado y vine al mundo en una casa sita en la Plaza de la Verja, de Cehegín, a la que se daba acceso por la puerta de una tienda de comestibles, hoy con el número 9, un primero de marzo de 1943. Venía a sustituir a un hermano homónimo, que falleció a los pocos meses de nacer, aunque ya le habían nacido a mis padres otras hijas, cinco, una de las cuales también había partido de este mundo sin apenas llegarlo a conocer. En esa época de posguerra la muerte era raptora de niños de muy corta edad.
Puede suponerse la alegría y alborozo que mi nacimiento  causó en la familia, de la que sería el niño mimado, al menos, hasta el nacimiento de mis dos últimos hermanos mellizos, nueve años más tarde. De tal regocijo fue sabedor un fraile franciscano que por allí pasaba, Manuel Castaño, el cual, entrando a la casa, bendijo a la nueva criatura y plasmó un cariñoso beso en su frente, llegando a ser, así, el primer hombre que le hiciera una caricia, pues mi padre se hallaba en viaje de negocios por tierras oriolanas.
Hasta la ciudad alicantina llegó la grata noticia de mi natalicio, que se sumó a la ceheginera con disparo de cohetes. Los vecinos de una y otra población quedarían extrañados por semejante alboroto, no sabiendo que ese niño, bautizado al día siguiente en el baptisterio de la Iglesia Parroquial de Santa María Magdalena, llegaría a hacer de su vida una rara combinación de lo humano y lo divino, y siempre bajo la sombra del poverello asisiense. 

Viaje y estancia en Cartagena





Los problemas económicos de un comercio poco rentable impulsaron a mis padres, Juan y Maravillas, a emigrar a otras tierras de futuro más prometedor. Hacia Cartagena se encaminaron sus sueños, subidos a un camión, ellos, mis hermanas Maria, Maravillas, Paquita y Pilar y, por supuesto, yo, que, entonces, tendría seis meses de edad. Era agosto de 1943, cuando Cehegín ya se preparaba a la celebración de sus fiestas patronales en honor de la Virgen de las Maravillas, y cuando el mundo entero estaba envuelto en la vorágine de una segunda guerra mundial de la que España, providencialmente, se vio librada.
La estancia en Cartagena se prolongaría unos cinco años. En ese espacio de tiempo, una serie de vicisitudes irían configurando mi primera infancia, vivida en distintos domicilios, con diversos trabajos por parte de mi padre, con mis hermanas en edad escolar, y con mi madre trabajando como modista para ver de hacer frente a una situación que no pudo soportarse en demasía. Allí aprendí a hablar, a rezar, a conocer y, sobre todo, a iniciarme en mi doble vocación, de la que hablaremos más tarde. Pero, sin duda, fue una infancia feliz.
Decía mi madre que yo crecía orondamente, pues con diez meses ya pesaba doce kilos. Bien es verdad que, con el paso de los años, mi figura se fue estilizando, llegando su máxima delgadez entre los 20 y los 30 años de edad. Pero el caso es que, en Cartagena, era lo que se dice un niño bien hermoso. Así le pareció al doctor que, un día, le tuvo que atender en el Hospital de los Pinos, quien, preguntándole qué comía para estar tan gordito, le contestó que pan y chicha; concluyendo el médico: “A tu casa me voy a ir yo también a comer”.

La voz de Dios

Por Semana Santa, mi padre me regaló un pequeño tambor que, dicen, manejaba a la perfección. De tal manera debió ser así, que, pasando un regimiento militar por donde yo lo tocaba, el capitán mandó parar al regimiento para que pudieran contemplar cómo un niño de 3 años marcaba el paso y golpeaba el tambor tan rítmicamente.
Pero la más impresionante de las anécdotas de mi infancia se refiere a que, no teniendo aún 4 años,una mañana, observando desde mi cuna que nadie quedaba en casa, me levanté, me vestí y, poniéndome el velo de una de mis hermanas, me dirigí, tras cerrar la puerta de casa, a la Iglesia de la Caridad. Allí permaneci hasta que, tras horas de búsqueda angustiosa por parte de la familia, de vecinos y fuerzas de orden, mi madre me encontró en dicho templo, de rodillas al pie de un gran Crucifijo. Dedujeron que estaba en la Iglesia al echar en falta el velo de mi hermana.
Al hallarme mi madre,  se produjo este diálogo:
- “¿Qué haces aquí?”, preguntó mi madre.
- “¿Quién es este Señor?”, contesté yo, refiriéndome a Jesús Crucificado.
- “Es Dios”, respondió simplemente mi madre.
Y volvimos a casa. Desde entonces, abrigué el deseo de ser sacerdote.

(De la época de Cartagena tengo  algunos otros vagos recuerdos, por lo que deben ser de poca importancia. Así, por ejemplo, sé   que mi padre me regaló un perro de juguete, de la raza “lulú”).

Para alabanza de Cristo. Amén.

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