Peligro lefebvriano
Por si faltaba poco, ahora resulta que aquellos que se opusieron a las conclusiones del Vaticano II se infiltran en el pueblo de Dios para reclamar la misa en latín y de espaldas al público, como si la lengua de Jesús de Nazareth no hubiera sido el arameo, o como si la Última Cena no la hubiera celebrado abiertamente con sus discípulos, hombres y mujeres, en la planta alta de aquella casa de Jerusalén, llamada desde entonces Cenáculo.
Para entender el peligro lefebvriano hay que remontarse al año 1958, en que es nombrado Papa el bueno de Juan XXIII. Éste santo varón, que procede del campesinado, pero que ha desempeñado tareas diplomáticas en varios países, descubre la inadaptación en que vive la Iglesia respecto al mundo moderno. Guiado por un clarividente sentido de la historia anuncia, a los pocos meses de ser elegido, su decisión de convocar un Concilio universal con un doble objetivo: la adaptación de la Iglesia a un mundo en plena transformación y la vuelta a la unidad de los cristianos. Tras la consulta general a los obispos del mundo, se constituyen doce comisiones que preparan 70 esquemas de trabajo. Son invitados 2800 obispos y superiores de órdenes religiosas, observadores ortodoxos, protestantes y anglicanos, y auditores laicos, entre los que se hallan siete mujeres. Con todo ello se inicia el Concilio un 11 de octubre de 1962. En el discurso de apertura, el mismo Juan XXIII invita a la magna asamblea a no caer en la tentación del pesimismo y del integrismo.
Pues bien, en dicha Asamblea General hay un obispo francés, Marcel Lefebvre, que se va a oponer desde un principio al deseo renovador del Papa, y va a conseguir que unos cuatrocientos obispos se ponga de su lado, frente a la inmensa mayoría que ven la necesidad de que la Iglesia se actualice, renueve su liturgia, dialogue con el mundo de la ciencia y del ateismo, e intente la tan soñada unidad cristiana. Y surge lo previsto. Lefebvre no acepta las conclusiones conciliares, se opone a Roma, sigue actuando como si el Concilio no hubiera valido para nada, se le excomulga, y crea la Fraternidad de San Pío X que, con el tiempo, conseguiría el levantamiento de la excomunión y su progresiva reincorporación a la Iglesia Católica.
Y aquí viene el peligro. Un obispo lefebvriano niega el holocausto nazi. Los demás sampiodécimos piden perdón por tal fallo, pero se mantienen en sus trece de no dar un paso atrás en la defensa del latín para la Misa y de que ésta sea celebrada como antes del Concilio, de espaldas a los fieles. Nada de diálogo con el mundo de la razón y de la ciencia. Nada de que las mujeres avancen en su compromiso eclesial. Nada de celibato opcional, sotanas y hábitos por las calles, que acentúen la diferencia entre los clérigos o consagrados y los no clérigos o laicos, como si el bautismo no fuera la indeleble consagración a Jesucristo, etc… Es decir, vuelta a los tiempos de Pío XII. Para los lefebvrianos no han existido los papas posteriores, ni Juan XXIII con su bondad, ni Pablo VI con su sabiduría, ni Juan Pablo I con su sonrisa, ni Juan Pablo II con su apertura al mundo, ni Benedicto XVI; a no ser que el actual Papa los acepte sin condiciones. En tal caso, todo pasará como si nada hubiera sucedido.
Pero el Evangelio de Jesús de Nazareth sigue en pie.
Alfonso Gil González