El verdadero amor
Si nos percatáramos de la suciedad y desfiguración que imprimen al amor nuestras pasiones, nos horrorizaríamos sobremanera. Con qué facilidad transformamos el sujeto de nuestro amor en el objeto de nuestros deseos, con el que, de alguna forma, justificamos la satisfacción de nuestros más bajos instintos. Y llegamos a la mismísima aberración de llamar a eso “hacer el amor”. Como si fuéramos nosotros quienes hacemos el amor y no el amor quien nos debe hacer a nosotros.
Ya sé que el mundo no piensa así. El mundo se mueve por la mentira y genera y se alimenta de valores muy diferentes a los que dicta el verdadero amor: la avaricia, el poder, la fama, el orgullo, el hedonismo, el dinero, etc… El cristianismo, en cambio, desde su principio, vino a proclamar qué sea el amor verdadero: la entrega, el desinterés, la solidaridad, la limpieza de corazón… ¿Podía el Imperio Romano, aquella sociedad podrida hasta la médula, soportar el mensaje de amor del cristianismo? Claro que no, y todos sabemos cuál fue la reacción y el castigo a tan revolucionarios mensajeros.
Hoy pasa exactamente lo mismo. Los cristianos se hacen insoportables con su mensaje de amor. No puede esta sociedad absurda, sostenida sobre la falacia del progreso y de la superación de ideas tan eternas, aguantar a que alguien nos venga recordando que el amor sólo se alimenta de amor, la inocencia de inocencia, la bondad de bondad. Y que si el amor lleva mezcla de satisfacción egoísta, queda ipso facto adulterado. Si la inocencia de los niños va siendo salpicada, desde la propia familia, con esa malicia e interés, ¿qué adultos estamos creando? Y si la bondad ya no es un valor, y la llamamos tontería, ¿pensáis que el mismo mundo podrá subsistir? Claro que no.
He aquí unas palabras de reflexión, que a unos les hará meditar, a otros discutir, a una gran mayoría enfadarse, y, a muy pocos, sí, a muy pocos, alegrarse de que estas cosas también se digan en un medio público. Y puede que alguien, Dios lo quiera, horrorizado por un pasado de engaño, de vanidad o de insensatez, vuelva su corazón hacia la verdad de una vida más auténtica.
Alfonso Gil González