Mundo soberbio
No
sabemos si la crisis presente, aun desconociendo hasta dónde nos llevará,
curará a esta sociedad humana y a sus dirigentes, civiles o religiosos, de la
soberbia fontal de su origen. Durante siglos se nos viene diciendo que la
humildad aniquila cualquier engaño hostil, y que ninguna autenticidad humana
puede subsistir sin ella, protegiendo al hombre de toda pasión o tentación. Es
más, que ella –la humildad- ni se irrita
ni irrita a nadie. Porque, si algo enojoso le sucede al humilde, lo achaca a sí
mismo, juzgando que se lo merece, pero sin nada reprochar a nadie.
El
mundo padece dos tipos de soberbia. Una se muestra en el desprecio a los demás,
como si nada importasen. La otra es la exaltación propia, hasta el paroxismo,
creyendo que a nadie debemos lo que somos o tenemos, ni siquiera al mismo Dios.
El orgulloso es tan torpe, que no se da cuenta de que, como los árboles, cuanto
más erguido menos fruto proporciona. La
humildad es la calidad del humus, del suelo, y resulta imposible ser humilde si
uno se eleva de éste con cierta desmesura, con la desmesura que se aviva en el
desprecio a los otros.
Aunque
se diga lo contrario, no son las mismas disposiciones anímicas las procedentes
de quien va a caballo que de quien va en burro, del que está sentado en trono
que del que sienta sobre tierra, del que viste ricamente que del que con
harapos cubre su desnudez. Eso de que con la intención basta no vale. La crisis
actual es una llamada a compartir. Lo cual es imposible sin humildad. Es de
arriba abajo como nos vienen las bendiciones del cielo. El cristianismo está
hecho de aquellos que así lo creen. Que de Dios nos vino el ejemplo. Por tanto,
los de arriba –gobernantes, políticos, nobles y ricos- deben apretarse el
cinturón mucho más, para que puedan compartir con los que ya lo tienen apretado
demasiado tiempo. Y en proporcionalidad, el resto. No vaya a suceder que lo de
la humildad sea sólo un puro e infértil sentimiento.
Alfonso Gil González