Salvador, mi hermano de leche
Como un reguero de pólvora, la noticia de su asesinato ha recorrido las calles y plazas de nuestro pueblo –de su pueblo-, de nuestra comarca y de nuestra región. Y toda España sabe, ahora, que se ha matado a un santo sacerdote. La sonrisa embellecía su rostro, un rostro sanfranciscano, reflejo de una humildad probada en mil batallas. Estoy casi seguro que, cuando el vil o los viles asesinos lo maniataran para más cobardemente masacrarle, él, extrañado de su locura, les dirigiría una inocente mirada sorprendida. ¡Cómo pensar que resucitaría con Cristo el mismo día de su Pascua, tras ser asociado a su pasión y muerte, celebrada horas antes!
Recuerdo a Salvador Fernández Ciller, siendo yo niño, cuando venía de Cañada de Canara, acompañado de su amigo y compañero Juan Martínez Corbalán, seminaristas ambos en la década de los 50, en aquellos veranos tórridos de sus vacaciones estudiantiles. Mi madre les daba agua y descanso, y me decía: “A Salvador lo amamanté yo”. Y es que se había quedado sin madre nada más nacer. Ambos amigos se ordenaron de sacerdotes, ambos misionaron en América y ambos regresaron a su terruño. El destino, que sólo Dios conoce de verdad, los separó misteriosamente, viniendo a fallecer, uno, en las implacables garras del cáncer, y éste, nuestro Salvador del alma, en las criminales de sus matones.
Cehegín llora la muerte de uno de sus más buenos hijos. Es una pena que nuestra juventud se haya perdido la experiencia de haberle conocido, joven él, cuando los más puros valores iluminaban sus sienes. Ahora, estas sienes plateadas por la orfebre ancianidad, han sido machacadas con el cruel martillo en el enajenado yunque del odio criminal.
Alfonso Gil González