Apología del Evangelio
No saben ustedes, amigos lectores, cómo agradezco el haberme encontrado, un día, con el texto del Evangelio. Con qué avidez lo leí, hace ya muchos años, y con qué regusto vuelvo a pasar sus páginas grávidas de amores divinos y esperanzas humanas. No lo saben bien ustedes. Cuando alguien dice que no cree, le recomiendo su lectura. Si cansado de la vida, le aconsejo el solaz de sus palabras. Si ciego, su luz inextinguible. Si sordo, sus gritos de justicia. Si enfermo, el fármaco eficaz de sus promesas. Si pobre, el tesoro de sus riquezas. Si muerto, el sonido triunfal de la victoria inmarcesible.
No hallo otro libro más útil al hombre. Todos cuantos se escribieron antes de él, con sinceras ansias de ayudar al prójimo, le prefiguran. Todos cuantos tras él se han escrito, bebiendo de sus aguas fontales, le profetizan. Él está ahí, frente a mí y frente a ustedes, cual viático a la espera de que el caminante de él se nutra y fortalezca. ¡Demasiado expuesto hacer la caminata de la vida sin el alimento de esta palabra para todos escrita! Cuantas veces fracasé, se debió a no contar con su ayuda. Cuantas veces fui vencido o me equivoqué, a ignorarlo se debió la causa. Él encierra las señales del camino, las claves de la verdad, los secretos de la vida. Ahí está, frente a mí y frente a ustedes, a la espera.
El Evangelio, que declara dichosos a los pobres, a los mansos, a los afligidos, a los sedientos de justicia, a los misericordiosos, a los limpios de corazón, a los pacificadores y a los que son perseguidos a causa de su mensaje, tiene duras palabras para los ricos, los hartos, los que ríen y los que se confabulan con el sistema. Y no porque, aparentemente, se esté en uno u otro bando. No. Él va a la raíz. No acepta la ofrenda del pío, si éste no se ha reconciliado con su hermano. Llama adúltero, también, a quien mira con ojos impúdicos. No cree en el sí o el no que va arropado de juramento. Ni acepta la venganza, ni el sólo amor a aquellos por quienes somos amados. Ni la limosna, penitencia y oración pregonadas.
Si toda esa enseñanza la resume en la regla de oro de que nos portemos con los demás como queremos que los demás se porten con nosotros, he de destacar que, además, el Evangelio me hable de Jesucristo, el Hombre y el Nombre sobre todo hombre y sobre todo nombre. Sus parábolas, su ayuda a los enfermos, su cercanía con los pobres y pecadores, su amor incondicional, su entrega hasta la muerte horrenda… ¡Anden! Busquen ustedes por ahí, a ver si hay algo parecido a que se le pueda llamar Evangelio, y no habré dicho nada.
Alfonso Gil González