Colegio Seráfico
Mi conocimiento del Colegio Seráfico de Cehegín va del 1 de septiembre de 1954 a la misma fecha de 1959. Cuanto digo es un homenaje al nidal donde recibí las bases más firmes de mi formación cultural y espiritual.
Nada más ingresar, el rector, P. Isidoro Rodríguez, hízome sentar junto a la cuerda de tiples primeros que estaban ensayando la Novena a la Virgen de las Maravillas. Eran las 12 de mediodía. Desde la ventana del salón, en donde cantábamos, veía a mis padres bajar hacia su casa, sita entonces en la calle San Diego. Esta fecha de mi ingreso jamás se me olvida, y así lo hago constar, cada año, en el diario que escribo desde hace muchísimo tiempo. Nada de cuanto me ha sucedido hasta el día de hoy ha logrado empañar esa fecha o deslucir su profundo y añorado significado. Aquel fue el día D y la hora H de mi ya larga vida, fecha sin la que nada posterior tendría sentido.
Aquellos primeros días se me pasaron en un santiamén: la Novena, los ensayos, la novedad del lugar y de los compañeros, las fiestas patronales, la procesión… A mitad de septiembre, los nuevos seráficos llenarían el cupo de un nuevo curso, el mío. En número superior a 60, aquellos que iniciábamos el Colegio Seráfico tendríamos que dividirnos en grupos: 1ºA, 1ºB y 1ºC. Mis compañeros procedían de la región murciana en su mayoría, y de Granada, Almería, Alicante, Albacete, Cuenca y resto de España, los demás. Los profesores eran sacerdotes franciscanos, algunos coristas teólogos y algún profesor seglar. El nivel académico de los mismos no era excesivo, a excepción del rector, antes nombrado, y vicerrector –Juan Diego Ortín- y algún otro fraile, como fray Juan Zarco, que unía en su persona la austeridad y sencillez, junto a un verdadero amor a los que nos preparábamos a ser los futuros sacerdotes franciscanos.
A mí me castigaron poco, no porque fuera mejor que los demás, sino porque tuve gran cuidado en saber prevenir los vendavales de doña filomena, que era el nombre con que bautizamos a aquella cruel y despótica palmeta de madera. Fueron años pasados en el estudio, el canto, el rezo y los paseos o recreos. Todo, dentro de la más rígida disciplina. Un día cualquiera podría resumirse así: levantarse temprano, asistir a Misa, desayunar, dar clases, recreo, más clases, comida, estudio, recreo y merienda, estudio y ensayo, rezo del rosario, cena y descanso. Así un día y otro. Sólo se podía hablar en los patios de recreo y cuando, alguna vez, se daba permiso en las comidas. Generalmente, estas se pasaban en absoluto silencio, al tiempo que un seráfico leía en voz alta el Año Cristiano, o cualquier otro libro edificante. Costumbre, ésta, muy propia de los conventos.
El descanso, inmediatamente después de cantar, en la escalera principal del convento, la Tota Pulcra, canción salmódica en honor a la Inmaculada, se hacía en grandes dormitorios cuyas camas estaban puestas en tres o cuatro hileras. Nunca más tarde de las 10 de la noche, excepto en Nochebuena y en Nochevieja. El silencio, previo al sueño, era total, casi sagrado, bajo la vigilancia de algún fraile que deambulaba por entre las camas hasta que caíamos profundamente dormidos. Bien de mañana, a las 7, al sonido agudo y trémulo de un silbato deportivo, nos levantábamos, aseábamos, hacíamos las camas y nos íbamos a la capilla, donde se recitaban las primeras oraciones y se celebraba la Eucaristía. A su conclusión, se bajaba al refectorio para tomar un desayuno de leche y malta y un poco de pan con mantequilla. Al refectorio se iba a las 8 de la mañana, a la 1 de la tarde y a las 9 de la noche. Era una sala grande, con mesas largas junto a las paredes y otras en medio del refectorio. Todos nos sentábamos en bancos de madera. La merienda, consistente casi siempre en garbanzos torrados, se tomaba en el mismo patio de recreo.
Las aulas para las clases eran más bien reducidas. Los alumnos, de pie, se colocaban alfabéticamente o según les hacían adelantarse o atrasarse las respuestas dadas a las preguntas de los profesores. El Colegio Seráfico tenía dos salones de estudio. El silencio que reinaba tenía que ser sepulcral. Cada uno, sentado en su pupitre, se las entendía a solas con la asignatura que tenía delante. Si necesitaba explicación, tenía que pedirla al prefecto de estudios o vigilante de ese tiempo laboral. A veces, en los días festivos, cuando teníamos que leer o estudiar en el salón, nos ponían música clásica, grabada en discos de carbón o, más tarde, de vinilo. Eso nos ayudaba a desarrollar una tendencia especial hacia la música culta, que ya no abandonaríamos jamás.
Hay que destacar los grandes paseos que, una vez a la semana, realizábamos los seráficos por los montes y campos de Cehegín. Se daban enormes caminatas, los jueves por la tarde, cuya vuelta de regreso se hacía rezando el santo rosario o corona franciscana. No hay un rincón de los alrededores rurales de Cehegín que no recorriéramos y conociéramos. En especial, la finca de Rompealbardas, próxima a Bullas, donde pasábamos gran parte de las vacaciones estivales. Dicha finca tiene una gran casa que era propiedad de una señorita de Bullas, Ana María Melgares, gran bienhechora de todos nosotros.
Los seráficos usábamos dos uniformes oficiales: un traje de color azul y corbata roja, para los actos público-profanos, y un hábito marrón con esclavina, a imitación de los frailes, para participar en actos religiosos. En todos ellos se participaba cantando. La Escolanía Seráfica llegó a tener fama nacional, siendo la ciudad de Caravaca, junto a Cehegín, la más beneficiada en oír aquellas voces únicas, sólo comparables a los Pueri Cantores de Viena o de la Capilla Sixtina.
Mil y un recuerdos afloran a mi mente de aquellos años, primeros y necesarios pasos en la búsqueda de un sacerdocio que siempre anhelé y que siempre viviré como lo más vocacionalmente arraigado en mi vida.
Alfonso Gil González