Concierto en La Soledad
La cosa empezaba, el pasado sábado 28, en la iglesia de Santa María Magdalena, desde donde iba a iniciarse, bajo la presidencia del señor obispo, el traslado procesional que llevaría a la Virgen de los Dolores hasta su restaurada Ermita de la Soledad. Una hora de solemne recorrido, a los compases de la Banda de Tambores y Cornetas del Santo Sepulcro de Cehegín, magníficamente interpretados.
Pasadas las 8 de la tarde, la comitiva procesional arribaba al templo de la Semana Santa. La Cofradía de la Virgen de la Soledad, sus anderos y anderas, en un alarde de eficaz, rápido y sabio hacer, introdujeron la sagrada imagen hasta su camarín, en volandas cuajadas de historia, que eran impulsadas por los fervientes aplausos de la fiel concurrencia, al tiempo que obispo y demás concelebrantes esperaban en la sacristía revestidos de sencilla solemnidad.
“Cristo ayer y Cristo hoy” cantaba el Coro y Orquesta Ciudad de Cehegín, mientras se iniciaba la Eucaristía con el beso ritual del ara. Era el comienzo de una misa especial. Los fieles, algunos venidos de poblaciones vecinas, ocupaban los bancos vetustos de esta iglesia añeja, cuyas plantas besa el Argos y cuyo abovedado techo el cielo lo tiñe de su azul angelical. La acústica, perfecta.
Arriba, sobre la propia cancela del templo, el coro polifónico y la orquesta sinfónica dieron a la celebración litúrgica la grandiosidad musical jamás escuchada en la centenaria ermita. Los mejores compositores se dieron cita para esta ocasión: Gounod, Mozart, Haydn, Haendel… Y llegó el “Sanctus”. Ya el obispo había alabado el canto en su homilía sobre el Buen Pastor. Ya la orquesta había intervenido sola en un Ofertorio de singular belleza. Pero el “sanctus” fue otra cosa.
Voces que venían de lo alto, confundiéndose con las celestes voces. Violines y trompetas manejados con tal maestría, que todos vivíamos anticipadamente el eterno trisagio apocalíptico que cantaremos, un día, en pentagramas infinitos. Cuando la soprano, sobre pausado acorde de la orquesta, entonaba el “benedictus”, hasta el obispo creyó que el cielo se realizaba, lo que siempre es cierto, y se materializaba en la nave eucarística.
De modo que, al final, cuando se decía el diaconal mensaje del “podéis ir en paz”, todos los fieles, en pie, tributaron a músicos y cantantes del Ciudad de Cehegín la más acordada ovación, mientras las nubes la repetían descargando sobre Cehegín la más cristalina de las bendiciones.
Alfonso Gil González